Título original: Blood and Gold
Traducción: Camila Batlles
1.ª edición: octubre 2003
© 2001 by Anne O'Brien Rice
© Ediciones B, S.A., 2003
Bailén, 84 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Depósito Legal: B.15610-2012
ISBN EPUB: 978-84-9019-075-3
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Dedicado a mi querido esposo, Stan Rice,
y a mi querida hermana, Karen O’Brien
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
El oyente
1
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La Historia
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34. El vampiro Lestat
35. Ascenso y caída de Akasha
El oyente
36
Promoción
EL OYENTE
1
Se llamaba Thorne. En la antigua lengua rúnica, era un nombre más largo: Thornevald. Pero cuando se convirtió en un bebedor de sangre pasó a llamarse Thorne. Y en esos momentos, siglos más tarde, cuando yacía en su cueva de hielo, soñando, seguía llamándose Thorne.
Al llegar a la tierra del hielo, había confiado en poder dormir eternamente. Pero de vez en cuando despertaba en él el ansia de beber sangre y, cuando le sucedía, utilizaba el don de elevarse sobre las nubes para ir en busca de los cazadores de las nieves.
Se alimentaba de ellos, procurando siempre no beber demasiada sangre para no causarles la muerte. Y cuando necesitaba pieles y botas, se las quitaba también a ellos y después regresaba a su escondite.
Los cazadores de las nieves no pertenecían a su raza. Tenían la piel oscura y los ojos rasgados y hablaban una lengua distinta; pero él los había conocido en épocas pretéritas, cuando viajó con su tío a las tierras de Oriente para comerciar. El comercio no le gustaba; prefería la guerra. Sin embargo, durante esas correrías había aprendido muchas cosas.
Mientras dormía, en el norte, soñaba. No podía evitarlo. El don de la mente le permitía oír las voces de otros bebedores de sangre.
Sin pretenderlo, veía a través de sus ojos y contemplaba el mundo que ellos contemplaban. A veces no le importaba; le gustaba. Las cosas modernas le divertían. Escuchaba canciones que sonaban a lo lejos a través de artilugios electrónicos. Gracias al don de la mente, comprendía inventos como los motores de vapor y los ferrocarriles; incluso comprendía el fenómeno de los ordenadores y los automóviles. Tenía la sensación de conocer las ciudades que había dejado atrás, aunque hacía muchos siglos que las había abandonado.
Tenía la impresión de que no iba a morir. La soledad en sí misma no podía destruirlo. El estado de abandono en que se hallaba tampoco bastaba. Así pues, seguía durmiendo.
De pronto ocurrió algo extraño. Una catástrofe se abatió sobre el mundo de los bebedores de sangre.
Había llegado un joven cantante de leyendas. Se llamaba Lestat, y en sus canciones electrónicas difundía viejos secretos, unos secretos que Thorne no conocía.
Entonces apareció una Reina, una criatura malvada y ambiciosa. Aseguraba portar dentro de sí el germen sagrado de todos los bebedores de sangre, por lo que, cuando muriera, la raza perecería con ella.
Thorne se había quedado asombrado.
Nunca había oído a los de su especie referirse a esos mitos. No estaba seguro de creer en eso.
Pero, mientras dormía, mientras soñaba, mientras observaba, esta Reina empezó a destruir en todo el mundo a bebedores de sangre mediante el don del fuego. Thorne oyó sus gritos mientras trataban de huir; presenció sus muertes en la medida en que otros presenciaban estos hechos.
En sus recorridos por la Tierra, la Reina estuvo muy cerca de Thorne, pero pasó de largo. Thorne permaneció oculto y en silencio en su cueva. Quizá la Reina no intuyera su presencia. Sin embargo, él intuyó la suya y comprendió que jamás se había topado con un ser tan anciano y poderoso, salvo la vampiro que le había proporcionado la sangre.
Se puso a pensar en ella, su creadora, la bruja pelirroja con los ojos ensangrentados.
La catástrofe que se había producido entre los de su especie se agravó. Murieron más. Vampiros tan ancianos como la Reina salieron de sus escondites y Thorne vio a esos seres.
Al fin apareció la bruja pelirroja que le había creado. Thorne la vio tal como la veían otros. Al principio le pareció imposible que estuviera viva; hacía tanto tiempo que se había separado de ella en el extremo sur que no se atrevía a confiar en que siguiera con vida. Los ojos y los oídos de otros vampiros le ofrecieron una prueba infalible. Y cuando la contempló en sus sueños, le embargó un sentimiento de ternura y de rabia.
Esta criatura, la bruja que le había dado la sangre, había medrado, detestaba a la Reina Malvada y se proponía frenar sus desmanes. Se profesaban un odio mutuo que se remontaba a miles de años.
Por fin se celebró una reunión de esos seres, los más ancianos de la primera generación de bebedores de sangre y otros a quienes el vampiro Lestat amaba y que la Reina Malvada no había destruido.
Mientras yacía en el hielo, Thorne oyó vagamente su extraña conversación. Se hallaban sentados en torno a una mesa redonda, como un grupo de caballeros, aunque en este consejo las mujeres eran iguales que los hombres.
Trataron de hacer entrar en razón a la Reina, de convencerla de que pusiera fin a su reinado de violencia, de que desistiera de sus perversas intenciones.
Thorne escuchó a esos vampiros, pero no pudo entender todo lo que decían. Sólo sabía que era preciso detener a la Reina.
La Reina amaba al vampiro Lestat, pero tenía una visión tan temeraria de las cosas y una mente tan depravada que ni siquiera él era capaz de impedir que provocara más desastres.
¿Portaba realmente la Reina en su interior el germen sagrado de todos los vampiros? En tal caso, ¿cómo podrían destruirla?
Thorne deseaba poseer un don de la mente más potente, o haberlo utilizado con más frecuencia. Durante los largos siglos en que había permanecido dormido, su fuerza se había incrementado, pero ahora sentía la distancia que le separaba de los otros y su debilidad.
Mientras observaba con los ojos abiertos, como si eso le ayudara a ver con más claridad, apareció en su campo visual otra criatura pelirroja, la hermana gemela de la mujer que le había amado antiguamente. Como es lógico, la aparición de la hermana gemela le dejó estupefacto.
Thorne comprendió que su creadora, a quien él había amado tanto, había perdido hacía miles de años a su hermana gemela.
