Corazones en el café (Premio Vergara - El Rincón de la Novela Romántica 2017)

Rita Morrigan

Fragmento

Contents
Contenido
Dedicatoria
1. ¿Quién eres Lena?
2. Buenos Aires, ¿buenos?
3. El Fin del Mundo
4. El conventillo
5. El caos
6. El secreto del Príncipe Charles
7. Goldstein, Bukowski y una gran dama
8. Una cuestión de bragas
9. La feria de los artistas
10. Sueños por delante
11. El ogro y una carta documento
12. La maqueta
13. Corazones en el café
14. Un señor de traje
15. Un mate a medianoche
16. La llamada del cangrejo
17. Los pastelitos de maría
18. Comprendiendo a Orfeo
19. Una almendra y un productor budista
20. El hada del vestido rojo
21. Mi gran tragedia griega
22. Hola y adiós, señora Massardi
23. No quiero que te vayas
24. Una sorpresa en la cartera
25. Cerrado por seducción
26. Tal como soy
27. Otra sorpresa en el guion
28. Nochebuena en familia
29. Más familia en Navidad
30. No te vayas, Alex
31. La insólita nota y una carrera loca
32. Sin fundido a negro
Epílogo. Algún tiempo después...
corazones

Para Carmen y Manuel, mis maravillosos padres,

y mi tía Josefa, cuyo amor es uno de mis grandes regalos.

Y para mi entrañable abuela América, quien,

a sus noventa y cinco años, sigue ahorrando

para cuando sea mayor.

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1

¿Quién eres, Lena?

La luz del atardecer inundaba de reflejos anaranjados la terminal del aeropuerto internacional Adolfo Suárez. Como fichas en un tablero de ajedrez, las sombras de los apresurados pasajeros se deslizaban por el brillante suelo hacia sus inevitables destinos. Una irónica sonrisa curvó los labios de Lena. Estaba segura de que esa metáfora sería aplicable a todas aquellas personas; a todas, excepto a ella, cuyo destino era más que incierto. Sentada en una de las incómodas butacas del aeropuerto, observaba el ir y venir de la gente mientras aguardaba un avión cualquiera que la alejara de Madrid.

—María Magdalena Vázquez de Lucena.

Lena susurró su nombre en voz baja, al mismo tiempo que recorría con la mirada el resto de los datos personales consignados en su pasaporte. «¿Quién eres tú?», se preguntó, pasando la yema del dedo índice sobre la fotografía del documento. La imagen mostraba a una muchacha joven y sonriente, ajena a cualquier problema. Así había sido hasta solo cinco meses atrás, justo cuando su perfecta existencia tocó a su fin.

La muerte de su padre había sido el verdadero punto de inflexión en su vida. A diferencia de todo lo que había hecho siempre, él se fue sin avisar, sin haberlo planeado. La mañana del 1 de enero su padre no se levantó temprano como cada día ya que, mientras todos celebraban la llegada del año nuevo y él dormía, su corazón dejó de latir.

Aquella noche ella y su novio, Alberto Valenzuela, habían salido de fiesta con un grupo de amigos. Era su último fin de año como solteros y a él le apetecía celebrarlo por todo lo alto en el gran cotillón del Casino de Madrid. Después se había quedado a dormir en el ático que Alberto poseía en la calle Alcalá, puesto que, a solo cinco meses para su boda, las conservadoras reglas de sus padres a ese respecto se habían vuelto menos estrictas. La mañana de Año Nuevo, su teléfono móvil les despertó casi al mediodía.

—Lena, cariño, ven a casa. —La voz de su madre sonó quebrada—. Tu padre ha sufrido un accidente.

Un resbalón en la ducha era un accidente, o una caída por las escaleras, pero no un infarto mientras se duerme. «Fue mucho más que un accidente», pensó con sarcasmo. Sin embargo, su madre no quiso decirle por teléfono que él había fallecido, y por ello debió enterarse de la terrible noticia al llegar a su casa.

Cuando vio a su padre tumbado sobre la cama creyó que dormía, simplemente porque no podía estar muerto. Era imposible. Se sentó a su lado en la cama y no derramó ni una lágrima, convencida de que en cualquier momento abriría los ojos para reírse de todos los incautos que se habían creído la broma. Lena no lloró hasta que vio cómo el féretro entraba al horno crematorio. Comprendió que su padre no se levantaría, que se había ido para siempre. Y entonces sí lloró. De hecho, durante las siguientes semanas no hizo otra cosa. Afortunadamente, su novio Alberto se encargó de organizarlo todo, como siempre.

Aquella gran pérdida había sido lo peor que le había ocurrido en la vida. Era la única hija de un exitoso empresario y una dama de la alta sociedad madrileña, por lo que podía decirse que sus veintiocho años de existencia habían transcurrido entre esponjosos y cálidos algodones.

A pesar de ser la heredera de Panificadora Vázquez, su padre jamás la había orientado hacia una carrera de empresariales. Su indulgencia y generosidad le permitieron crecer y desarrollar una personalidad fuerte y diferente. Aun así, Lena sabía que a él le gustaría legarle la empresa y por ello, a los dieciocho años, se matriculó en la Facultad de Derecho. ¿Por qué lo había hecho? Tal vez por aquello que algunos llamaban la maldición de la hija única, ya que, más allá de sus anhelos personales, por encima de todo se encontraba el deseo de hacer feliz a un ser tan extraordinario como su padre.

A los veintidós años finalizó Derecho y comenzó a trabajar en la empresa familiar. Sin embargo, su espíritu languidecía cada día entre balances y reuniones, y su padre no tardó en darse cuenta. Su fascinación por el arte y por cualquier forma en la que el ser humano hacía más hermosa la realidad, la atraía desde tan pequeña que era imposible obviarla. Así pues, un día él se plantó en su despacho con una solicitud de matrícula para la Escuela de Bellas Artes, dispuesto a no marcharse hasta ver cómo la rellenaba.

—Nada me hace más feliz que tenerte aquí conmigo, y sé que no confiaré tanto en ningún otro abogado, pero tienes que salir de aquí o te marchitarás como una flor en invierno —le dijo, con

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