El aroma de la lavanda (Saga Edilean 1)

Jude Deveraux

Fragmento

 

Título original: Lavender Morning

Traducción: Paula Vicens

1.ª edición: junio 2012

 

© 2009 by Deveraux, Inc.

© Ediciones B, S. A., 2012

para el sello Vergara

Consell de Cent 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito Legal:  B.19318-2012

ISBN EPUB:  978-84-9019-158-3

 

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

 

Contenido

Portadilla

Créditos

 

Prólogo

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

17

18

19

20

21

22

23

24

25

26

27

 

Prólogo

 

—¿Helen? —preguntó quien estaba al otro extremo de la línea telefónica—. ¿Helen Aldredge?

Si se lo hubieran preguntado, Helen habría dicho que hacía tanto tiempo que no oía a Edilean Harcourt que no había reconocido su voz. Pero la había reconocido. Había oído aquella elegante y regia entonación en contadas ocasiones, todas ellas relevantes sin embargo. Dado quien la llamaba, Helen no puntualizó que su nombre de casada era Connor.

—¿Señorita Edi? ¿Es usted?

—¡Qué buena memoria!

Helen visualizó a la mujer tal como la recordaba: alta, delgada, erguida, con el cabello oscuro impecablemente peinado. Iba siempre vestida con prendas de la mejor calidad, de estilo atemporal. Debía andar cerca de los noventa ya, la edad del padre de Helen, David.

—Tengo una buena ascendencia —dijo, y de inmediato deseó haberse mordido la lengua. Su padre y la señorita Edi habían estado prometidos, pero cuando Edilean regresó de la Segunda Guerra Mundial, su querido David estaba casado con la madre de Helen, Mary Alice Welsch. El trauma había sido tal que había dejado la vieja casona que había pertenecido a la familia durante generaciones al gandul de su hermano, se había marchado de la ciudad que llevaba el nombre de su antepasada y nunca se había casado. Incluso en la actualidad, algunos de los más viejos habitantes de Edilean se referían a la Gran Tragedia y seguían viendo con malos ojos a la madre de Helen. Lo que David y Mary Alice habían hecho había supuesto el fin de la línea directa de la familia Harcourt, la familia fundadora. Puesto que Edilean, Virginia, estaba tan cerca de la Williamsburg colonial, la pérdida de descendientes directos de personas que se habían codeado con George Washington y Thomas Jefferson había sido para ellos un tremendo golpe.

—Sí, la tienes —dijo la señorita Edi sin dudarlo un instante—. De hecho, tan convencida estoy de tus capacidades que me he decidido a pedirte ayuda.

—¿Ayuda? —le preguntó Helen con cautela. Toda su vida había oído acerca de las disputas y la rabia generadas por lo sucedido en tiempos de su padre. Supuestamente no tendría que haberse enterado, porque siempre se comentaba en susurros, pero Helen era curiosa por naturaleza. Se sentaba en un extremo del porche, jugaba a las muñecas y escuchaba.

—Sí, querida. Ayuda —dijo la señorita Edi con una condescendencia que hizo que se le subieran los colores—. No voy a pedirte que hornees un centenar de galletas para la venta de la iglesia, así que quítatelo de la cabeza.

—Yo no... —empezó a defenderse Helen, pero se calló. Estaba junto al fregadero de la cocina y veía a su marido, James, afanándose con el nuevo comedero para los pájaros. «Alguien tendría que declarar ilegal la jubilación de los hombres», pensó por milésima vez. James se pondría furioso por culpa del comedero, no cabía duda, y sería ella quien tendría que soportar su diatriba. Cuando antes se ocupaba de centenares de empleados de varios estados, ahora no tenía más que a su mujer y un hijo mayor a quienes dar órdenes. En más de una ocasión Helen había ido a buscar a Luke allí donde estuviera para pedirle que pasara una tarde con él. A Luke le hacía gracia y la mandaba a freír espárragos.

—Está bien —dijo—. ¿En qué puedo ayudarte?

Daba igual que no hubiera hablado con aquella mujer desde hacía, ¿cuánto? ¿Veinte años?

—Me han dicho que me queda menos de un año de vida y... —Se interrumpió al oír la exclamación de Helen—. Por favor, no me compadezcas. Nadie ha querido nunca tanto dejar este mundo como yo. He vivido demasiado. Pero al enterarme de que me quedaba un año me he puesto a pensar en lo que todavía me falta por hacer en esta vida.

Helen sonrió al oír aquello. Tal vez la señorita Edi ya no viviera en la ciudad que llevaba el nombre de su tátara-lo-que-fuera abuela, pero había dejado huella allí. Si la ciudad seguía existiendo, era gracias a ella.

—Has hecho muchísimo por Edilean. Has...

—Sí, querida, sé que he pagado algunas cosas y redactado cartas y armado jaleo cuando querían quitarnos nuestros hogares. He hecho todo eso, pero fue fácil. Solo tuve que poner dinero y hacer ruido. Lo que no he hecho todavía es corregir algunas equivocaciones que cometí cuando era joven.

Helen estuvo a punto de gemir. «Ahí va», pensó. La gran historia acerca de cómo su madre, Mary Alice, le había robado el novio a la señorita Edi a

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos