El beso del Highlander

Karen Marie Moning

Fragmento

Creditos

Título original: The Kiss of the Highlander

Traducción: Albert Solé

1.ª edición: octubre, 2013

© 2013 by Karen Marie Moning

© Ediciones B, S. A., 2013

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito Legal: B. 18.625-2013

ISBN DIGITAL: 978-84-9019-501-7

Maquetación ebook: Caurina.com

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Dedicatoria

 

 

 

 

 

Éste es para ti, mamá.

Cuando me ponía furiosa, tú me escuchabas.

Cuando lloraba, tú me abrazabas.

Cuando me escapaba, tú me traías de vuelta.

Cuando soñaba, tú me creías.

Mujer de gracia y sabiduría inconmensurables,

has sido todo lo que podía ser una madre y más.

Cita

 

 

 

 

 

No puedo creer que Dios juegue a los dados con el cosmos.

ALBERT EINSTEIN

Dios no sólo juega a los dados. A veces lanza los dados allí donde no pueden ser vistos.

STEPHEN HAWKING

Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Cita

 

Prólogo

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Querida lectora

Bibliografía

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Prólogo

Highlands de Escocia

1518

—El MacKeltar es un hombre peligroso, Nevin.

—¿De qué me estás hablando esta vez, madre?

Nevin miró por la ventana y contempló cómo la hierba se mecía lentamente bajo el sol de primera hora de la mañana más allá de su cabaña. Su madre estaba leyendo el futuro, y si él cometía la insensatez de darse la vuelta y mirar a Besseta, ella interpretaría que su hijo la alentaba a seguir hablando, y Nevin se vería arrastrado hacia otra conversación sobre alguna enredada predicción. El entendimiento de su madre, que nunca había sido la hoja más afilada de la armería, iba embotándose un poco más cada día, erosionado por sospechas imaginarias.

—Mis varillas de tejo me han advertido de que el laird representa un grave peligro para ti.

—¿El laird? ¿Te refieres a Drustan MacKeltar? —Muy sorprendido, Nevin volvió la cabeza para mirarla por encima del hombro. Su madre, que hasta aquel momento había permanecido encogida detrás de la mesa junto al hogar, se apresuró a erguirse en el asiento, muy satisfecha al verse objeto de la atención de su hijo. Ahora sí que la había hecho buena, pensó él mientras suspiraba para sus adentros. Había conseguido quedar tan irremisiblemente atrapado en la conversación de su madre como si la larga túnica que llevaba se hubiera enredado en un arbusto espinoso, y ahora iba a necesitar mucha destreza para soltarse sin que la cosa degenerase en una discusión interminable.

Besseta Alexander había perdido tantas cosas en la vida que se aferraba con fiereza a lo que le quedaba: Nevin. Él reprimió un deseo de abrir la puerta y huir a la serenidad de la mañana de las Highlands, sus amadas Tierras Altas, sabedor de que su madre se limitaría a volver a acorralarlo en cuanto se le presentase la primera ocasión.

—Drustan MacKeltar no representa ningún peligro para mí —le dijo con dulzura—. Es un magnífico laird, y me siento muy honrado de que se me haya escogido para servir a su clan como guía espiritual.

Besseta sacudió la cabeza con un temblor en el labio. Un poco de saliva espumeó en la comisura.

—Tú ves las cosas con la estrechez de miras propia de un sacerdote —afirmó la mujer—. No puedes ver lo que yo veo. Esto es realmente grave, Nevin.

Su hijo le dirigió la más tranquilizadora de sus sonrisas, aquella que, a pesar de la juventud de Nevin, ya había aliviado los turbados corazones de incontables pecadores.

—¿Es que nunca dejarás de tratar de adivinar mi porvenir con tus varillas y tus runas? Cada vez que se me asigna una nueva posición, tú te apresuras a coger tus ensalmos.

—¿Qué clase de madre sería yo si no me preocupara por tu futuro? —exclamó ella.

Apartándose de la cara un mechón de rubios cabellos, Nevin atravesó la habitación, besó la mejilla arrugada de Besseta y pasó la mano por encima de las varillas de tejo, alterando su misteriosa disposición.

—Soy un hombre de Dios que ha tomado las órdenes, y sin embargo hete aquí sentada leyendo el futuro. —Le cogió la mano y se la acarició tranquilizadoramente—. Tienes que renunciar a las viejas costumbres. ¿Cómo voy a tener éxito con los aldeanos, si mi propia y querida madre se aferra a los rituales paganos? —bromeó.

Besseta apartó la mano de la de su hijo y recogió sus varillas con recelo.

—Son mucho más que unas simples varillas de tejo —dijo—. Te ruego que les guardes el debido respeto. Hay que detener a ese hombre.

—¿Qué es eso tan terrible que te dicen tus varillas que hará el laird? —La curiosidad pudo más que la determinación de Nevin de poner fin cuanto antes a aquella conversación. No podía poner coto a las oscuras elucubraciones de su madre si no sabía cuáles eran.

—El MacKeltar pronto tomará una dama, y esa dama te hará mucho daño. Me parece que ella te matará.

La boca de Nevin se abrió y se cerró como la de una trucha varada en la orilla de un río. Aunque sabía que no había verdad alguna en la ominosa predicción de su madre, el hecho de que ella albergara unos pensamientos tan perversos confirmaba sus temores de que Besseta estaba a punto de perder su ya muy tenue contacto con la realidad.

—¿Por qué iba a matarme nadie? Soy un sacerdote, por el amor del cielo.

—No puedo ver el porqué. Su nueva dama tal vez se prendará de ti, y de ello saldrán muchos males.

—Ahora sí que estás viendo visiones. ¿Prendarse ella de mí, dices, prefiriéndome a Drustan MacKeltar?

Besseta lo miró y luego se apresuró a apartar la vista.

—Eres un mozo muy guapo, Nevin —mintió con aplomo maternal.

Nevin rió. De los cinco hijos que había llegado a tener Besseta, él era el único que nació dotado de una constitución esbelta, huesos delicados y un temperamento callado y tranquilo que servía muy bien a Dios, pero de un modo bastante pobre al rey y la patria. Él sabía muy bien cuál era su aspecto. No había sido hecho —como sí lo había sido Drustan MacKeltar— para guerrear, conquistar y seducir mujeres, y ya hacía mucho tiempo que había aceptado sus imperfecciones físicas. Dios tenía un propósito para él, y si bien ese propósito podía parecerles insignificante a otros, era más que suficiente para Nevin Alexander.

