La dama del castillo

Iny Lorentz

Fragmento

 

Título original: Die Kastellanin

Traducción: Alejandra Obermeier

1.ª edición: septiembre 2012

 

© Iny Lorentz, 2005

www.iny-lorentz.de

 

© Droemersche Verlagsanstalt Th. Knaur Nachf. GmbH & Co.KG, Múnich, 2005

www.droemer-knaur.de

 

Este libro ha sido negociado a través de Ute Körner Literary Agent, S. L., Barcelona

www.uklitag.com

 

© Ediciones B, S. A., 2012 para el sello B de Bolsillo

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito Legal:  B.22782-2012

ISBN DIGITAL:  978-84-9019-224-5

 

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

 

Contenido

Portadilla

Créditos

 

Primera parte. La traición

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Segunda parte. La viuda

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Tercera parte. Rumbo a lo desconocido

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Cuarta parte. Rumbo a Bohemia

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Quinta parte. Prisionera

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Sexta parte. La batalla por Falkenhain

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Nota histórica

Sobre el autor

 

PRIMERA PARTE

LA TRAICIÓN

 
 

1

 

La mirada de Marie se paseó fugazmente por los rostros de los cazadores allí reunidos antes de detenerse en su esposo. Bastaba con mirarlo montando sobre su caballo para darse cuenta de que era el más diestro de todos, sosteniendo las riendas con aparente displicencia en su mano izquierda mientras sujetaba con la derecha la ballesta, siempre lista para disparar. Junto al esposo de Marie se hallaba su anfitrión, Konrad von Weilburg, a quien también podía considerarse un gallardo caballero. Ambos eran de estatura media y de hombros anchos y musculosos; sin embargo, mientras que Von Weilburg ya comenzaba a presentar los primeros indicios de una tripa demasiado abultada, Michel seguía manteniendo la cintura delgada y las caderas estrechas de un hombre joven, y su rostro, su ancha frente enmarcada por sus cabellos castaños, sus agudos ojos claros y su fuerte mandíbula le otorgaban un aspecto más enérgico que el de su anfitrión. Konrad von Weilburg no prescindía jamás de sus calzas ajustadas ni de su sayo bordado, ni siquiera para ir de caza. Michel, sin embargo, vestía unos pantalones de montar amplios y cómodos y un sencillo chaleco de cuero sobre una camisa verde. Calzaba unas recias botas y tan solo su birrete engalanado con dos plumas de faisán permitía adivinar que no se trataba de un siervo, sino de un oficial imperial al servicio de un noble señor.

Michel se percató de la mirada de Marie, ya que se giró agitando orgullosamente la ballesta y regalándole una sonrisa enamorada antes de espolear a su caballo y desaparecer entre el follaje del bosque, repleto de colores otoñales. Marie recordó entonces aquel día —hacía ya diez años— en que había sido desposada con su amigo de la infancia. Ese «sí, quiero» por el que ni siquiera le habían preguntado durante la ceremonia en el monasterio de la isla lo pronunciaría sin pensárselo si fuese necesario, pues no era capaz de imaginar mayor felicidad que la compartida a su lado durante esos diez años.

Irmingard von Weilburg guio a su yegua negra hasta ponerse a la par de la de Marie y le hizo un guiño cómplice.

—Realmente podemos estar más que satisfechas con nuestros esposos. Ambos son muy apuestos y de carácter muy afable, y en lo que respecta a nuestras noches, con mi Konrad no podría haber corrido mejor suerte. Pero venid conmigo, regresemos al punto de reunión. A mí me desagrada disparar a los animales tanto como a vos; a mi entender, la caza es asunto de hombres, al igual que la guerra. Además, me apetece un trago de vino aromático, aunque dudo de que sea tan delicioso como el que nos ofrecisteis el año pasado —comentó, relamiéndose al recordarlo.

Marie sonrió.

—Oh, sí. Realmente era muy bueno. La mezcla de hierbas la hizo mi amiga Hiltrud, la dueña de la granja de cabras. Conoce los secretos de muchas plantas y sabe cuáles sirven para curar enfermedades y cuáles poseen un exquisito sabor.

—Conozco a esa mujer —comentó Irmingar

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