La Reina Malvada era la culpable de este desastre. Odiaba a las gemelas pelirrojas y las había separado. Y la gemela perdida se presentaba ahora para cumplir la antigua maldición que había arrojado sobre la Reina Malvada.
Mientras se aproximaba más y más a la Reina, la gemela perdida sólo pensaba en destruir. No se sentó a la mesa del consejo. No conocía razón ni medida.
—Todos moriremos —murmuró Thorne en sueños, aletargado entre la nieve y el hielo, envuelto en la eterna noche ártica. No hizo ademán de ir a reunirse con sus compañeros inmortales, pero no pudo por menos de observalos y escucharlos hasta el final.
Por fin, la gemela perdida alcanzó su destino. Se sublevó contra la Reina. Los otros vampiros que había a su alrededor presenciaron la escena horrorizados. Mientras las dos hembras peleaban, como dos guerreros en un campo de batalla, una extraña visión invadió la mente de Thorne, como si yaciera sobre la nieve y contemplara el cielo.
Lo que vio fue una inmensa e intrincada red que se extendía en todos los sentidos y en la que estaban atrapados numerosos puntos de luz. En el centro de la red aparecía una vibrante llama. Thorne comprendió que la llama era la Reina, y los puntos luminosos, los otros bebedores de sangre. Él mismo era uno de esos puntitos de luz. La leyenda del germen sagrado era cierta. Lo vio con sus propios ojos. Y había llegado el momento de que todos sucumbieran a las tinieblas y al silencio. Había llegado el fin.
La gigantesca y compleja red comenzó a mermar con fuerza. Parecía como si el germen fuera a estallar. De pronto todo se oscureció unos momentos, durante los cuales Thorne sintió una deliciosa vibración en sus extremidades, como le sucedía a menudo mientras dormía, y pensó: «¡Ay, vamos a morir! Pero no siento dolor.»
Sin embargo, fue como Ragnarok para sus antiguos dioses, cuando el gran dios, Heimdall, el dios de la luz, hizo sonar su cuerno y convocó a los dioses de Aesir para que libraran la última batalla.
—Y nosotros terminaremos también con una guerra —murmuró Thorne en su cueva. Pero sus pensamientos no concluyeron.
Pensó que era preferible no seguir viviendo, hasta que le vino a la mente ella, la pelirroja, su creadora. Anhelaba volver a verla.
¿Por qué no le había hablado nunca de su hermana gemela? ¿Por qué no le había revelado nunca los mitos de los que hablaba el vampiro Lestat en sus canciones? Sin duda conocía el secreto de la Reina Malvada y el germen sagrado que portaba dentro de sí.
Thorne se movió en sueños. La gigantesca red se había desvanecido ante sus ojos. Pero vio con extraordinaria claridad a las gemelas pelirrojas, unas mujeres espectaculares.
Las hermosas criaturas aparecían juntas; una cubierta de harapos y la otra ataviada con espléndidos ropajes. A través de los ojos de los otros bebedores de sangre, Thorne averiguó que la gemela extraña había matado a la Reina y portaba ahora en su interior el germen sagrado.
—Contemplad a la Reina de los Condenados —dijo la creadora de Thorne al presentar a su hermana gemela.
Thorne comprendió lo que decía, vio reflejado en su rostro el sufrimiento. Pero la gemela extraña, la Reina de los Condenados, permanecía impasible.
Durante las noches sucesivas, los supervivientes de la catástrofe permanecieron juntos. Se relataban historias unos a otros. Y sus historias impregnaban el aire, como las canciones de los antiguos bardos entonadas en los salones de los castillos medievales. Y Lestat, después de dejar sus instrumentos musicales electrónicos, se convirtió de nuevo en cronista y creó una historia de la batalla que supuso que trascendería sin mayores dificultades al mundo de los mortales.
Al poco tiempo, las hermanas pelirrojas se marcharon en busca de un escondrijo y el ojo lejano de Thorne no pudo hallarlas.
«No te muevas —se dijo Thorne—. Olvida lo que has visto. No tienes motivo alguno para levantarte de tu cueva de hielo, como tampoco lo tenías antes. El sueño es tu amigo. Los sueños son unos huéspedes ingratos.
Estate quieto y volverás a sumirte en un apacible sueño. Haz como el dios Heimdall antes de la llamada al combate, guarda un silencio sepulcral y oirás cómo crece de nuevo la lana sobre la piel de las ovejas, oirás cómo crece la hierba a lo lejos en las tierras donde la nieve se funde.»
Pero tuvo más visiones.
El vampiro Lestat provocó un nuevo y confuso tumulto en el mundo mortal. Ocultaba un secreto maravilloso del pasado cristiano, que había confiado a una joven mortal.
Lestat jamás hallaría sosiego. Era como uno de los congéneres de Thorne, como uno de los guerreros de su época.
Thorne vio aparecer de nuevo a su pelirroja, a su hermosa creadora, con los ojos cubiertos de sangre mortal, como de costumbre, satisfecha y rezumando autoridad y poder. En esta ocasión se proponía atar con cadenas al desdichado vampiro Lestat.
¿Unas cadenas capaces de sujetar a un ser tan poderoso como Lestat?
Thorne pensó en ello. «¿Qué cadenas serán?», se preguntó. Tenía que averiguar la respuesta. Entonces vio a su pelirroja sentada pacientemente junto al vampiro Lestat mientras éste, encadenado e impotente, forcejeaba y chillaba en un vano intento de liberarse.
¿De qué estaban hechos esos eslabones de aspecto dúctil, capaces de sujetar a un ser como Lestat? Thorne no paraba de preguntárselo. ¿Por qué amaba su pelirroja creadora a Lestat y le permitía vivir? ¿Por qué guardaba silencio mientras el joven no dejaba de debatirse? ¿Qué sentía él estando encadenado junto a ella?
Thorne evocó unos recuerdos, unas imágenes inquietantes de su creadora que se remontaban a la época en que él, siendo un guerrero mortal, la vio por primera vez en una cueva de la tierra septentrional donde habitaba. Era de noche y la había visto tejiendo con su huso y su rueca, con los ojos ensangrentados.
La vio arrancar un cabello tras otro de sus largas guedejas y tejerlos con la rueca, en silencio, mientras él se acercaba.
Era un invierno helado y el fuego que ardía tras ella ofrecía un aspecto mágico. Thorne, inmóvil sobre la nieve, la miraba tejer, tal como se lo había visto hacer a cientos de mujeres mortales.
—Una bruja —había dicho en voz alta.