—Guarda esas varillas, madre, y no quiero volver a oír hablar de tonterías. No necesitas preocuparte por mí. Dios vela por... —Se interrumpió a mitad de la frase. Lo que había estado a punto de decir hubiera dado inicio a una nueva, y al mismo tiempo muy vieja y muy larga, discusión.

Besseta entornó los ojos.

—Ah, sí. Tu Dios ciertamente veló por todos mis hijos, ¿verdad?

Su amargura era palpable y llenó de pena el corazón de Nevin. De todos los feligreses de su rebaño, no había nadie con quien su fracaso hubiera sido más completo que con su propia madre.

—Podría recordarte que hace muy poco Él también era tu Dios, cuando se me concedió este puesto y te sentiste muy complacida con mi ascenso —repuso Nevin jovialmente—. Y no le harás ningún daño a MacKeltar, madre.

Besseta se alisó los ásperos cabellos grises y dirigió la nariz hacia la techumbre.

—¿No tienes ninguna confesión que escuchar, Nevin?

—No debes poner en peligro la posición que ocupamos aquí, madre —le dijo él con dulzura—. Tenemos un hogar sólido entre buena gente, y espero que sea duradero. Dame tu palabra.

Besseta mantuvo los ojos clavados en el techo en un terco silencio.

—Mírame, madre. Tienes que prometerlo. —Como él permanecía firme en su exigencia y sin desviar la mirada, ella finalmente se encogió de hombros y asintió.

—No le haré ningún daño a MacKeltar, Nevin. Y ahora, vete de aquí —dijo bruscamente—. Esta anciana tiene cosas que hacer.

Una vez convencido de que su madre no molestaría al laird con sus insensateces paganas, Nevin partió hacia el castillo. Dios mediante, a la hora de cenar su madre ya habría olvidado el último de sus delirios. Dios mediante.

Durante los días siguientes, Besseta trató de hacer entender a Nevin el peligro en el que se encontraba, sin ningún resultado. Él la reñía dulcemente y rebatía sus palabras con un poco menos de dulzura, y le aparecieron alrededor de la boca esas líneas de tristeza que ella tanto detestaba ver.

Líneas que declaraban a voces: «Mi madre está enloqueciendo.»

La desesperación se infiltró en los cansados huesos de Besseta, y supo que debía hacer algo. No perdería al único hijo que le quedaba. No era justo que una madre sobreviviese a todos sus hijos, y confiar en Dios para que los protegiese era lo que la había metido en aquel aprieto. Besseta se negaba a creer que se le hubiera otorgado la capacidad de prever los acontecimientos sólo para luego tener que quedarse cruzada de brazos.

Cuando una banda de gitanos errantes llegó a la aldea de Balanoch poco después de su alarmante visión, Besseta dio con una solución.

Le tomó su tiempo regatear con las personas apropiadas, aunque «apropiada» difícilmente era la palabra que habría utilizado Besseta para describir a las personas con las que se vio obligada a tratar. Ella podía leer las varillas de tejo, pero aquel mero entrever el futuro palidecía en comparación con las prácticas de los gitanos que recorrían las Highlands, vendiendo amuletos y encantamientos junto con sus mercancías más corrientes. Peor aún, tuvo que robarle a Nevin su preciada Biblia adornada con pan de oro, que su hijo sólo utilizaba en los días más santos, para entregarla a cambio de los servicios que adquirió, y cuando Nevin descubriera la pérdida en cuanto llegara la Navidad se pondría muy triste.

¡Pero por el tejo que estaría vivo!

Aunque padeció muchas noches sin dormir mientras le daba vueltas a su decisión, Besseta sabía que sus varillas nunca le habían fallado. Si ella no hacía algo para evitarlo, Drustan MacKeltar tomaría una esposa y esa mujer mataría a su hijo. Eso sus varillas se lo habían dejado muy claro. Si le hubieran dicho más —tal vez el cómo haría eso la mujer, o por qué—, Besseta quizá no habría llegado a sentirse tan desesperada. ¿Cómo sobreviviría ella si Nevin se iba de este mundo? ¿Quién socorrería a una anciana que ya no servía para nada? En cuanto Besseta se hubiera quedado sola, la gran oscuridad se la tragaría entera con sus enormes y ávidas fauces. No tenía otra elección que librarse de Drustan MacKeltar.

Una semana después, Besseta estaba con los gitanos y su líder —un hombre de pelo plateado llamado Rushka— en el claro cerca del pequeño lago a no mucha distancia al oeste del castillo Keltar.

Drustan MacKeltar yacía inconsciente a sus pies.

Besseta lo contempló con recelo. MacKeltar era un hombre imponente y oscuro, una auténtica montaña de músculos y tendones bronceados incluso ahora que yacía sobre su espalda. Cuando Besseta se estremeció y lo empujó cautelosamente con la punta del pie, los gitanos rieron.

—La luna podría caérsele encima y no despertaría —le informó Rushka, su oscura mirada llena de regocijo.

—¿Estás seguro? —insistió Besseta.

—Este sueño no tiene nada de natural.

—No lo habréis matado, ¿verdad? —se preocupó ella—. Prometí a Nevin que no le haría ningún daño.

Rushka arqueó una ceja.

—Tienes un código de conducta muy curioso, anciana —se burló—. No, no lo hemos matado, pero duerme, y dormirá eternamente. Es un hechizo muy antiguo que ha sido urdido con el mayor de los cuidados.

Cuando Rushka se dio la vuelta y ordenó a sus hombres que metieran al laird encantado dentro del carro, Besseta dejó escapar un suspiro de alivio. Había sido arriesgado —entrar en el castillo sin que la vieran, drogar el vino del laird y atraerlo hasta el claro cercano al lago—, pero todo había ido según el plan. Drustan MacKeltar se desplomó sobre la orilla del lago de aguas cristalinas y los gitanos dieron inicio a su ritual. Pintaron extraños símbolos sobre el pecho del laird, lo rociaron con el jugo de ciertas hierbas y cantaron.

