Koperu es un estudiante de segundo de secundaria.
Su nombre real es Junichi Honda. Koperu es su mote. Tiene 15 años, pero es más bien bajito y eso le preocupa bastante.
Cuando al comienzo de cada curso escolar, el profesor de gimnasia pone en fila a todos los alumnos, les obliga a quitarse el sombrero y va rehaciendo la fila en orden de estatura, Koperu posa sus talones encima de alguna piedra sin que nadie se dé cuenta o estira el cuello todo lo que puede para tratar de ganar posiciones. Pero nunca ha tenido éxito. Al final, siempre se ve inmerso en la misma lucha contra Kitami, alias Gatchin[1], por la segunda o la tercera posición en la fila, ni que decir tiene que desde el final.
Exactamente lo contrario le sucede con las notas. Casi siempre es el mejor de la clase o, en el peor de los casos, el segundo. Rara vez ha caído al tercer puesto. Naturalmente, su mérito es auténtico. Sin embargo, Koperu no es precisamente un empollónratón-de-biblioteca obsesionado con sacar buenas notas. Más bien, es un chico al que divertirse le gusta más que a nadie. Forma parte del equipo de béisbol de la clase. Resulta simpático observar al pequeño Koperu defender la segunda base, pertrechado con sus enormes guantes de béisbol. Por su estatura no es un gran bateador, pero las dejadas son su especialidad y por eso siempre ocupa el puesto de segundo bateador.
A pesar de que sus notas son siempre las mejores o las segundas mejores de la clase, nunca ha sido delegado. Pero no porque sus compañeros desconfíen de él sino, más bien, porque es bastante trasto. Una vez, a escondidas del profesor, se lo pasó en grande en la clase de Ética poniendo a competir a dos ciervos volantes atados con un hilo, a ver cuál de los dos tiraba más fuerte. No es precisamente el tipo de actitud que se espera de un delegado de clase. En las reuniones con los padres, su tutora siempre le dice lo mismo a su madre:
—En cuanto a su desempeño académico, no tengo nada que decir. Es un alumno brillante y ha vuelto a ser el mejor de la clase. Pero…
Cuando la profesora pronuncia ese «Pero…», su madre piensa: «Otra vez igual», porque sabe que lo que sigue será una retahíla de recriminaciones sobre la querencia de su hijo por las trastadas.
Es posible que su madre tenga que ver con que Koperu siga siendo un trasto. Al regresar de las tutorías, ella le dice: «La profesora me ha vuelto echar la bronca»; pero nunca lo reprende fuerte. Lo cierto es que no se siente capaz de regañarlo con demasiada severidad por este asunto.
La razón es que, por un lado, sus travesuras no son retorcidas y carecen de maldad, no hacen daño ni molestan a nadie. Básicamente, se divierte haciendo reír a los demás. Pero hay otra razón más importante. Y es que Koperu no tiene padre.
Su padre falleció hace dos años. Era un directivo de un banco importante. Tras la muerte de su padre, la familia de Koperu se mudó, de una mansión en el casco antiguo de la ciudad, a una vivienda modesta en las afueras. Redujeron el número de criados y ahora eran cuatro en casa: su madre, su abuela, una criada y él. Ya no recibían tantas visitas como cuando vivía su padre y la casa se había vuelto, de repente, más triste. Las nuevas circunstancias hicieron que la mayor preocupación de su madre, en relación con su hijo, fuera que este no perdiera su carácter alegre y jovial. Por eso, ella evitaba ser demasiado severa con él.
Desde que se mudaron a las afueras, su tío, que vive cerca, los viene a visitar con frecuencia. Es el hermano menor de su madre, recién licenciado en Derecho. Koperu también va a su casa. Se llevan muy bien. Los vecinos suelen ver caminando juntos a su tío, un hombre de estatura superior a la media, y al pequeño Koperu. A veces juegan a lanzarse una pelota de béisbol en algún descampado.
El mote fue cosa de su tío. Un día en que un compañero de clase, Mizutani, vino a jugar a casa, este oyó a su tío llamándolo «Koperu» una y otra vez. La noticia se difundió rápidamente en la escuela.
—A Honda, en su casa lo llaman Koperu.
Después de aquel comentario de Mizutani, sus compañeros también lo empezaron a llamar Koperu. Hasta su madre lo llamaba a veces «señor Koperu».