Thorne había borrado ese recuerdo de su memoria.
En esos momentos la vio custodiando a Lestat, que se había vuelto tan fuerte como ella. Contempló las extrañas cadenas que sujetaban al vampiro, que ya no pugnaba por soltarse.
Lestat había recobrado por fin la libertad
Después de recoger las cadenas mágicas, la bruja pelirroja los había abandonado a él y a sus compañeros.
Los otros eran visibles, pero ella había desaparecido de su vista, y al desaparecer de la vista de los otros, desapareció de las visiones de Thorne.
Thorne decidió de nuevo seguir durmiendo. Se dispuso a conciliar el sueño. Pero las noches transcurrían lentamente en su gélida cueva. El mundo emitía un fragor ensordecedor e informe.
Aunque pasaba el tiempo, Thorne no podía olvidar la imagen de su amada creadora; no podía olvidar que seguía siendo tan vital y hermosa como siempre, y evocó con toda su crudeza unos amargos recuerdos.
¿Por qué se habían peleado? ¿Realmente le había vuelto ella la espalda? ¿Por qué odiaba él a los compañeros de su creadora? ¿Por qué detestaba a los vampiros errantes que, al descubrir la presencia de ella y de sus acompañantes, la adoraban mientras todos comentaban sus viajes y hazañas unidos por la sangre vampírica?
¿Y los mitos sobre la Reina y el germen sagrado? ¿Los habría tenido Thorne en cuenta? No lo sabía. No era un coleccionista ávido de mitos. Todo eso le confundía. Y no podía borrar de su mente la imagen de Lestat sujeto con aquellas misteriosas cadenas.
Los recuerdos no cesaban de atormentarle.
A mediados de invierno, cuando el sol no brilla sobre el hielo, Thorne comprendió que el sueño le había abandonado. Y que ya no recobraría la paz.
De modo que salió de la cueva y emprendió una larga caminata hacia el sur a través de la nieve, sin apresurarse, deteniéndose para escuchar las voces eléctricas que sonaban en el mundo, más abajo, sin saber por dónde penetraría de nuevo en él.
El viento agitaba su larga cabellera roja; Thorne se tapó la boca con el cuello forrado de piel y se limpió la escarcha de las cejas. Al notar que tenía las botas empapadas, extendió los brazos, invocando en silencio el don de elevarse sobre las nubes, y empezó a ascender para desplazarse a escasa altura del suelo. Aguzó el oído para percibir los sonidos que emitían los de su especie, confiando en hallar a un bebedor de sangre tan anciano como él, alguien que le acogiera con simpatía.
Deseaba oír hablar a alguien, pues desconfiaba del don de la mente y de sus mensajes aleatorios.
2
Thorne viajó durante varios días sin sol y varias noches de mediados de invierno. Pero no tardó en oír las voces de otro ser. Era un vampiro mayor que él y estaba en una ciudad que Thorne había conocido siglos atrás.
En su sueño nocturno nunca había olvidado esa ciudad. Contaba con un importante mercado y una espléndida catedral. Sin embargo, al pasar por ella durante su largo viaje al norte, años atrás, Thorne vio que la peste había llegado hasta ella y supuso que no perduraría.
Pensó que todas las naciones del mundo perecerían a causa de esa terrible e inexorable plaga.
Los recuerdos amargos le atormentaron de nuevo.
Vio y olió los tiempos de la peste, cuando los niños vagaban perdidos sin sus padres y los cadáveres se amontonaban por doquier. El hedor a carne podrida lo invadía todo. ¿Cómo podía explicarle a alguien la pena que le producía que esa catástrofe se hubiera abatido sobre la humanidad?
Thorne no quería que perecieran esas ciudades y poblaciones, aunque él no provenía de ninguna de ellas. Pese a que se había alimentado de los infectados, no se había contagiado. Pero no podía curar a nadie. Había proseguido hacia el norte, pensando que todas las cosas prodigiosas que había creado la humanidad acabarían sepultadas bajo la nieve, la maleza o la tierra, y caerían en el olvido.
Pero no murieron todos, como había temido. Algunos habitantes de la ciudad habían sobrevivido y sus descendientes seguían viviendo en las callejuelas medievales adoquinadas por las que él transitaba en esos momentos, profundamente aliviado al observar la limpieza que reinaba.
Sí, era agradable hallarse en ese lugar vital y ordenado.
Qué sólidas y espléndidas eran esas viejas casas de madera, en cuyo interior se oía el murmullo y el zumbido de aparatos modernos. Thorne sentía y veía los prodigios que a través del don de la mente sólo había vislumbrado. Los televisores ofrecían unos sueños pintorescos. Y la gente disfrutaba de unos refugios para la nieve y el hielo que en su época no existían.
Thorne deseaba averiguar más detalles sobre esos prodigiosos artilugios, lo cual le sorprendió. Deseaba ver trenes y barcos. Deseaba ver aviones y coches. Deseaba ver ordenadores y teléfonos inalámbricos.
Quizá pudiera tomarse el tiempo suficiente para contemplar todas esas cosas. No había regresado al mundo mortal con ese propósito, pero nadie le obligaba a cumplir de inmediato la misión que le había llevado allí. Nadie conocía su existencia, salvo quizás ese bebedor de sangre que le había llamado, que le había abierto su mente con una facilidad pasmosa.
¿Dónde estaba ese vampiro al que había oído hacía pocas horas? Thorne lanzó una llamada larga y silenciosa, sin revelar su nombre, comprometiéndose tan sólo a ofrecer su amistad.
La respuesta no se hizo esperar. Thorne vio con el don de la mente a un extraño de pelo rubio. La criatura se encontraba en una habitación situada al fondo de una taberna singular, un lugar donde se reunían los bebedores de sangre.
Ven a reunirte aquí conmigo.
La orden era clara y Thorne se apresuró a obedecer. A lo largo del último siglo había oído las voces de los bebedores de sangre que se refugiaban en esos santuarios. Tabernas, bares y clubes de vampiros que constituían la conexión vampírica. Esa ocurrencia le hizo sonreír.
En su imaginación vio de nuevo la intensa y turbadora alucinación de la inmensa red en la que aparecían atrapadas multitud de lucecitas titilantes, una visión de todos los vampiros vinculados al germen sagrado de la Reina Malvada. Esta conexión vampírica era un eco de esa red, que tenía a Thorne fascinado.
¿Cómo se llamaban entre sí esos vampiros modernos? ¿A través de ordenadores, renunciando al don de la mente? Thorne se prometió no dejar que nada le sorprendiera peligrosamente.
No obstante, al recordar sus vagos sueños sobre el desastre sintió que unos escalofríos le recorrían el cuerpo.
Suplicó a los dioses que su nuevo amigo le confirmara lo que había visto. Suplicó a los dioses que el vampiro fuera muy anciano, no un joven imberbe y torpe.
Suplicó a los dioses que ese vampiro poseyera el don de la palabra, pues ante todo deseaba oír palabras. Él rara vez conseguía hallar las palabras justas. Y en esos momentos deseaba ante todo escuchar.
Casi había llegado al final de la calle en pendiente, rodeado por la nevisca que caía, cuando vio el letrero de la taberna: EL HOMBRE LOBO.
El nombre le hizo reír.
De modo que esos vampiros se divertían con esos juegos peligrosos, pensó Thorne. En sus tiempos, las cosas eran muy distintas. ¿Qué miembro de su especie no creía que un hombre podía transformarse en un lobo? ¿Qué miembro de su especie no estaba dispuesto a hacer lo que fuera con tal de impedir que cayera sobre él esa maldición?
Pero a esos vampiros les gustaba jugar con ese concepto, se dijo Thorne contemplando el letrero que se balanceaba, agitado por el gélido viento, y las iluminadas ventanas con barrotes.
Thorne hizo girar el tirador de la recia puerta y entró en una habitación atestada de gente, cálida, impregnada de olor a vino, a cerveza y a sangre humana.
El calor era impresionante. Lo cierto era que Thorne jamás había sentido nada parecido. Era un calor uniforme y prodigioso que lo saturaba todo. Supuso que ningún mortal se daba cuenta de lo maravilloso que era ese calor.
Antiguamente ese calor no existía y el gélido invierno era una maldición que les afectaba a todos por igual.
Pero no había tiempo para entretenerse con esas reflexiones. «No te sorprendas por nada», se dijo Thorne.
Sin embargo, el torrencial parloteo de los mortales le paralizó. La sangre que había a su alrededor le paralizó. Durante unos momentos sintió una sed acuciante. Al verse rodeado de aquel gentío ruidoso e indiferente, Thorne temió perder el control y abalanzarse sobre éste y aquél, revelando su presencia, un monstruo entre la multitud al que perseguirían hasta acabar con él.
Halló un hueco junto a la pared, se apoyó en ella y cerró los ojos.
Evocó la imagen de los miembros de su clan subiendo apresuradamente la montaña, en busca de la bruja pelirroja a la que no conseguirían encontrar. Sólo Thorne la había visto. La había visto arrancar los ojos a un guerrero muerto y colocárselos en sus propias cuencas. La había visto regresar bajo la nevisca a la cueva en la que habitaba y tomar su rueca. La había visto enrollar el cabello de un rojo dorado alrededor de la rueca. Los miembros del clan habían querido destruirla y él estaba entre ellos, blandiendo el hacha.
Qué estúpido le parecía eso ahora, pues ella había querido que Thorne la viera. Había ido al norte en busca de un guerrero como Thorne. Había elegido a Thorne porque le cautivaba su juventud, su fuerza y su valor puro.
Thorne abrió los ojos.
Los mortales que había en la taberna no repararon en él, a pesar de que iba cubierto de andrajos. ¿Cuánto tiempo podría pasar inadvertido? Thorne no llevaba monedas en los bolsillos para sentarse a una mesa y pedir una copa de vino.
Oyó de nuevo la voz del vampiro aconsejándole, tranquilizándole.
No hagas caso de la gente. No saben nada de nosotros, ni por qué hemos abierto esta taberna. Son meros comparsas. Acércate a la puerta trasera. Empújala con fuerza y cederá.
A Thorne le parecía imposible atravesar esa habitación sin que los mortales lo reconocieran.
Pero debía superar su temor. Tenía que reunirse con el bebedor de sangre que le llamaba.
Agachando la cabeza y tapándose la boca con el cuello de la chaqueta, Thorne se abrió paso entre los flexibles cuerpos tratando de no mirar a los que le observaban. Y cuando vio la puerta desprovista de tirador, la empujó tal como le había ordenado el vampiro.
La puerta daba acceso a una habitación espaciosa, débilmente iluminada por unas gruesas velas colocadas sobre mesas de madera. El calor era tan sólido y reconfortante como el que reinaba en la otra estancia.
El bebedor de sangre se encontraba solo.
Era un ser alto de tez pálida y pelo muy rubio, casi blanco. Tenía los ojos azules, de mirada dura, y el rostro delicado, cubierto con una fina capa de sangre y ceniza para darle un aspecto más humano ante los mortales. Lucía una capa de color rojo vivo con capucha, que colgaba sobre su espalda, y llevaba el cabello largo y bien peinado.
A Thorne le pareció muy apuesto y de modales refinados, más un intelectual que un soldado. Tenía las manos grandes, y los dedos delgados y finos.
Thorne tenía la impresión de haberle visto con el don de la mente, sentado a la mesa del consejo con los otros vampiros antes de que destruyeran a la Reina Malvada.
Sí, Thorne le había visto. El bebedor de sangre había tratado de razonar con la Reina, aunque en su interior latía una furia salvaje y un odio desmesurado.
Sí, Thorne le había visto esforzarse en medir bien sus palabras, con el fin de salvar a todo el mundo.
El bebedor de sangre le indicó que tomara asiento a su derecha, contra la pared.
Thorne aceptó la invitación y se sentó sobre un cojín alargado de cuero. La llama de la vela bailaba caprichosamente, reflejándose en los ojos del otro vampiro. Thorne olió la sangre que había ingerido éste. Observó el calor que confería a su rostro y a sus manos largas y finas.
Sí, esta noche he ido a cazar, pero volveré a hacerlo contigo. Lo necesitas.
—Sí —dijo Thorne—. ¡Hace tanto que no bebo sangre de un mortal que ya ni me acuerdo! No me resultó difícil resistir en la nieve y el hielo. Pero verme rodeado de esas tiernas criaturas es un verdadero suplicio.
—Te entiendo —contestó el otro vampiro—. Lo sé por experiencia.
Eran las primeras palabras que Thorne había pronunciado en voz alta a otro ser desde hacía mucho tiempo y cerró los ojos para atesorar ese instante. «La memoria es una maldición —pensó—, pero también es el mayor de los dones. Porque si pierdes la memoria lo pierdes todo.»
Recordó un fragmento de su antigua religión referente al rey Odín, quien había sacrificado su ojo y permanecido colgado del árbol sagrado durante nueve días con el fin de poseer memoria. Pero el asunto era más complicado. Odín no sólo había conseguido memoria, sino el hidromiel que le permitía cantar sus poemas.
En cierta ocasión, tiempo atrás, Thorne bebió el hidromiel del poeta que le habían ofrecido los sacerdotes de la gruta sagrada, y cantó en la casa de su padre unos poemas sobre la bebedora de sangre pelirroja que había visto con sus propios ojos.
Los presentes se habían reído y burlado de él. Pero, cuando la vampiro pelirroja empezó a aniquilar a los miembros del clan, dejaron de mofarse. Cuando vieron los pálidos cuerpos con las cuencas de los ojos vacías, convirtieron a Thorne en su héroe.
Thorne se sacudió con fuerza. La nieve se desprendió de su pelo y sus hombros. Luego se pasó la mano para quitarse los fragmentos de hielo que tenía adheridos a las cejas. Vio cómo el hielo se fundía entre sus dedos. Se restregó la cara con energía, pues la tenía helada.
¿No ardía un fuego en la habitación? Thorne miró a su alrededor. El calor penetraba a través de los ventanucos como por arte de magia. Pero era muy grato y reconfortante. De pronto sintió deseos de quitarse la ropa y bañarse en ese calor.
He encendido fuego en mi casa. Te llevaré allí.
Thorne se despertó como de un trance y contempló al extraño vampiro. Se maldijo por haber permanecido sentado en silencio como un idiota.
—Es natural —dijo el vampiro en voz alta—. ¿Entiendes la lengua en la que me expreso?
—Es la lengua del don de la mente —respondió Thorne—. La habla gente en todo el mundo. —Observó de nuevo al vampiro—. Me llamo Thorne —dijo—. Mi dios era Thor. —Metió rápidamente la mano en el interior de su raída chaqueta de piel y sacó del forro un amuleto de oro que pendía de una cadena—. El paso del tiempo no ha logrado oxidarlo. Es el martillo de Thor.
El vampiro asintió con la cabeza.
—¿Quiénes son tus dioses? —le preguntó Thorne—. No me refiero a creencias, sino a lo que tú y yo hemos perdido. ¿Me entiendes?
—Los dioses que he perdido son los de la antigua Roma —repuso el extraño—. Me llamo Marius.
Thorne asintió. Era maravilloso hablar en voz alta y oír la voz de otro ser. Durante unos instantes olvidó su deseo de beber sangre, pues sólo le interesaba aquel torrente de palabras.
—Háblame, Marius —dijo—. Cuéntame cosas prodigiosas. Cuéntame lo que quieras —añadió sin poder contenerse—. Una vez le hablé al viento, le conté todo lo que guardaba en mi mente y en mi corazón. Pero cuando fui al norte, a las tierras del hielo, no sabía hablar. —Thorne se detuvo y miró a Marius a los ojos—. Mi alma está muy herida. En realidad, no tengo pensamientos.
—Te comprendo —dijo Marius—. Ven a mi casa. Allí podrás darte un baño y ponerte ropa limpia. Luego iremos a cazar y, cuando hayas recobrado las fuerzas, conversaremos. Te contaré infinidad de historias. Te relataré todos los episodios de mi vida que deseo compartir.
Thorne exhaló un prolongado suspiro y sonrió con gratitud. Tenía los ojos húmedos y le temblaban las manos. Escrutó el rostro del extraño, pero no vio en él indicios de hipocresía o mala fe. Por su aspecto, parecía un ser sabio y sencillo.
—Amigo mío —dijo Thorne inclinándose hacia delante para besarlo a modo de saludo. Se mordió la lengua para llenarse la boca de sangre y apretó los labios entreabiertos contra los de Marius.
El beso no sorprendió a Marius. Él también tenía esa costumbre y aceptó la sangre con evidente agrado.
—Ahora ya no discutiremos por nimiedades —dijo Thorne. De pronto se apoyó en la pared, presa de una gran confusión. No estaba solo. Temía romper a llorar. Temía no tener fuerzas para enfrentarse de nuevo a la gélida temperatura del exterior y acompañar al extraño a su casa, aunque anhelaba hacerlo.
—Vamos —dijo Marius—. Yo te ayudaré.
Se levantaron de la mesa. Esta vez, el suplicio de pasar a través de la multitud de mortales arracimados en la taberna fue aún mayor. Un sinfín de ojos brillantes y relucientes se fijaron en Thorne, aunque sólo durante unos momentos.
Salieron a la callejuela y echaron a andar bajo los ligeros copos de nieve que caían formando remolinos. Marius rodeó los hombros de Thorne con el brazo, sosteniéndolo con firmeza.
Thorne respiraba trabajosamente, pues se le había acelerado el corazón. Mordió la nieve que el vendaval arrojaba a su cara. Se detuvo unos momentos, indicando a su nuevo amigo que tuviera paciencia.
—Vi muchas cosas con el don de la mente —dijo—. Pero no las comprendía.
—Quizá yo pueda explicártelas —contestó Marius—. Te explicaré todo lo que sé, y puedes utilizar esa información como quieras. De un tiempo a esta parte el saber no ha constituido mi salvación. Me siento muy solo.
—Me quedaré contigo —dijo Thorne. Esa dulce camaradería le conmovió hasta la médula.
Caminaron durante largo rato. A medida que iba recobrando las fuerzas, Thorne olvidaba el calor de la taberna, como si hubiera sido una alucinación.
Por fin llegaron a una hermosa casa, alta, con el tejado en pico y numerosas ventanas. Marius hizo girar la llave en la cerradura y entraron en un amplio vestíbulo, dejando atrás la nieve y el viento.
De las habitaciones emanaba una luz tenue. Las paredes y el techo estaban revestidos de madera barnizada, al igual que el suelo. Todos los ángulos encajaban perfectamente.
—Un genio del mundo moderno construyó esta casa para mí —explicó Marius—. He vivido en muchas casas de diferentes estilos, pero ésta es única. Ven, pasa.
En el salón había una chimenea de piedra con unos troncos apilados, dispuestos para ser encendidos. A través de unos ventanales de enormes dimensiones, Thorne contempló las luces de la ciudad. Dedujo que se encontraban en el borde de la colina que dominaba un valle.