Aunque los gitanos la ponían nerviosa y anhelaba volver a la seguridad de su cabaña, Besseta se obligó a mirar, para estar segura de que aquellos taimados nómadas harían honor a su palabra, y para asegurarse de que Nevin por fin estaba a salvo; más allá del alcance de Drustan MacKeltar para siempre. En el momento en que fueron pronunciadas las últimas palabras del hechizo, el aire cambió de pronto en el claro: Besseta había sentido un frío sobrenatural, al tiempo que un súbito y abrumador cansancio la invadía; incluso llegó a ver cómo una extraña luz ultraterrena se esparcía alrededor del cuerpo del laird. Los gitanos ciertamente poseían una magia muy poderosa.

—¿Su sueño realmente será eterno? —quiso asegurarse Besseta—. ¿Nunca despertará?

—Ya te he dicho, anciana —replicó Rushka, impaciente—, que este hombre dormirá, paralizado y sin ser tocado por el tiempo, para no despertar nunca, a menos que la sangre humana y la luz del sol se mezclen sobre el hechizo grabado en su pecho.

—¿La sangre y la luz del sol lo despertarían? ¡Eso nunca debe ocurrir! —exclamó Besseta, volviendo a sentirse dominada por el pánico.

—No ocurrirá. Tienes mi palabra. No allí donde planeamos esconder su cuerpo, porque la luz del sol nunca podrá llegar hasta él en las cavernas subterráneas que hay cerca del lago Ness. Nadie lo encontrará jamás. Nosotros somos los únicos que sabemos de la existencia de ese lugar.

—Tenéis que esconderlo a una gran profundidad —insistió Besseta—. Sellad la caverna. ¡El laird nunca debe ser encontrado!

—Ya te he dicho que tienes mi palabra —dijo Rushka secamente.

Cuando los gitanos, seguidos por el carro, desaparecieron dentro del bosque, Besseta se arrodilló en el claro y murmuró una plegaria de agradecimiento a cualquier deidad que pudiera estar escuchándola.

Todo sentimiento de culpabilidad que pudiera haber experimentado quedó empequeñecido por el alivio, y Besseta se consoló con el pensamiento de que en realidad no le había hecho ningún daño al laird.

Quien, tal como ella le prometió a Nevin, no había sufrido mal alguno.

En lo esencial.

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Highlands de Escocia

19 de septiembre, época actual

Gwen Cassidy necesitaba un hombre.

Desesperadamente.

A falta de eso, se conformaría con un cigarrillo. «Dios, cómo detesto mi vida —pensó—. Ya ni siquiera sé quién soy.»

Gwen paseó la mirada por el concurrido interior del autocar del viaje organizado, inspiró profundamente y se frotó el parche de nicotina que llevaba puesto debajo del brazo. Después de aquel fiasco, se tenía bien merecido un cigarrillo, ¿verdad? Salvo que, incluso aunque consiguiera escapar del horrendo autobús y hacerse con un paquete, temía expirar a causa de una sobredosis de nicotina si se fumaba un cigarrillo. El parche hacía que se sintiera temblorosa y un poco enferma.

Se dijo que quizás hubiese debido esperar hasta haber encontrado al hombre que se encargaría de recoger su flor antes de decidir que iba a dejar de fumar. Claro que dado su estado de ánimo actual, tampoco se podía decir que Gwen estuviese atrayendo a los hombres como un panal de miel a las moscas. El que su reacción habitual ante cualquier representante del sexo opuesto al que conocía consistiera en soltar gruñidos y poner malas caras tampoco contribuía en nada a hacer interesante su virginidad.

Gwen se recostó en el asiento agrietado, y torció el gesto cuando el autocar pasó sobre un bache que hizo que los muelles del respaldo se le clavaran en el omóplato. Ni siquiera despertaba su interés la misteriosa superficie de un gris pizarra de las aguas del lago Ness que se divisaba más allá de la ventanilla de su asiento, ventanilla que no cesaba de tintinear y se negaba a permanecer cerrada cuando llovía, y que de otro modo era incapaz de mantenerse abierta.

—Gwen, ¿te encuentras bien? —le preguntó cariñosamente Bert Hardy desde el otro lado del pasillo.

Gwen miró a Bert a través de las guedejas al estilo Jennifer Aniston que lucía, cuidadosamente moldeadas por una suma bastante elevada con el objetivo de atraer a su propio Brad Pitt. Hasta aquel momento, las guedejas sólo habían servido para hacerle cosquillas en la nariz y ponerla de muy mal humor. Cuando dieron inicio al viaje organizado, hacía una semana, Bert había informado orgullosamente a Gwen de que tenía setenta y tres años y el sexo nunca había sido mejor (mientras hablaba, le daba palmaditas en la mano a Beatrice, su flamante, regordeta y bastante sonrojada esposa). Gwen había sonreído educadamente y los había felicitado y, después de aquella tenue exhibición de interés, pasó a convertirse en «la chica americana favorita» de la enamorada pareja.

—Estoy perfectamente, Bert —le aseguró, preguntándose de dónde habría sacado Bert aquella camisa de poliéster color limón y esos pantalones de un verde campo de golf que tan mal casaban con sus zapatos de cuero blanco y sus calcetines a cuadros escoceses. El conjunto, visiblemente inspirado en el arco iris, se completaba con un cárdigan de lana roja pulcramente abotonado alrededor de la barriga de Bert.

—Pues la verdad es que no tienes muy buen aspecto, queridita —observó Beatrice con voz preocupada mientras se ajustaba el sombrero de paja de ala ancha que cubría sus suaves rizos de un azul plateado—. Pareces enferma.

—Son todos estos baches, Beatrice.

—Bueno, ya casi hemos llegado al pueblo, y tienes que comer algo con nosotros antes de que vayamos a visitar los lugares de interés —dijo Bert con firmeza—. Podemos ir a ver esa casa, ya sabes, donde vivió el hechicero Aleister Crowley. Dicen que está encantada —le confió con un movimiento de sus frondosas cejas blancas.

Gwen asintió apáticamente. Sabía que protestar no serviría de nada, porque aunque sospechaba que Beatrice podría haberse apiadado de ella, Bert estaba resuelto a asegurar que se divirtiera. A Gwen le había bastado con unos cuantos días para darse cuenta de que nunca hubiera debido embarcarse en tan ridícula empresa.

Pero allá en casa, mientras miraba por la ventana de su cubículo de la Compañía de Seguros de Allstate en Santa Fe, Nuevo México, y discutía con todavía otro asegurado más que había conseguido acumular la asombrosa suma de 9.827 dólares en facturas del quiropráctico debido a las lesiones sufridas en un accidente que había causado daños por valor de sólo 127 dólares a su parachoques trasero, la idea de estar en Escocia —o en cualquier otro sitio, pensándolo bien— había sido irresistible.

Así que había permitido que un agente de viajes la convenciera de que un recorrido de catorce días a través de los románticos parajes de las Highlands y las Lowlands de Escocia, todo ello al módico precio de 999 dólares, era justo lo que necesitaba en aquellos momentos. Por una parte, el precio era aceptable. Además, el mero hecho de pensar en llegar a hacer algo tan impulsivo ya resultaba excitante, y eso era precisamente lo que necesitaba Gwen para reorganizar su vida.

Hubiese debido saber que una estancia de catorce días en Escocia por un millar de dólares tenía que consistir en un circuito para ciudadanos de la tercera edad a bordo de un autocar. Pero Gwen estaba tan desesperada por escapar al agobio y el vacío de su vida que se había limitado a echar un rápido vistazo al itinerario del folleto, y no se le ocurrió pensar ni por un solo instante en sus posibles compañeros de viaje.

Treinta y ocho ciudadanos mayores, cuyas edades oscilaban entre los setenta y dos y los ochenta y nueve años, charlaban, reían y abrazaban cada nuevo pueblo, pub o parada para ir al baño con un ilimitado entusiasmo; y Gwen sabía que cuando volvieran a casa jugarían a las cartas y obsequiarían con un sinfín de anécdotas a sus ancianas y envidiosas amistades. Se preguntó qué historias contarían acerca de la virgen de veinticinco años de edad que había viajado por Escocia con ellos. ¿Dirían, quizá, que aquella chica tenía más púas que un puercoespín? ¿Que había sido lo bastante idiota como para tratar de dejar de fumar mientras se tomaba las primeras auténticas vacaciones de su vida y, simultáneamente, intentaba librarse de una vez de su virginidad?

Suspiró. En realidad aquellos ancianos eran de lo más dulces, pero lo que andaba buscando ella en aquellos momentos no era precisamente dulzura.

Gwen buscaba la clase de sexo lleno de pasión que hace que tu corazón lata desenfrenadamente.

Quería sexo que fuera prosaico y vulgar, salvaje y sudoroso y abrasador.

Últimamente Gwen había empezado a anhelar algo a lo que ni siquiera era capaz de poner un nombre, algo que la hacía sentirse nerviosa y llena de inquietud cuando veía algún episodio de la serie de televisión 10 th Kingdom o su película favorita de enamorados a los que el destino volvía la espalda, Ladyhawke. Si todavía estuviera viva, su madre, la renombrada investigadora y experta en física teórica Elizabeth Cassidy, le aseguraría que sólo se trataba de un impulso biológico programado en sus genes.

Decidida a seguir los pasos de su madre, Gwen se licenció en física y después estuvo trabajando durante una breve temporada como ayudante de investigación en Triton Corporation mientras completaba su doctorado (antes de que su Gran Rebelión hubiera provocado su aterrizaje en la aseguradora Allstate). A veces, cuando la cabeza le hervía de ecuaciones, Gwen se preguntaba si su madre no estaría en lo cierto después de todo, si cuanto había en la vida no podía llegar a ser explicado mediante la ciencia y la programación genética.

Gwen se metió un chicle en la boca y miró por la ventanilla. Ciertamente no iba a encontrar al recogedor de su flor dentro de aquel autocar. En los pueblos anteriores tampoco había tenido ni pizca de éxito. Tenía que hacer algo y además tenía que hacerlo pronto, porque si no terminaría regresando a casa sin ser distinta de cómo era cuando llegó allí y, francamente, ese pensamiento era bastante más aterrador que la idea de seducir a un hombre al que apenas había llegado a conocer.

El autocar se detuvo con una brusca sacudida que hizo que Gwen saliera disparada hacia delante. Su boca chocó con el marco metálico del asiento que tenía delante. Gwen lanzó una mirada airada al gordo y calvo conductor del autocar y se preguntó cómo era posible que las personas mayores siempre pareciesen ser capaces de prever el momento en que tendría lugar una parada súbita, mientras que ella nunca podía hacerlo. ¿Sería simplemente que las personas mayores eran más cautelosas con sus frágiles huesos? ¿Sabrían sujetarse mejor a sus asientos con los cinturones de seguridad? ¿Estarían conchabadas con el orondo y también anciano conductor? Gwen sacó del bolso su estuche de maquillaje y, como era de esperar, vio que su labio inferior ya había empezado a hincharse.

«Bueno, eso tal vez atraerá a un hombre», pensó mientras hacía que el labio sobresaliera todavía un poquito más antes de seguir obedientemente a Bert y Beatrice fuera del autocar y a la soleada mañana. Labios de chupadora: ¿no era cierto que los hombres tenían fijación por los labios carnosos?

—No puedo, Bert, de verdad —dijo cuando el amable anciano enlazó su brazo con el de ella—. Necesito estar sola durante un rato —añadió a modo de disculpa.

—¿Se te ha vuelto a hinchar el labio, querida? —Bert frunció el ceño—. ¿Qué pasa, es que no te pones el cinturón del asiento? ¿Estás segura de que te encuentras bien?

Gwen hizo como si no hubiera oído las dos primeras preguntas.

—Me encuentro perfectamente. Es sólo que quiero ir a dar un paseo a ver si se me aclaran un poco las ideas —contestó, fingiendo no reparar en que Beatrice la observaba desde debajo de la ancha ala de su sombrero con la inquietante intensidad de una mujer que había sobrevivido a la educación de múltiples hijas.

Como era de esperar, Beatrice empujó a Bert hacia los escalones de la entrada del hostal.

—Ve tú delante, Bertie —le dijo a su nuevo esposo—. Las chicas necesitamos hablar un momento.

Mientras su esposo desaparecía dentro del pintoresco hostal con techumbre de cañizo, Beatrice condujo a Gwen hasta un banco de piedra y la hizo tomar asiento junto a ella.

—Hay un hombre para ti, Gwen Cassidy —aseguró una vez que las dos estuvieron sentadas.

Gwen abrió mucho los ojos.

—¿Cómo sabes que es eso lo que estoy buscando?

Beatrice sonrió y sus ojos azules como la flor del maíz se empequeñecieron en su cara regordeta.

—Tú escucha a Beatrice, queridita mía: no seas tan precavida y arriésgate un poco más. Si yo tuviera tu edad y el aspecto que tú tienes, te aseguro que ahora estaría meneando el pandero allá donde fuese.

—¿Pandero? —Las cejas de Gwen se elevaron.

—La popa, querida. El trasero, lo que sobresale por detrás de una —dijo Beatrice con un guiño—. Sal ahí fuera y encuentra a tu propio hombre. No permitas que Bert y yo te echemos a perder el viaje llevándote a remolque de un lado a otro. Tú no tienes ninguna necesidad de andar pegada todo el rato a un par de viejos como nosotros. Lo que necesitas es conocer a un joven bien guapo que te haga perder la cabeza. Y después de que lo hayas conocido, asegúrate de que tu cabeza siga perdida durante mucho tiempo —concluyó significativamente.

—Pero es que no consigo encontrar un hombre, Beatrice. —Gwen dejó escapar un resoplido lleno de frustración—. Ya llevo meses buscando al recogedor de mi flor y...

—De tu flor... ¡Oh! —Los redondos hombros de Beatrice, envueltos en perlas y lana rosada, temblaron de risa.

Gwen torció el gesto.

—¡Oh, Dios, qué vergüenza! No me puedo creer que acabe de decir eso. Verás, lo que pasa es que he empezado a llamarlo así en mis pensamientos porque soy la más vieja de todas las... ejem... de todas las...

—Vírgenes —contribuyó Beatrice servicialmente, con otra carcajada.

—Ajá.

—¿Y una joven tan guapa como tú no tiene ningún hombre en casa?

Gwen suspiró.

—Durante los últimos seis meses he estado saliendo con carretadas de hombres... —Se interrumpió. Después de que sus prominentes progenitores hubieran muerto el mes de marzo anterior en un accidente de avión cuando regresaban de un congreso en Hong Kong, Gwen se había convertido en una auténtica máquina de citas. El único pariente que le quedaba, una abuela por parte de padre, tenía Alzheimer y hacía una eternidad que no la reconocía. Gwen había empezado a sentirse como el último mohicano, alguien que vagaba desesperadamente de un lado a otro en busca de algún sitio al que pudiese llamar hogar.

—¿Y? —la animó a seguir Beatrice.

—Y no soy virgen a propósito —dijo Gwen con voz malhumorada—. Lo que pasa es que no consigo encontrar un hombre al que pueda querer, y estoy empezando a pensar que el problema estriba en mí. Quizás espero demasiado. Quizás estoy reservándome para algo que ni siquiera existe. —Gwen acababa de expresar en voz alta su gran temor secreto. Tal vez la pasión con mayúsculas sólo era un sueño. Con toda la práctica en el besar que había llegado a adquirir durante los últimos meses, no había habido ni una sola vez en que se sintiera dominada por el deseo. Ciertamente entre sus padres no había existido ninguna gran pasión. Ahora que pensaba en ello, Gwen se dijo que ni siquiera estaba segura de que hubiera llegado a ver esa clase de pasión fuera de un cine o un libro.

—¡Oh, queridita mía, no pienses eso! —exclamó Beatrice—. Eres demasiado joven y hermosa para renunciar a la esperanza. Nunca se sabe cuándo puede aparecer el hombre ideal. Mírame a mí, por ejemplo —dijo con una risita que se burlaba de sí misma—. Con unos cuantos kilos de más, demasiados años a cuestas y cada vez menos hombres disponibles en el mercado, ya me había resignado a ser una viuda. Llevaba años sola, y entonces una soleada mañana mi Bertie entró como si tal cosa en el pequeño café de Elm Street donde las chicas y yo vamos a desayunar cada jueves; y me enamoré de él en menos que canta un gallo. De pronto volví a soñar despierta como si fuera una muchacha, empecé a pensar en arreglarme el pelo y... —Se sonrojó—. Bueno, hasta me compré unas cuantas piezas de lencería selecta en Victoria’s Secret. —Bajó la voz y le guiñó un ojo a Gwen—. Cuando de pronto descubres que ya no te basta con unos sostenes y unas bragas blancas perfectamente respetables, y empiezas a comprarte cositas de color rosa, violeta, verde lima y demás, eso quiere decir que estás pensando en hacer travesuras.

Gwen carraspeó, se removió nerviosamente encima del banco y se preguntó si se le transparentaría mucho el sostén de color lila a través del top blanco que llevaba. Pero Beatrice, que seguía hablando, ni se dio cuenta de su repentina agitación.

—Y Bertie ciertamente no era lo que yo pensaba que quería en un hombre, eso sí que te lo puedo asegurar. Yo siempre había creído que me gustaban los hombres sencillos, honestos y trabajadores. Nunca pensé que llegaría a liarme con un hombre peligroso como mi Bertie —confesó. Su sonrisa se volvió soñadora y llena de ternura—. Estuvo treinta años con la CIA antes de retirarse. Deberías oír algunas de sus historias. Apasionantes, decididamente apasionantes.

Gwen se quedó boquiabierta.

—¿Bertie era de la CIA? —«¿Quién, Arco Iris Bertie?»

—Nunca juzgues el contenido de un paquete por su envoltorio, queridita mía —dijo Beatrice, tocándole la mejilla—. Y un consejo más: no tengas demasiada prisa por entregar tu virginidad, Gwen. Encuentra a un hombre que valga la pena. Encuentra a un hombre con el que tengas ganas de hablar a altas horas de la madrugada, un hombre con el que puedas discutir cuando sea necesario hacerlo y que te haga chisporrotear cuando te toque.

