Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Agradecimientos
LIBRO PRIMERO
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
LIBRO SEGUNDO
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Epílogo
Nota de la autora
Agradecimientos
Mi reconocimiento especial a Esther Ortiz y Nuria Casas, por leer el manuscrito y entusiasmarse con él. Ellas me hicieron ver que una quimera es sólo el primer escalón de una realidad.
A Mamen P. Garachana, Laura Socías y Mariam Agudo, por sus críticas elaboradas y rigurosas. Hicieron que me aplicara más, si cabe.
A Loli Díaz, Ana María Benítez, Maite Moraga, Montse Caride, Ana Cubeiro, Rosa M. L. Cuenca, Manuela Naya, Laura Moreno y Jenny Neira por su apoyo. Siempre estuvieron ahí.
A las entusiastas seguidoras de los foros, por sus opiniones, que me ayudan a mejorar.
A las chicas del chat «Sólo hablamos de libros» por sus inteligentes comentarios y los buenos momentos que me hacen pasar.
A Yolanda Domenche, «Tita Yolanda» (q.e.p.d.), por tu valor, tu fuerza y tu coraje. Por todo cuanto hiciste por los foros de novela romántica. Ojalá hubieras podido leer esta novela.
A mi sobrina, Marina, por facilitarme el nombre de la protagonista.
A Marta Rossich y Marisa Tonezzer, mis editoras. Trabajar con ellas es un placer y un honor.
No puedo ni quiero olvidarme de quienes me regalan su tiempo y su trabajo, y soportan, además, mis tensiones y malhumor. No les nombro, no les gusta. Pero ya saben que les quiero.
LIBRO PRIMERO
1
Inglaterra, año 1194
La segunda expedición militar contra los sarracenos había fracasado. Luis VII, rey de Francia, y Conrado III de Alemania habían sitiado sin éxito la sempiterna ciudad de Damasco. El papa Gregorio VIII ordenó predicar una tercera cruzada, prometiendo beneficios espirituales y terrenales a los combatientes en ella. Federico I de Alemania, Felipe Augusto de Francia y Ricardo I de Inglaterra, conocido como Corazón de León, contaron aquella vez con el apoyo de Isaac II, emperador de Oriente. La empresa se inició bajo un manto de buenos auspicios, pero Isaac faltó a su palabra, Federico murió y las disensiones entre los reyes de Francia e Inglaterra hicieron fracasar la cruzada.
Ricardo Corazón de León regresó a Inglaterra el tiempo justo de pasar revista a sus feudos, colgar a unos cuantos infieles como escarmiento y entrevistarse con algunos nobles. Después, partió de nuevo hacia sus propiedades en territorio francés, e Inglaterra volvió a quedar, una vez más, huérfana de rey.
Un sentimiento de frustración invadió el corazón del caballero, que, montado sobre un semental de oscuro pelaje y poderosas patas, atravesaba las campiñas inglesas seguido de un nutrido grupo de hombres armados. No le dolía tanto ser abandonado por su rey como la negativa de Ricardo a que le acompañara en su empresa, pero las órdenes del monarca habían sido claras y concisas:
—Deseo pacificar mi reino —le dijo—. La vida entre normandos y sajones parece haber llegado a un continuo desencuentro. Quiero ser el soberano de todos, no el amado rey de unos y el odiado usurpador de otros. Y tú vas a ayudarme.
De nada sirvieron sus protestas, y ahora, pensar en hacerse cargo del extenso feudo de Kellinword, cuyo señor había muerto en batalla sin dejar herederos, le preocupaba. Por lo que sabía, el territorio era grande. Abarcaba al menos cinco pueblos, doce aldeas y una gran cantidad de tierras de pastoreo, labranza y bosques. El anterior señor de Kellinword ganó fama por el castillo que, piedra a piedra, levantó con esfuerzo y con incursiones en territorios vecinos. Estos últimos le permitieron ampliar sus propiedades y proporcionar a sus arcas suficiente dinero para pagar a los trabajadores. Ahora, las almenas retaban al cielo azul de Inglaterra.
Wulkan no era hombre de asentarse y saciarse de vino y manjares. Jamás conoció casa fija, y la idea de tener que hacerse cargo de tanta gente le incomodaba.
Sabía que había tenido un padre y una madre en alguna parte, acaso hermanos y hermanas, pero no los recordaba. De vez en cuando, al rendirle el sueño, resonaba en su cabeza una tonadilla que relacionaba siempre con una mujer hermosa y joven que le acariciaba el rostro y le mecía en sus brazos. Si aquella mujer fue su madre, jamás lo supo. Sólo recordaba haber