—Ven —dijo Marius—. Quiero presentarte al que vive conmigo.
Esto sorprendió a Thorne, pues no había detectado la presencia de nadie más, pero siguió a Marius hasta otra estancia situada a la izquierda, donde contempló un espectáculo que lo dejó perplejo.
La habitación estaba llena de mesas, o quizá se tratara de una mesa inmensamente ancha. Sobre ella se extendía un pequeño paisaje compuesto de colinas, valles, ciudades y poblaciones. Contenía numerosos arbolitos y algunos matorrales, y algunas zonas estaban cubiertas de nieve, como si en una población fuera invierno, y en otra, primavera o verano.
El paisaje estaba tachonado de casas, muchas de ellas iluminadas por unas luces titilantes. Había relucientes lagos hechos con una sustancia dura que remedaba el resplandor del agua. Había túneles que atravesaban las montañas, y diminutos trenes de hierro, como los trenes del gran mundo moderno, circulaban sobre unos raíles que describían varias curvas.
Este mundo en miniatura estaba presidido por un bebedor de sangre que no se dignó alzar la vista cuando entró Thorne. En el momento de su transformación, el bebedor de sangre era joven. Era alto y delgado, con unos dedos delicados. Tenía el pelo de un rubio claro más común entre los ingleses que entre los escandinavos.
Estaba sentado ante una zona de la mesa reservada a sus pinceles y varios frascos de pintura, pintando el tronco de un arbolito, como si se dispusiera a colocarlo en el mundo que se extendía por toda la habitación.
Al contemplar este minúsculo mundo, Thorne experimentó un intenso gozo. Pensó que podría pasarse horas examinando esos pequeños edificios. No era como el mundo exterior, frío y cruel, sino más precioso y protegido; incluso poseía cierto encanto.
Por las sinuosas vías circulaban varios trenes en miniatura de color negro, que emitían un zumbido similar al de las abejas en una colmena. A través de las ventanitas de los trenes se veían unas luces.
Todos los múltiples detalles de este pequeño y maravilloso mundo se ajustaban a la realidad.
—En esta habitación me siento como el gigante de las nieves —murmuró Thorne en actitud reverente.
Era un ofrecimiento de amistad al joven vampiro rubio. Pero éste siguió dando toques de pintura marrón a la corteza del arbolito que sostenía delicadamente entre los dedos de la mano izquierda y no respondió.
—Esas diminutas ciudades y poblaciones poseen una magia encantadora —comentó Thorne, más cohibido.
El joven vampiro parecía no oírle.
—Daniel —dijo suavemente Marius a su amigo—, ¿no quieres saludar a Thorne, que se hospedará esta noche en nuestra casa?
—Bienvenido, Thorne —contestó Daniel sin alzar la vista. Acto seguido, haciendo caso omiso de Thorne y Marius, como si no estuvieran presentes, dejó de pintar el árbol y, tras mojar el pincel en otro frasco, creó, en el amplio universo que se extendía ante él, un espacio húmedo donde instalar el árbol.
—Esa casa tiene muchas habitaciones como ésta —afirmó Marius mirando a Thorne con expresión afable—. Mira ahí abajo. Puedes comprar miles de arbolitos y miles de casas en miniatura —añadió, señalando un gran número de cajitas apiladas en el suelo, debajo de la mesa—. Daniel tiene una gran habilidad para montar esas casitas. ¿Te has fijado en sus intrincados detalles? No hace otra cosa que entretenerse con eso.
Thorne notó cierto tono de censura en la voz de Marius, pese a que se expresaba con amabilidad. Sin embargo el joven vampiro no hizo caso. Estaba examinando las ramas cuajadas de hojas de otro arbolito, su parte verde y frondosa, que empezó a retocar enseguida con el pincel.
—¿Habías visto alguna vez a uno de nuestra especie sumido en un trance semejante? —preguntó Marius.
Thorne negó con la cabeza. No, no lo había visto. Pero comprendía que pudiera ocurrir.
—A veces —dijo Marius—, el bebedor de sangre se deja cautivar por una afición. Recuerdo que hace siglos me contaron la historia de una bebedora de sangre que habitaba en una región sureña, cuya única pasión consistía en buscar conchas preciosas en la playa. Se dedicaba a esta actividad toda la noche, hasta el amanecer. De vez en cuando iba a la caza de una presa y le succionaba la sangre, pero regresaba de inmediato a sus conchas. Las examinaba una por una, descartando las que no servían y prosiguiendo su búsqueda. Nadie conseguía distraerla de esa ocupación.
Daniel también se siente cautivado. Construye esas pequeñas ciudades. No quiere hacer otra cosa. Parece como si estuviera hipnotizado por esas poblaciones en miniatura. Yo cuido de él, por así decirlo.
Thorne guardó silencio por respeto. No podía adivinar si las palabras de Marius habían afectado al joven vampiro, que seguía trabajando en su mundo. Durante unos momentos, Thorne se sintió confuso.
De improviso, el joven y rubio bebedor de sangre soltó una alegre carcajada.
—Daniel permanecerá sumido en ese trance durante un tiempo —declaró Marius—, tras lo cual recobrará sus facultades normales.
—Qué ocurrencias tienes, Marius —replicó Daniel lanzando otra jovial carcajada, apenas un murmullo. Luego untó el pincel en una pasta y pegó el árbol sobre la hierba verde, ejerciendo un poco de presión sobre el mismo. A continuación sacó otro árbol de una caja que tenía al lado.
Entretanto, los diminutos trenes seguían circulando, serpenteando ruidosamente a través de colinas y valles, pasando frente a iglesias y casas cubiertas de nieve. Ese mundo en miniatura contenía incluso figurillas humanas a las que no les faltaba detalle.
—¿Puedo arrodillarme para verlo mejor? —preguntó Thorne respetuosamente.
—Pues claro, adelante —contestó Marius—. Daniel estará encantado.
Thorne apoyó las rodillas en el suelo para examinar de cerca el pueblecito y sus diminutos edificios. Vio unos minúsculos letreros, pero no comprendió su significado.
Le asombraba haber ido a parar allí al abandonar la cueva para enfrentarse al gran mundo, y estar contemplando ese universo en miniatura.
En éstas pasó traqueteando sobre la vía un trenecito exquisitamente construido, cuyos vagones estaban unidos por unas frágiles piezas. Thorne creyó distinguir en su interior unas figuritas humanas.
Durante unos segundos se olvidó de todo lo demás. Imaginó que ese mundo creado por la mano del hombre era real y comprendió el hechizo que ejercía, aunque al mismo tiempo le atemorizó.
—Es precioso —dijo en un tono de gratitud, levantándose.
El joven vampiro rubio no se movió ni dijo una palabra en respuesta al comentario de Thorne.
—¿Has ido a cazar, Daniel? —preguntó Marius.
—Esta noche, no —contestó el joven vampiro sin levantar la cabeza. De pronto se volvió hacia Thorne, que se quedó asombrado al contemplar el color violeta de sus ojos.
—Un escandinavo —dijo Daniel, como si se sintiera gratamente sorprendido—. Pelirrojo, como las gemelas. —Soltó una breve risotada, como si estuviera un poco desquiciado—. Creado por Maharet. Un ser fuerte.
Sus palabras pillaron a Thorne desprevenido. Se llevó tal impresión que por poco se cae redondo al suelo.
Sintió deseos de golpear a ese joven impertinente. Casi alzó el puño. Pero Marius le contuvo con firmeza.
Unas imágenes se agolparon en la mente de Thorne: las gemelas, su amada creadora y la hermana de ésta. Las vio con toda nitidez. La Reina de los Condenados. Vio de nuevo al vampiro Lestat, encadenado e impotente. Unas cadenas de metal no habrían conseguido sujetarlo. ¿Con qué material había fabricado su creadora pelirroja esas cadenas?
Thorne trató de desterrar esos pensamientos y centrarse en el momento presente.
Marius le sujetaba el brazo con firmeza al tiempo que hablaba con el rubio bebedor de sangre.
—Deja que yo te guíe, si quieres ir a cazar.
—No necesito hacerlo —contestó Daniel, que había reanudado su trabajo. Sacó un voluminoso paquete de debajo de la mesa y se lo mostró a Marius. En la tapa aparecía pintada, o impresa, pues Thorne no pudo distinguirlo, la imagen de una casa de tres pisos con numerosas ventanas—. Quiero montar esta casa —dijo—. Es más complicada que todas las que ves aquí, pero, gracias a mi sangre vampírica, no me resultará difícil.
—Te dejaremos solo un rato —dijo Marius—, pero no se te ocurra salir sin mí.
—Jamás haría semejante cosa —repuso Daniel rasgando el papel que envolvía la caja, llena de piezas de madera—. Mañana por la noche iremos a cazar juntos y podrás tratarme como si fuera un niño, como te encanta hacer.
Marius, que seguía asiendo el brazo de Thorne con gesto amable, lo condujo fuera de la habitación y cerró la puerta.
—Cuando sale solo —comentó—, siempre acaba metiéndose en algún lío. Se extravía, o su sed es tan acuciante que no se conforma con capturar a una presa. Total, que tengo que ir en su busca. Cuando era un mortal, antes de convertirse en vampiro, ya era así. La sangre apenas le cambió, salvo durante un breve tiempo. Ahora está esclavizado por esos mundos en miniatura que construye. Lo único que necesita es espacio para instalarlos, aparte de las cajas con el material necesario que adquiere a través del ordenador.
—¡Ah, tenéis esas extrañas máquinas mentales! —comentó Thorne.
—Sí, en esta casa hay muy buenos ordenadores. Dispongo de cuanto necesito —dijo Marius—. Pero estás cansado y necesitas refrescarte. Hablaremos de esto más tarde.
Marius condujo a Thorne por una escalera de madera, en la que resonaba el eco de sus pasos, hasta una espaciosa alcoba situada en el piso superior. El artesonado de las paredes y las puertas estaba pintado en tonos verdes y amarillos, y el lecho estaba empotrado en un gigantesco armario de madera tallada, abierto sólo por un lado. A Thorne le pareció un lugar extraño pero seguro, sin una superficie que no hubiera sido tocada por manos humanas. Incluso el suelo de madera estaba pulido.
Cruzaron una amplia puerta que daba acceso a un inmenso cuarto de baño revestido de madera rústica, con el suelo de piedra e iluminado por numerosas velas. El suave resplandor de las mismas resaltaba el hermoso color de la madera, y Thorne sintió que se mareaba.
Pero lo que más llamó la atención a Thorne fue la bañera. Frente a otro ventanal estaba instalada una gigantesca bañera de madera llena de agua caliente. Tenía la forma de una enorme cuba y era lo suficientemente amplia para acoger a varias personas. Sobre una banqueta, junto a ella, había una pila de toallas. Sobre otras banquetas reposaban cuencos llenos de flores secas y hierbas, cuyo aroma Thorne percibió con sus agudos sentidos vampíricos. También había frascos de aceites perfumados y tarros de ungüentos.
A Thorne le pareció un milagro poder lavarse en esa bañera.
—Quítate esa ropa tan cochambrosa —dijo Marius—. Permíteme que la tire a la basura. ¿Deseas conservar algo, aparte del collar?
—No —respondió Thorne—. ¿Cómo puedo pagarte por todo esto?
—Ya lo has hecho —contestó Marius. Se quitó la chaqueta de piel y el jersey de lana. Tenía el torso cubierto de vello y la piel blanca, como todos los vampiros ancianos. Su cuerpo era fuerte y hermoso. Había muerto en la plenitud de la vida, eso era evidente. Pero Thorne no podía adivinar su edad, ni la que tenía como mortal en el momento de su transformación, ni como vampiro en la actualidad.
A continuación Marius se quitó las botas de piel y los calzoncillos largos de lana y, sin esperar a Thorne, indicándole tan sólo que le imitara, se metió en la gigantesca bañera de agua caliente.
Thorne se quitó precipitadamente la chaqueta forrada de piel. Los dedos le temblaban mientras se despojaba del pantalón, que estaba casi hecho jirones. Al cabo de un momento se quedó tan desnudo como el otro. Se apresuró a recoger torpemente sus harapos y miró a su alrededor, sin saber dónde dejar la ropa.
—No te preocupes por eso —dijo Marius, envuelto en una nube de vapor—. Métete en la bañera junto a mí y disfruta del agua caliente.
Thorne obedeció e introdujo ambos pies, sumergiéndose en el agua hasta las rodillas. Al sentarse, el agua le llegó al cuello. El calor le produjo una sensación intensa y placentera. Musitó una pequeña oración de gracias, una breve y antigua plegaria que había aprendido de niño y solía recitar cuando le ocurría algo verdaderamente agradable.