—¿Chisporrotear? —repitió Gwen dubitativamente.

—Confía en mí. Cuando encuentres el hombre apropiado, enseguida lo sabrás —dijo Beatrice, sonriendo de oreja a oreja—. Lo sentirás. No serás capaz de alejarte de él. —Satisfecha tras soltar su discurso, Beatrice plantó en la mejilla de Gwen un beso embadurnado de carmín rosado y después se levantó, se alisó el suéter por encima de las caderas y desapareció en el interior del hostal pintado de vivos colores. Gwen contempló su retirada sumida en un pensativo silencio.

Beatrice Hardy, de sesenta y nueve años de edad y con sus buenos veinte kilos de más, caminaba con andares firmes y llenos de confianza en sí misma. Se deslizaba con la gracia de una mujer que tuviera la mitad de sus dimensiones, contoneaba su amplio trasero y mostraba serenamente la línea entre sus senos.

De hecho, caminaba como si fuese hermosa.

«Un hombre que valga la pena. ¡Buf!»

Tal como estaban las cosas, Gwen Cassidy se habría conformado con un hombre que no requiriese una buena dosis de Viagra.

Gwen se detuvo a descansar un rato en lo alto de la pequeña montaña de rocas a la que acababa de subir. Después de haber descubierto que no podía entrar en su habitación del hostal hasta pasadas las cuatro, y decidida a mantenerse firme en su resolución inicial de no poner rumbo hacia la tienda más próxima y comprar en ella un paquete de esa palabra que ella ya no decía, cogió su mochila y una manzana y partió hacia las colinas para una excursión introspectiva. Las colinas que se elevaban sobre el lago Ness se hallaban puntuadas por pequeños promontorios rocosos, y el grupo de rocas sobre el que se encontraba ahora Gwen se extendía durante casi un kilómetro, elevándose en escarpadas colinas y descendiendo en abruptos barrancos. La subida había sido bastante dura, pero Gwen disfrutó con todo aquel ejercicio después de haber pasado tanto tiempo atrapada en la atmósfera cargada del autocar.

No se podía negar que Escocia era hermosa. Gwen había atravesado cautelosamente lugares cubiertos de marzoleto, contorneado matorrales espinosos, admirado las bayas de un intenso color rojo de un serbal, y dado patadas a unas cuantas castañas verdes erizadas de pinchos cuya caída anunciaba la proximidad del otoño. Había pasado largos momentos admirando las hojas en forma de cruz de los brezales que ascendían y se fusionaban con el púrpura rosado de una ladera cubierta de brecina. Ella y un elegante gamo rojo se habían dado un buen susto el uno al otro cuando Gwen pasó por el claro del bosque en el que estaba pastando el animal.

Cuanto más subía Gwen por los verdes prados y las colinas rocosas, más llena de paz se sentía. Muy por debajo de ella, el lago Ness se extendía a lo largo de casi cuarenta kilómetros, con más de un kilómetro de anchura y trescientos metros de profundidad en algunos lugares, o eso decía el folleto que Gwen había leído en el autocar y que hacía hincapié en el hecho de que debido a la turba ligeramente ácida que contenía, sus aguas nunca llegaban a helarse durante el invierno. El lago era un inmenso espejo plateado que rielaba bajo el cielo sin nubes. El sol, ya casi en su cenit, acariciaba su piel. Durante los últimos días el tiempo había sido desusadamente caluroso, y Gwen planeaba sacar provecho de ello.

Se sentó en una roca plana, estiró las piernas y se dedicó a empaparse de sol. Su grupo iba a permanecer en el pueblo hasta las siete y media de la mañana siguiente, por lo que tenía tiempo de sobra para relajarse y disfrutar de la naturaleza antes de volver a subir al autocar turístico del infierno. Aunque nunca encontraría a un candidato apropiado en lo alto de las colinas, al menos allí no había teléfonos que no paraban de sonar, con asegurados furiosos al otro extremo de la línea, ni representantes de la tercera edad fisgoneando.

Gwen sabía que sus compañeros de viaje hablaban de ella, porque los viejos siempre hablaban acerca de todo. Sospechaba que con ello trataban de compensar todas las veces en que habían tenido que callarse cuando eran jóvenes, para lo que invocaban la impunidad de la edad avanzada. De pronto se encontró deseando que llegara el momento de disfrutar de esa impunidad. Qué gran alivio sería decir exactamente lo que pensaba, para variar.

«¿Y qué dirías, Gwen?»

—Estoy sola —murmuró suavemente—. Diría que estoy sola y que estoy muy harta de fingir que todo va bien.

¡Cómo deseaba que ocurriera algo emocionante!

Y, naturalmente, la única vez que intentaba hacer que ocurriera algo, había terminado en un circuito turístico para la tercera edad. Tendría que ir haciéndose a la idea de que estaba condenada a vivir una vida árida, solitaria y falta de acontecimientos.

Cerrando los ojos contra la intensa claridad solar, Gwen buscó a tientas su mochila para coger sus gafas de sol, pero calculó mal la distancia e hizo que cayera de la roca. La oyó rebotar durante unos momentos entre el estrépito de piedras sueltas, y luego hubo un prolongado silencio al que siguió un golpe sordo. Gwen se sujetó las guedejas detrás de una oreja y se incorporó para ver dónde había caído la mochila. Quedó consternada al descubrir que se había precipitado desde lo alto de la roca para caer por la ladera y terminar en el fondo de un estrecho precipicio, de aspecto bastante imponente.

Fue hasta el borde de la abertura y la contempló con mirada recelosa. Sus parches de nicotina estaban dentro de la mochila, y ciertamente no se podía esperar de ella que siguiera abteniéndose de esa palabra en la que no pensaba sin tener a mano algo para mitigar los peores efectos de la experiencia. Después de haber determinado que la profundidad de la hendidura rocosa no superaría los ocho o nueve metros, Gwen decidió que sería capaz de recuperar la mochila.

No tenía alternativa; tendría que bajar a por ella.

Se sentó en el borde y tanteó el vacío con los pies en busca de algún punto de apoyo. Las botas de montañismo que se había calzado aquella mañana tenían unas gruesas suelas con surcos que le facilitaron un poco el descenso; no obstante, y a medida que la áspera piedra le arañaba las piernas desnudas, Gwen se encontró deseando que se le hubiera ocurrido ponerse unos tejanos en vez de los pantalones cortos color caqui de Abercrombie & Fitch, que tanto furor estaban haciendo últimamente. Su top blanco con encajes resultaba muy cómodo para ir de excursión, pero la chaqueta de dril que se había atado alrededor de la cintura no paraba de enredársele entre las piernas, así que se detuvo un momento para desatársela y la dejó caer sobre su mochila. Una vez que hubiera llegado al fondo, la metería dentro antes de iniciar el ascenso.

La bajada fue lenta y penosa, pero la mitad de la vida de Gwen estaba dentro de aquella mochila; y se habría podido argumentar que era su mejor mitad. Allí había cosméticos, un cepillo para el pelo, pasta dentífrica, hilo dental, bragas, y muchos otros artículos que quería tener a mano en el caso de que su equipaje llegara a extraviarse. «Oh, admítelo, Gwen —pensó—, podrías vivir durante semanas de esa mochila.»

El sol caía sobre sus hombros mientras descendía, y enseguida empezó a sudar. Era de esperar que el sol tuviera que brillar directamente dentro de esa grieta en ese momento, pensó con irritación. Media hora antes o después, y sus rayos no habrían penetrado allí.

Cuando ya se encontraba muy cerca del fondo, Gwen resbaló y sin darse cuenta le dio a su mochila una patada que la dejó firmemente incrustada en el fondo del estrecho barranco. Gwen miró el sol con lo ojos entornados y musitó:

—Oh, vamos. Estoy tratando de dejar de fumar en este rincón perdido del mundo, así que cuando te venga bien podrías ayudarme un poco.

Descendió cautelosamente el último metro y puso un pie en el suelo. Bueno, ya estaba. Lo había conseguido. En aquel espacio tan reducido apenas quedaba lugar suficiente para darse la vuelta, pero había conseguido llegar hasta allí.

Gwen bajó el otro pie, recogió su chaqueta y extendió los dedos hacia la tira de la mochila.

Cuando el suelo cedió bajo sus pies, lo hizo de una manera tan súbita e inesperada que Gwen apenas tuvo tiempo de soltar una exclamación ahogada antes de precipitarse a través del fondo rocoso del barranco. Durante unos segundos aterradores cayó en el vacío, y luego tomó tierra con tal violencia que el impacto la dejó sin respiración.

Fragmentos de rocas trituradas y un poco de tierra llovieron sobre Gwen mientras yacía en el suelo y trataba de volver a llenarse los pulmones. Como si no hubiera suficiente con eso, la mochila cayó por el agujero tras ella y la golpeó en el hombro antes de alejarse rodando hacia la oscuridad. Gwen finalmente consiguió hacer una temblorosa inspiración, escupió pelos mezclados con tierra, y evaluó mentalmente su estado antes de tratar de moverse.

La caída había sido bastante violenta y Gwen sentía el cuerpo lleno de magulladuras. Le sangraban las manos debido a sus frenéticos intentos de encontrar algún asidero mientras se precipitaba a través de aquella abertura de contornos irregulares, pero por suerte no parecía tener ningún hueso roto.

Cautelosamente, Gwen giró la cabeza y alzó la mirada hacia el agujero a través del que había caído. Un terco rayo de sol se filtraba hacia ella.

«No me dejaré dominar por el pánico.» Pero el agujero quedaba a una distancia inaccesible por encima de su cabeza. Y lo que era todavía peor, Gwen no se había encontrado con ningún otro excursionista durante la subida hasta aquel lugar. Podía gritar hasta quedarse afónica, y aun así no ser encontrada jamás. Reprimiendo un estremecimiento de puros nervios, Gwen trató de ver algo entre la penumbra. La negrura llena de sombras de una pared se alzaba a unos cuantos metros de allí, y pudo oír el tenue gorgoteo del agua fluyendo en la lejanía. Obviamente, había caído dentro de alguna clase de caverna subterránea.

«Pero el folleto no decía que hubiera ninguna caverna cerca del lago Ness.»

Todo pensamiento cesó abruptamente cuando Gwen se dio cuenta de que lo que fuera sobre lo que estaba tendida no era roca o tierra. Aturdi-da por la súbita caída, dio por sentado que había aterrizado sobre el duro suelo de una caverna. Pero si bien aquello era duro, ciertamente no estaba nada frío. De hecho, estaba más bien caliente. Y dado que ningún rayo de sol había entrado en aquel lugar hasta hacía unos instantes, ¿cuáles eran las probabilidades de que algo pudiera estar caliente dentro de aquella fría y húmeda cueva?

Gwen tragó saliva y se quedó completamente inmóvil mientras intentaba adivinar sobre qué estaba yaciendo sin que para ello tuviera que llegar a mirarlo.

Lo empujó con un movimiento de la cadera. Lo que quiera que fuese aquello cedió ligeramente, y al tacto no parecía tierra. «Voy a vomitar —pensó Gwen—. Parece una persona.»

¿Había caído dentro de una antigua cámara funeraria? Pero, en tal caso, allí no tendría que haber nada aparte de unos cuantos huesos. Mientras Gwen debatía consigo misma si debía hacer algún otro movimiento, el sol llegó a su cenit, y un haz de intensa claridad bañó el punto en el que había caído.

Recurriendo a todas sus reservas de valor, Gwen se obligó a mirar hacia abajo.

Y gritó.

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2

Acababa de caer encima de un cuerpo. De un cuerpo que, puesto que no había reaccionado en absoluto al golpe, tenía que estar muerto. O, se preocupó Gwen, quizás ella lo había matado al caer sobre él. Cuando consiguió dejar de gritar, Gwen descubrió que se había incorporado y ahora estaba sentada a horcajadas encima del cuerpo, con las palmas apoyadas en el pecho de aquello. No el pecho de aquello, comprendió, sino el pecho de aquel hombre. La figura inmóvil debajo de ella era innegablemente masculina.

Pecaminosamente masculina.

Dejando aparte la cuestión de cómo había ido a parar allí, si el hombre estaba muerto su fallecimiento tenía que haber sido muy reciente. El estado de conservación del cuerpo era perfecto, y —las manos de Gwen volvieron a su pecho— estaba caliente. Tenía el físico esculpido de un jugador de fútbol profesional, con hombros muy anchos, bíceps y pectorales que parecían haber sido hinchados mediante una bomba de aire, y abdominales tan lisos como una tabla de planchar. Las caderas que Gwen sentía debajo de ella eran esbeltas y poderosas. Había unos símbolos muy extraños tatuados en su pecho desnudo.

Gwen empezó a respirar con inspiraciones muy lentas y profundas en un intento de aliviar la súbita opresión que sentía en el pecho. Después se inclinó cautelosamente hacia delante y escrutó un rostro que era salvajemente hermoso. La suya era el tipo de dominante virilidad masculina con la que soñaban las mujeres en oscuras fantasías eróticas, aunque sabían que no existía en realidad. Negras pestañas brotaban de su piel dorada, bajo cejas arqueadas y una sedosa cascada de largos cabellos negros. La sombra de una barba de un negro azulado cubría su mandíbula; sus labios eran rosados, firmes y sensualmente carnosos. Gwen los rozó con un dedo y se sintió ligeramente perversa, así que fingió que sólo llevaba a cabo una rápida comprobación para ver si aquel hombre estaba vivo y lo sacudió, pero él no mostró ninguna reacción. Le puso la mano alrededor de la nariz, y se sintió muy aliviada al notar una suave vaharada de aliento. «No está muerto, gracias a Dios.» Eso hizo que el encontrarlo tan atractivo le pareciese un poco menos reprobable que antes. Le puso la palma encima del pecho y se sintió todavía más tranquilizada por el firme latido de su corazón. Aunque no muy deprisa, por lo menos latía. Gwen decidió que aquel hombre tenía que estar profundamente inconsciente, tal vez en coma. Fuera lo que fuera, no podía serle de ninguna ayuda.

Gwen elevó la mirada hacia el agujero. Incluso si conseguía despertar a aquel hombre y luego se subía a sus hombros, seguiría lejos del borde. El sol caía a raudales sobre su rostro, burlándose de ella con una libertad que se encontraba tan cerca, y aun así era inalcanzable, y Gwen volvió a estremecerse.

—¿Y ahora qué es lo que se supone que tengo que hacer? —murmuró.

Pese al hecho de que él estaba inconsciente y no podía serle de ninguna utilidad, la mirada de Gwen volvió a sentirse atraída hacia abajo. Aquel hombre exudaba una vitalidad tal que su estado la tenía perpleja. No podía decidir si el que se hallara inconsciente la preocupaba, o si se sentía aliviada por ello. Con esa apariencia seguramente tenía que ser todo un mujeriego, la clase de hombre del que ella se mantenía alejada por puro instinto. Al haber crecido rodeada de científicos, Gwen no tenía ninguna experiencia en el trato con aquella clase de hombres. En las raras ocasiones en que divisaba a uno como él saliendo con paso rápido y decidido del gimnasio Gold, Gwen se quedaba mirándolo subrepticiamente mientras daba gracias por estar a salvo dentro de su coche. Tanta testosterona la ponía nerviosa. Aquello no podía ser sano.

«Tiene que ser un recogedor de la flor de lo más extraordinario.» El pensamiento llegó de pronto y la pilló con la guardia baja. Mortificada, Gwen se riñó a sí misma, porque aquel hombre estaba herido y allí estaba ella, sentada encima de él con la mente llena de pensamientos lascivos. Consideró la posibilidad de que hubiera llegado a desarrollar alguna clase de desequilibrio hormonal, tal vez un exceso de pequeños óvulos que ardían en deseos de ponerse a trabajar.

Observó con más atención los dibujos que había en el pecho del hombre y se preguntó si alguno de ellos disimularía una herida. Los extraños símbolos, distintos a cualquier tatuaje que Gwen hubiera visto jamás, se habían manchado con sangre de las rozaduras de las palmas de Gwen.

Gwen retrocedió unos centímetros y un rayo de sol cayó sobre el pecho del hombre. Mientras lo estudiaba, sucedió una cosa muy curiosa: aquellos dibujos de tan intenso colorido se volvieron borrosos ante sus ojos y se hicieron cada vez más tenues hasta desaparecer; sólo quedaron las rayas de su sangre manchando los musculosos pectorales. Pero aquello no era posible...

Gwen parpadeó mientras, sin lugar a dudas, varios símbolos desaparecían por completo. En cuestión de segundos todos ellos se habían ido, esfumándose como si nunca hubiesen existido.

Perpleja, Gwen alzó la vista hacia el rostro del hombre y tragó aire con un jadeo asombrado.

Tenía los ojos abiertos y la estaba mirando. Unos ojos memorables que relucían como astillas de plata y hielo, ojos soñolientos en los que enseguida prendió una chispa de diversión e inconfundible interés masculino. El hombre estiró su cuerpo debajo de ella con la gracia inconsciente de un gato que prolonga el placer del despertar, y Gwen sospechó que si bien se estaba despertando físicamente, su agudeza mental todavía no había entrado del todo en acción. Sus pupilas eran oscuras y muy grandes, como si se las hubiesen dilatado para examinarle los ojos o hubiera tomado alguna clase de droga.

«¡Oh, Dios, está consciente y yo estoy sentada a horcajadas encima de él!» Gwen pudo imaginar lo que estaría pensando aquel hombre, y difícilmente podía culparlo por ello. Se hallaba colocada de manera tan íntima como una mujer sentada encima de su amante, con las rodillas a los lados de las caderas de él y las palmas planas encima de aquel estómago duro como una roca.

Gwen se puso tensa y trató de apartarse de él, pero las manos del hombre se cerraron sobre sus muslos y la mantuvieron clavada allí. El hombre no habló, limitándose a inmovilizarla mientras la contemplaba, y sus ojos descendieron apreciativamente hacia los pechos de Gwen. Cuando subió las manos por sus muslos desnudos, ella lamentó seriamente haberse puesto sus pantalones super cortos aquella mañana. Todo lo que había entre ellos dos era una tira de tela color lila, y los dedos del hombre habían empezado a juguetear con el doblad

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