Pero ¿por qué Koperu? Ningún amigo lo sabe. Todos lo llaman así porque les parece divertido. Y cuando le preguntan: «¿Por qué te llaman así?», él se limita a sonreír sin dar explicaciones. No obstante, cuando le hacen la pregunta, se diría que se le ilumina la cara. Eso hace que todos sientan aún más curiosidad por conocer la razón de aquel mote.
Imagino que a ti también te pasa lo mismo que a sus amigos. Por eso, en primer lugar, voy a empezar relatando el origen de su mote. Después, y en orden, iré detallando los extraños sucesos que tuvieron lugar en su mente.
Ya entenderás por qué te cuento todo eso.
¿Cómo vives?
1
Una extraña experiencia
Aquello sucedió el año pasado, una tarde de octubre, cuando Koperu aún estaba en primero. Koperu y su tío se encontraban en la azotea de unos grandes almacenes del barrio de Ginza.
De un cielo plomizo y en silencio, caía sin descanso una lluvia finísima, que incluso hacía dudar si estaba realmente lloviendo. El abrigo de Koperu y el impermeable de su tío se habían cubierto de gotas de agua plateadas y minúsculas, como si los hubieran cubierto de escarcha. Koperu contemplaba en silencio la avenida de Ginza.
Vista desde una altura de siete plantas, aquella avenida parecía un surco estrecho por cuyo fondo fluían los coches. El carril derecho iba desde el lado de Nihonbashi hacia Shinbashi, pasando por debajo de Koperu, mientras que el izquierdo avanzaba hacia Nihonbashi, fluyendo en sentido contrario, ensanchándose y estrechándose, en continuo movimiento. Entre las dos corrientes se veían trenes aquí y allá, arrastrando sus vagones con una lentitud melancólica. Los techos de los trenes, que parecían pequeños juguetes, estaban mojados. No era lo único: los coches, el asfalto de la calzada, los árboles que flanqueaban la avenida, todo estaba completamente mojado y brillaba, reflejando la claridad del mediodía que llegaba de alguna parte.
Mientras seguía observando la escena, los coches le empezaron a parecer insectos. En concreto, ciervos volantes. Una legión de ciervos volantes desplazándose por el suelo a toda velocidad. Los insectos que habían terminado sus quehaceres regresaban también a toda prisa. No tenía ni idea de qué podía ser, pero tenía que estar pasando algo muy importante para los insectos. Ahora que se fijaba más, la parte de Kyōbashi que se esconde entre los altos edificios, donde la avenida de Ginza se aleja, se estrecha y más adelante gira hacia la izquierda, parecía la entrada y salida de su nido. Los ciervos, que llegaban allí como poseídos, desaparecían uno tras otro. Pero, al instante, aparecían otros nuevos cruzándose con los anteriores, a todo correr. Uno negro, otro, otro más; ahora, uno azul; después, uno gris…
Seguía cayendo una llovizna delicada como una nube de polvo. Koperu dejaba vagar su imaginación con la mirada clavada en la zona de Kyōbashi.
Al rato, levantó la cabeza y contempló la ciudad de Tokio, mojada por la lluvia, extendiéndose, inconmensurable, a sus pies.
Era un paisaje oscuro, triste y desmesurado, capaz de ensombrecer su ánimo. Innumerables tejados minúsculos reflejaban la claridad gris del ambiente y se extendían sin fin. Conjuntos de edificios rompían la uniformidad plana de los tejados. Los más alejados se difuminaban bajo la lluvia y parecían flotar como siluetas borrosas entre una niebla del mismo color que el cielo. Había una humedad densa. Todo estaba mojado. Hasta las piedras parecían empapadas. La ciudad de Tokio estaba hundida en el fondo de aquella fría humedad, sin inmutarse.
Había nacido y crecido en Tokio. Pero era la primera vez que le veía una cara tan triste y seria a la ciudad. Desde el fondo de un aire cargado de humedad, el bullicio constante de la ciudad se elevaba hasta la azotea de la séptima planta y lo alcanzaba. Pero él parecía ajeno a aquel rumor y permanecía de pie absorto en el paisaje. No sabía por qué, pero no podía dejar de contemplarla. De pronto, comenzó un cambio nunca antes acaecido en su corazón.
El caso es que el mote está relacionado con aquel cambio.