Marius cogió un puñado de hierbas y flores secas de un cuenco y las arrojó en el agua caliente.
Despedían un grato aroma a naturaleza en verano.
Thorne cerró los ojos. Le parecía poco menos que imposible haberse despertado, haber llegado allí y estar dándose el lujo de bañarse en esa fastuosa bañera. No tardaría en despertar, víctima del don de la mente, y comprobaría que se hallaba de nuevo en su mísera cueva, prisionero de su exilio voluntario, soñando con otros.
Agachó la cabeza lentamente y se echó con ambas manos un chorro de agua caliente y purificadora a la cara. Se echó más agua y luego, haciendo acopio de todo su valor, sumergió la cabeza por completo.
Cuando volvió a incorporarse, sintió un calor gratificante, como si nunca hubiera experimentado frío. Las luces que contemplaba a través del ventanal le asombraban. Incluso alcanzaba a ver, a través del vapor, la nieve que caía fuera, deliciosamente consciente de que se hallaba cerca y a la par lejos de ella.
De pronto deseó no haber abandonado su cueva para llevar a cabo un propósito tan siniestro.
¿Por qué no podía servir sólo a unos fines nobles? ¿Por qué no podía entregarse únicamente a lo placentero? Pero eso no había podido hacerlo nunca.
Fuera como fuese, lo importante era guardar para sí ese secreto. ¿Para qué iba a turbar a su amigo revelándole esos oscuros pensamientos? ¿Para qué iba a martirizarse él mismo con esas confesiones de culpabilidad?
Thorne miró a su compañero.
Marius estaba sentado con la espalda apoyada en la superficie de madera de la bañera y los brazos en el borde. El pelo, mojado, se le adhería al cuello y a los hombros. No miró a Thorne, pero era consciente de su presencia.
Thorne sumergió de nuevo la cabeza en el agua; dio unas brazadas y flotó un rato sobre el agua, tras lo cual se incorporó y se dio la vuelta. Emitió una breve carcajada de gozo. Deslizó los dedos entre el vello de su pecho. Inclinó la cabeza hacia atrás hasta que el agua le lamió la cara. Se volvió hacia uno y otro lado para lavarse la espesa cabellera; después se incorporó de nuevo y se reclinó contra la bañera, satisfecho y feliz.
Adoptó la misma postura que Marius y ambos se miraron.
—¿Te sientes seguro viviendo así, rodeado de mortales? —preguntó Thorne.
—Ellos ya no creen en nosotros —respondió Marius—. Vean lo que vean, no creen que existamos. Por otra parte, el dinero lo compra todo.
Sus ojos azules parecían sinceros y su rostro mostraba una expresión serena, como si no ocultara secretos, como si no odiara a nadie. Pero no era así.
—Esta casa la limpian unos mortales —explicó—, a los que les pago por cumplir con su obligación. ¿Conoces el mundo moderno lo bastante bien para saber cómo se calienta y se refresca una casa como ésta y qué se hace para mantenerla a salvo de intrusos?
—Sí —contestó Thorne—. Pero nunca estamos tan a salvo como creemos, ¿no es cierto?
En el rostro de Marius se dibujó una sonrisa amarga.
—Los mortales nunca me han lastimado —repuso.
—¿Te refieres a la Reina Malvada y a los que mató?
—Sí, a eso y a otros horrores —contestó Marius.
Lentamente, en silencio, Marius utilizó el don de la mente para comunicar a Thorne que él sólo perseguía a los malvados.
—Así es como he alcanzado la paz —dijo—. Así es como he logrado seguir adelante. Utilizo el don de la mente para perseguir a los mortales que matan. No me resulta difícil dar con ellos en las grandes ciudades.
—Pues yo me alimento del «pequeño trago» —dijo Thorne—. No necesito darme un festín, te lo aseguro. Bebo sangre de muchos mortales para no tener que matar a ninguno. He vivido así durante siglos entre las gentes de las nieves. Cuando me transformé en vampiro no tenía esa habilidad. Bebía con excesiva avidez y precipitación. Pero luego aprendí a hacerlo de forma más comedida. Ningún alma me pertenece. Hago lo mismo que las abejas, voy de flor en flor. Acostumbraba a entrar en las tabernas que estaban abarrotadas de mortales y beber un poco de sangre de varios.
Marius asintió con la cabeza.
—Es un buen sistema —dijo, esbozando una sonrisa—. Para ser hijo de Thor, te muestras muy compasivo. Extraordinariamente compasivo —añadió, sonriendo de oreja a oreja.
—¿Acaso desprecias a mi dios? —preguntó Thorne educadamente.
—No lo creo —respondió Marius—. Te he dicho que perdí a los dioses de Roma, pero lo cierto es que nunca fueron míos. Tengo un temperamento demasiado frío para adorarlos. Y dado que no tengo dioses, hablo de todos ellos como si fueran poesía. La poesía de Thor era la poesía de la guerra, una poesía compuesta de incesantes batallas cuyo eco resonaba estrepitosamente en el cielo, ¿no es así?
Eso complació a Thorne, que no pudo ocultar su satisfacción. El don de la mente nunca le había proporcionado una comunicación tan intensa con otro ser. Las palabras que había pronunciado Marius no sólo le impresionaron, sino que le confundieron un poco, lo cual le produjo una sensación maravillosa.
—Sí, así es la poesía de Thor —dijo—, pero nada era tan claro y tan cierto como el retumbar de los truenos en las montañas cuando él empuñaba el martillo. Cuando yo salía de la casa de mi padre, solo, y echaba a andar bajo la lluvia y el viento, sabía que el dios estaba allí, y me sentía muy lejos de la poesía. —Thorne se detuvo. Mentalmente, vio su tierra, su juventud—. Oí a otros dioses —dijo con voz queda, sin mirar a Marius—. Odín, que encabezaba la feroz cacería a través de los cielos, era quien armaba ese estrépito. Yo vi pasar y oí a esos espíritus. Jamás los he olvidado.
—¿Y ahora puedes verlos? —preguntó Marius. No lo dijo con impertinencia, sino movido por la curiosidad y en un tono respetuoso—. Confío en que puedas —se apresuró a añadir para que Thorne no malinterpretara sus palabras.
—No lo sé —respondió Thorne—. Hace tanto tiempo... Nunca pensé que podría recuperar esas cosas.
Pero en esos momentos las contemplaba en su imaginación. Pese a estar sumergido en el agua caliente que serenaba su espíritu, que