La primera imagen que surgió en su mente fue la de un mar oscuro de invierno azotado por la lluvia. Quizá fuera el recuerdo de un viaje que hizo con su padre a Izu durante unas vacaciones de invierno. A medida que permanecía contemplando la gigantesca metrópoli entre la llovizna brumosa, la ciudad empezó a asemejársele al mar, y los grupos de edificios que se elevaban por doquier, rocas que sobresalían de la superficie del agua. Y, sobre el mar, el techo bajo de un cielo lluvioso. Koperu imaginaba a gente viviendo debajo del agua.
De pronto, volvió en sí, recapacitó y sintió escalofríos. ¡Hay personas viviendo debajo de estos minúsculos e innumerables tejados que cubren la tierra sin dejar resquicio! Era una obviedad, pero cuando se paró a pensar en ello le pareció terrorífico. En aquel mismo momento, debajo de él, donde no era capaz de ver, había cientos de miles de personas desconocidas haciendo su vida. Cuánta gente diferente tenía que haber. ¿Qué estarán haciendo? ¿En qué estarán pensando? Le pareció un mundo caótico, una maraña inescrutable: un anciano con gafas, una niña con el pelo cortado a tazón, una mujer con moño, un hombre con delantal, un oficinista con traje… Una miríada de seres humanos de toda clase y condición abarrotaron su imaginación para después desaparecer.
—Tío —empezó Koperu—: ¿Cuánta gente crees que habrá en la parte de la ciudad que vemos desde aquí?
—No lo sé —dijo, y se quedó callado porque no se le ocurrió inmediatamente una respuesta mejor.
—Si supiéramos que lo que estamos viendo es una décima o una octava parte de Tokio, sabríamos que hay una décima o una octava parte de su población, ¿o no?
—No es tan sencillo —respondió, sonriendo—. Si la densidad de población de Tokio fuera más o menos uniforme en toda su extensión, sería como acabas de decir. Pero no lo es. Por eso, el número de personas que hay en un área concreta no se puede calcular en proporción a la superficie. Además, ese número es cambiante. Varía mucho, por ejemplo, entre el día y la noche.
—¿Entre el día y la noche? ¿Cómo es eso?
—Claro. Tú y yo vivimos en las afueras de la ciudad, ¿no es así? Pero hemos venido al centro y ahora mismo estamos aquí. Cuando caiga la noche, volveremos a estar en casa. Piensa que hay miles y miles de personas que hacen esto.
—…
—Hoy es domingo, pero cada mañana de un día de diario una cantidad ingente de personas llega de las afueras de Tokio a los lugares que vemos desde aquí, como Kyōbashi, Nihonbashi, Kanda u Hongō. Por la tarde, esas personas regresan a sus casas. Sabes muy bien lo abarrotados de gente que se vuelven los trenes, los tranvías y los autobuses en las horas punta. —Koperu lo entendió. Su tío añadió—: En un sentido, es como una marea de gente. Cientos de miles; qué digo, quizá millones de personas forman mareas que suben y bajan por toda la ciudad.
Mientras hablaban, seguía cayendo serena una llovizna que parecía niebla. Los dos se quedaron observando la ciudad en silencio. Detrás de la fina y temblorosa cortina de agua, la ciudad oscura se extendía sin solución de continuidad. No se veía un alma en las calles.
Y, sin embargo, cientos de miles, millones de personas vivían en ella, cada una imbuida en sus pensamientos y dedicándose a sus quehaceres. Todas las mañanas y todas las tardes, las personas formaban mareas humanas que subían y bajaban.
Koperu se sintió como a la deriva en medio de una vorágine.
—Oye, tío.
—Dime.
—Las personas… —dijo, y se interrumpió sintiéndose algo turbado. Pero se armó de valor y prosiguió— son como moléculas de agua, ¿no es así?
—Exacto. Si comparásemos el mundo con el mar o con el río, ciertamente, las personas serían sus moléculas.
—Tú también, claro.
—Por supuesto. Y tú. Eso sí, una molécula muy pequeña en tu caso.
—No me tomes el pelo. Las moléculas solo pueden ser pequeñas. Tú sí serías una molécula larguirucha —dijo, y volvió la vista a la avenida de Ginza.
Coches, coches y más coches… Por supuesto, dentro de cada uno de aquellos vehículos que parecían ciervos volantes viajaban personas.
En medio de aquel flujo incesante de coches, Koperu avistó una bicicleta en marcha. La conducía un niño. Su impermeable, demasiado grande para él, brillaba mojado. Miraba a los lados, hacia atrás y, siempre atento a los coches que le adelantaban, pedaleaba sin descanso. Sin imaginarse ni en sueños que Koperu lo estaba observando desde lo alto, avanzaba hacia él, esquivando los coches a derecha e izquierda por el mojado y resbaladizo asfalto. De pronto, un automóvil gris avanzó por el carril contrario adelantando a dos o tres coches.
—¡Cuidado! —gritó para sí en la azotea.
Le pareció que el coche iba a atropellar la bicicleta. Pero aquel ciclista, con una hábil y veloz maniobra, esquivó el coche en el último momento. Perdió un poco el equilibrio, pero se recompuso rápidamente y continuó pedaleando. Se daba cuenta del esfuerzo con que pedaleaba porque veía su cuerpo entero bambolearse en cada pedalada.
¿De dónde era y por qué corría? Por supuesto, no lo sabía. Estaba observando a un niño desconocido desde lejos. Pero él no se daba cuenta. Esto le pareció extraño. El carril por el que avanzaba aquel niño en bici era el mismo por el que su tío y él habían venido en taxi a Ginza.
—Tío, cuando nosotros pasamos por allí… —dijo apuntando con el dedo hacia abajo—, quizá alguien nos estuvo mirando desde aquí.
—Bueno, quién sabe. Podría ser que alguien nos esté observado ahora mismo desde alguna ventana.
Koperu miró las ventanas de los edificios cercanos. Había muchísimas. La respuesta de su tío le había hecho sentir como si todas las ventanas estuvieran orientadas hacia ellos. Sin embargo, se limitaban a brillar como la mica reflejando la vaga claridad. Era imposible saber si detrás de las ventanas había alguien mirándolos.
Aun así, no podía dejar de sentir que alguien, quieto y en silencio, estuviera observándolos desde algún lugar. Incluso se veía a sí mismo reflejado en los ojos de ese observador. ¡Una pequeña, pequeñísima silueta de pie en la azotea de un edificio gris de siete plantas!
Se sentía raro. Muchos yoes se superponían en su interior: el yo observador, el yo observado, el yo consciente de estar siendo observado o el yo observándose a sí mismo en la lejanía. Sintió una especie de mareo. Algo parecido a una ola comenzaba a agitarse en su interior. No; más bien sentía como si algo lo estuviera zarandeando.
En ese momento, toda la ciudad estaba anegada en una marea invisible. Koperu se había convertido en algún momento en una gota de esa marea.
Permaneció durante un largo tiempo en silencio, con la mirada perdida.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó su tío al rato.
Koperu puso cara de alguien que se despierta de un sueño. Le miró a la cara y sonrió como incómodo.
Unas horas más tarde, los dos viajaban por una carretera del extrarradio de camino a casa. Habían salido de los grandes almacenes, echaron un vistazo a los noticiarios de los cines y, por la tarde, cogieron un taxi. Ya era noche cerrada. En el espacio de claridad que creaban los faros del vehículo, aún se veía lloviznar.
—¿En qué pensabas antes? —le preguntó su tío.
—¿Antes, cuándo?
—En la azotea de los grandes almacenes. Estuviste pensativo.
—…
Koperu no supo qué responder y se quedó callado. Su tío no insistió. El coche siguió avanzando en la oscuridad.
Al cabo de unos minutos, Koperu dijo:
—Sentí algo muy extraño.
—¿Por qué?
—Por eso que me dijiste de las mareas humanas que suben y bajan.
—…
Su tío puso cara de no entender muy bien lo que le quería decir. Entonces, Koperu dijo con voz firme:
—Tío, las personas son realmente como moléculas. Hoy me lo ha parecido de verdad.
Bajo la tenue luz interior del vehículo, su tío puso cara de sorpresa. El rostro de Koperu reflejaba una tensión vivaz como nunca le había visto.
—Entiendo —dijo su tío y se quedó pensando. Después, le dijo con voz serena—: Espero que recuerdes bien lo que acabas de decir porque es algo muy importante.
Algo ocurrió aquella misma noche.
Su tío estuvo despierto hasta tarde en el despacho de su casa escribiendo. De vez en cuando paraba de escribir para dar unas caladas, se quedaba rumiando algo y continuaba. Estuvo así, más o menos una hora u hora y media, hasta que finalmente soltó la pluma y cerró el cuaderno. Era un cuaderno grande, de color marrón rojizo y con las cubiertas de tela.
Levantó la taza de té abandonada en la mesa y apuró el último sorbo, ya f