Nunca digas «Mi vida es una mierda» a un desconocido.
Yo lo hice.
—Mi vida es una mierda —dije apoyado en la pared del local.
A mi lado estaba la chica de la peca.
Sabía:
1. Que se llamaba Marta.
2. Que sus abuelos eran de los del pueblo «de toda la vida». Los Garbanzo, los llamaban.
3. Que tenía los mismos años que yo.
4. Que era amiga de Lucía.
No sabía que era cáncer ni que su vida era una mierda. Y cuando digo mierda, digo una mierda de grandes dimensiones, una bosta de elefante. A su lado, mi mierda de vida era una caquita de renacuajo.
© Heyjojo19 / iStock / Getty Images
Archivo personal de los autores
Mierda de vida de Marta vs mi mierda de vida (solo una unidad).
Eso me recordó por qué no suelo andar contando mi vida por ahí y para una vez que lo hago... Bueno, técnicamente tampoco es que le contara mi vida. Eso de que mi vida era una mierda me lo dije a mí mismo. Y solo porque la música sonaba muy alta, y me aburría porque todos bailaban y yo no sé bailar, y estaba harto de esperar y de que no pasara nada. Pero ella, que tampoco bailaba, lo oyó, me oyó decir: «Mi vida es una mierda», se giró hacia mí, me miró a los ojos fijamente y me preguntó:
—¿Qué te pasa?
A esa pregunta, suelo responder «Nada». Pero ella me miraba así, y sonaba esa música de mierda, y nadie escuchaba a nadie, y yo estaba harto de todo, y entonces hablé.
Juro que en condiciones normales jamás lo habría hecho. Creo que fueron los pasodobles que tocaba la orquesta, que me estaban sacando de mis casillas.
La chica de la peca dejó que hiciera el ridículo. Dejó que le hablara de Lucía, del caso que me hacía (cero), de mi móvil de mierda, de mis vacaciones de mierda, de las discusiones de mierda y de mi escayola de mierda. Y de repente yo mismo me asusté de todo lo que le había contado. Entonces, cuando quise parar aquello y le dije, por cambiar de tema: «¿Y tú? ¿A ti qué te pasa?», me soltó la mierda de su vida.
Hay que reconocerlo: le llegaba hasta el cuello.
1.
A todo el mundo le pasa algo.
Que la gente responda «Nada» a la pregunta «¿Qué te pasa?»
es solo una convención formal
(una forma de ahorrar tiempo y saliva, vaya).
Hay gente que a la pregunta «¿Qué te pasa?»
puede responder la verdad,
y la verdad a veces es larga de contar, y dolorosa.
Por si acaso, NO preguntes «¿Qué te pasa?»
si no estás dispuesto a escuchar una larga historia.
¿La chica-de-la-peca? Mmm...
Lo último que yo quería era ir de víctima por la vida. De hecho, no se lo había contado a nadie. Ni a Lara, mi mejor amiga, ni a Lucía, que tan tan amiga no era.
Pero el chico-de-los-granos-que-no-sabía-bailar me estaba tocando las narices con sus tonterías. Era de los de fuera. De Madrid. Su abuela era del pueblo y, aunque ya no vivía allí, se pasaba el verano entero. Mis abuelos la conocían. Era maja, no como el nieto.
Además, ese chico apestaba a sudor y a tabaco, y eso me puso frenética. Siempre me han desquiciado los olores.
Y también, y sobre todo, es que estaba harta de no poder hablar con nadie.
«No hables de...», «Mejor no cuentes a nadie lo de..», «Sobre todo, que no lo sepa tu hermano. Aún es pequeño y podría...», «Aún es pronto para...», «Ya sabes, es que en el pueblo... todos se conocen y...», «Si llegara a enterarse el abuelo...»
Y otra vez esos puntos suspensivos.
Casi podía verlos, físicamente. Desde lo de mi madre, la mitad de las conversaciones acababan...
No acababan.
Se dejaban las frases sin terminar.
Muchas de las frases que se dejaban sin acabar, incluían de alguna forma el verbo «morir».
«Tu hermano aún es pequeño y podría morirse de dolor y de pena, como lo estás haciendo tú ahora en secreto», «Aún es pronto para saber si me moriré», «Si llegara a enterarse el abuelo, se moriría». Esas eran las frases completas, las que no llegábamos a acabar. Pero era estúpido.
Bastaba con mirar la cara de mi padre. La cara de mi padre acababa todas las frases sin decir ni palabra.
Y total, todos sabíamos cómo acababan.
Todos sabíamos cómo acabaría esto.
Vamos a morir todos.
Fin.
No. Fin, no.
Esto fue el principio.
El principio en el que un chico con problemas dermatológicos transitorios que esa misma tarde metió el brazo escayolado en una bolsa de plástico, se duchó, se echó desodorante Axe como para fundir la capa de ozono y medio bote de colonia de la cara, se lavó los dientes y, no contento con eso, se enjuagó con Listerine, un chico que, el pobre, pasó unos minutos en el fumadero con los mayores y salió con la ropa apestando UN POCO a tabaco; el principio en el que un chico limpio y bienoliente como ninguno escuchó a la chica de la peca sin saber que todo eso que le estaba contando tendría que ser un secreto entre los dos.
Solo cuando acabó, la chica le dijo:
—Y todo esto, no se lo puedes contar a nadie.
Bueno, mientras nadie le preguntara...
El chico (se llama Pablo, por cierto; encantado) no es de los que va por ahí contando cosas, ni las suyas ni mucho menos las de los demás. Honestamente, el problema es que el chico no sabe mentir.
En cualquier caso, estaba lo bastante avergonzado para hacer lo que le pidiera Marta. La verdad es que se sentía estúpido. Hacía unos minutos se estaba quejando de que su vida era una mierda y ahora se daba cuenta de que no, su vida no era una mierda. No si la comparabas con otras. Francamente, una mierda era la vida de Marta. Y por eso Pablo solo pudo decir, solo pude decir, idiota de mí:
© PrettyVectors / iStock / Getty Images
2.
No digas «LO SIENTO»
si no sabes qué es lo que sientes.
«No sé qué decir. Lo siento.»
Es lo que suele decir la gente.
No saben qué decir y lo dicen: «No sé qué decir».
Pues si no lo sabes, no lo digas. Joder.
Pero no, no se quedan ahí. Añaden «lo siento». Como si sintieran lo mismo que tú. (No.) Como si tuvieran la culpa de algo. (Tampoco.) El chico-de-Madrid-acneico-bienoliente-con tufo-a-tabaco-sudor-y-Listerine no tenía la culpa de nada. Pero estaba ahí. A tiro. Y por eso, cuando dijo «Lo siento», salieron de mi boca sapos y culebras y estrellas, muchas estrellitas, todas las que se colocan para tapar los tacos en los subtítulos. Yo antes de todo esto no decía tacos, pero... Puntos suspensivos.
Ya lo decía mi horóscopo de la semana: «Conocerás a alguien a quien causarás una fuerte impresión».
Una bofetada no le habría clavado tanto en el sitio a, vale, llamémosle Pablo.
No recuerdo bien lo que le dije. Creo que le hice un resumen acelerado de las últimas semanas de mi vida. Pero esta vez rellené los puntos suspensivos. Sí recuerdo su cara. Primero me miraba con cara de pez. Se le salían los ojos de las órbitas y a mí todavía me ponía más frenética. Creo que le insulté varias veces y entonces empezó a mirarme como un animalillo asustado. Parecía un conejo de esos que tiene Ángel en la nave. Los conejos esos saben —se lo han contado unos a otros— que cuando viene Ángel y te elige, ya no vuelves a la jaula. Tampoco es que te suelte por el campo.
Vamos a morir todos. Unos antes que otros.
Algunos, en la cazuela.
Bueno, yo sí me acuerdo de lo que me dijo la chica de la peca.
Espera, que te hago una nube de palabras para que te hagas una idea aproximada.
Archivo personal de los autores
¿Ves ese «gilipollas» que aparece ahí en rojo? Sí, ese se supone que soy yo. Me lo dijo no menos de veinte veces.
También me acuerdo de que yo estaba apoyado en la pared y de que ella estaba enfrente de mí y no veía a la orquesta, ni al alcalde bailando la conga; ni a mi padre; ni a su tía Pili; ni a Ángel; ni a Currutaco; ni a Valeriano, el cura viejo; ni al cura nuevo; ni a su abuelo... Me acuerdo de que gritaba como una energúmena para hacerse oír por encima de la cantante de la orquesta y que pensé: «Vaya pulmones tiene», aunque la verdad es que no sé si el tamaño de los pulmones tiene algo que ver con el volumen al que uno es capaz de hablar (tengo que investigarlo), y le miré un segundo las tetas, aunque tampoco sé si el tamaño de las tetas tiene algo que ver con el tamaño de los pulmones (tengo que investigarlo también porque, eh, ¿y las cantantes de ópera?). Y me acuerdo de que gesticulaba mucho con las manos, pero cualquiera habría dicho que estaba bailando (un baile raro, sin mover los pies), en vez de echándome la bronca de mi vida.
Y me acuerdo de que acabó su discurso diciendo:
—¿Que lo sientes? ¿Qué es lo que sientes, gilipollas?
Sí, acabó llamándome «gilipollas».
Y yo señalé hacia la pista (vaya, hacia el centro del local social del pueblo, convertido ese día en pista de baile por culpa de las fiestas y de la lluvia, que ya lo decía el móvil, que había un 87 % de probabilidades de precipitaciones) y le dije:
—Siento que te estés perdiendo el espectáculo.
Ella ni se dio la vuelta.
Me miró a los ojos de una forma rara, como queriendo decir algo, pero la verdad es que no sé qué, y dijo:
—¿Te crees gracioso? ¿Quieres oír algo gracioso? —Y sin darme tiempo a responder, soltó—: Soy cáncer.
Eh, yo tenía una buena salida para eso.
—¿Quieres oír otra cosa graciosa? —le dije.
Ella no dijo ni que sí ni que no.
Los músicos se habían vuelto locos y tocaban como si se fuera a acabar el mundo.
—Soy virgo.
—¿Qué?
La música sonaba cada vez más fuerte.
—Que soy virgo.
Era el momento final de la canción. Los músicos se desquitaban de tanto pasodoble para abueletes tocando como si aquello fuera un concierto punk. Hacían un ruido infernal. Solo les faltaba romper la guitarra.
—¿¿¿QUÉÉÉ??? —preguntó ella.
—¡¡¡Que soy VIRGO!!! —grité con todas mis fuerzas... justo en el momento exacto en que la orquesta decidió que dejar de tocar súbitamente sería un gran golpe de efecto.
Lo fue.
3.
Cuando te decidas a hablar, asegúrate de que lo haces
al destinatario adecuado. Aún más importante que lo que dices
es a quién se lo dices. No descartes como confidentes a los perros
y a los animales de peluche (sí, todos guardamos por lo menos uno). Tampoco a un diario, uno que tú escribas.
Ellos no se van de la lengua.
3.1.
Si vas a hacer una confidencia, busca el lugar adecuado.
3.2.
Y también: desconfía de las orquestas.
Eso fue gracioso, lo admito.
Ver al alcalde, al padre del chico-que-miraba-donde-no-hay-que-mirar, a mi tía Pili, a todos los de la orquesta, a todo el pueblo, en fin, y varios venidos de fuera para las fiestas, volverse hacia él.
Casi podía oír el eco: virgo, irgo, irgo, irgooo.
Y entonces, la cantante dejó el micrófono apoyado en la base y se volvió a hablar con el resto de la orquesta. La gente se reía. Se ponían de puntillas para ver al chico-virgo-que-miraba-fugazmente-las-tetas. La cantante seguía cuchicheando con el bajo, el guitarra y el batería. Cuando el chico virgo (Pablo, vale) pensaba que no podía sufrir una humillación más grande, la cantante cogió el micrófono y soltó:
—¡Y ahora, una canción especial para el chico de gafas del brazo escayolado!
Y lo señaló, por si quedaba alguna duda.
Pero qué duda iba a quedar. Era como la versión para dummies del juego Quién es Quién. Chico. (Chicas eliminadas. Clic, clic, clic, clic, clic.) Con gafas. (Sin gafas eliminados. Clic, clic, clic.) Con brazo escayolado. (Sin brazo escayolado eliminados. Clic, clic, clic, clic.) Solo queda uno. Él.
Esta vez hasta los que estaban sirviendo en la barra, que normalmente pasan de la fiesta, miraron al chico virgo. Empezó a sonar la guitarra sola, luego la batería y, al final, la voz de la cantante: «I made it through the wilderness...».
Como una gata, sin dejar de mirar al chico virgo, cantó hasta llegar al apoteósico estribillo: «Like a virgin». Y por si la gente no entendía inglés, hizo su propia adaptación: «Como un virgo...». Y todo el pueblo: «COMO UN VIRGO.»
El chico virgo no se movió del sitio. Normal. No sabía bailar.
Creo que lo peor fue ver a mi madre bailando esa canción.
Era de sus tiempos. Se notaba porque se sabía la letra, y no hablo solo de ese estribillo infame de «Como un virgo». Pero eso no era lo peor. Lo peor es que parecía que pretendía bailar... En fin, no me apetece meter en una misma frase a mi madre y la palabra «sexy», pero...
© oneinchpunch / iStock / Getty Images
Ya, supongo que es divertido si no es tu madre.
Y el cura nuevo, que era uno no muy viejo y sí muy inocente, de Colombia, creo, bailando y cantando: «Como un virgo». Bueno, igual creía que era una canción religiosa dedicada a la Virgen María.
Yo no sabía dónde meterme.
Pensaba que el 99 % de los allí presentes estarían riéndose de mí. Y digo el 99 % y no el 100 porque dejo a un lado a dos abuelos sordos, a un bebé que estaba durmiendo en su cochecito con unos cascos y a la chica de la peca.
Pero me equivoqué.
Cuando me giré, vi que hasta la chica de la peca estaba sonriendo.
Pues vale, pues me alegro.
Nadie se reía de mí así, en bloque, desde la guardería, desde el día en que mi madre me llevó disfrazado de indio apache cuando todos mis compañeros de función iban vestidos de indios de la India. Y entonces hice lo mismo que aquella vez: me largué.
Soy un indio solitario.
4.
Se llama «despedirse a la francesa» a irse sin decir adiós,
Al menos en España.
Los franceses llaman a eso «despedirse a la inglesa»
y los americanos lo llaman «adiós irlandés».
Aunque es una forma sencilla de dar por terminada una reunión,
debes saber que a algunas personas les parece de mala educación.
El virgo se fue.
El mote se quedó.
En el pueblo siempre es así.
En el pueblo nosotros somos los Garbanzo. Ni siquiera nos apellidamos así. Pero todo el mundo nos llama así.
Podría ser peor. Podríamos ser los Guarreos, el Minuto y la Minuta, los Gordo, el Bigotezorra, los Cabezachico, los Culopato, el Morcilla o los Mascagranzas.
Ya puedes ducharte tres veces al día que si eres de los Guarreos, serás un Guarreo para toda la vida. Un mote es como una mancha de rotulador indeleble. No puedes hacer nada por quitarla, y el mote te precede.
Entras en el bar del pueblo, y «Allá va la chica de los Garbanzo» o «Allá va el Bigotezorra».
Además del nombre de la casa, puedes tener un mote particular. Mi abuelo por ejemplo es el Ratón de los Garbanzo. En el pueblo, Pablo, que hasta ahora era el-chico-de-Madrid-de-los-Rosquinos, a partir de aquel día sería ya para siempre el-virgo-de-los-Rosquinos.
Pero mi abuelo ahora tenía algo más, otro nombre que le precedía, y no parecía tan fácil de solucionar como el de Pablo.
Mi abuelo tenía cáncer.
El cáncer es un gran mote. La gente te identifica con eso. Ya puedes tener mil atributos, haber batido tres récords Guinness, que si tienes cáncer, la gente se queda con eso. Mi abuelo es aragonés, tozudo —si es que hace falta distinguir las dos cosas—, generoso, de horóscopo cáncer —sí, qué gracia, cáncer también; el destino quiso que mi abuelo y yo naciéramos el mismo día—, cinéfilo, cartero recién jubilado, campeón de guiñote, despistado, impaciente, futbolero... Cuenta la abuela que nada más nacer mi madre, el abuelo las llevó del hospital a casa y, sin bajarse del coche, dio la vuelta para ir al estadio de la Romareda. Podía perderse el primer baño de su hija, pero no podía perderse el partido.
Sí, mi abuelo es, entre otras cosas, zaragocista a muerte. Pero, a partir de ese momento, mi abuelo se convertiría para muchos en una sola cosa: un enfermo de cáncer. Y la gente se cuidaría muy mucho de decir delante de él expresiones como esa, como «zaragocista a muerte», expresiones que incluyeran la palabra «muerte».
Ya lo intuía mi abuela, ya. Ella no quería decir en el pueblo que el abuelo tenía cáncer.
Los oí discutir por eso el primer día que llegamos. El Enano dormía conmigo, en la cama de matrimonio que usan papá y mamá cuando van al pueblo. Yo no podía dormir. Sentía que me hundía en aquel colchón de lana. Me río de los colchones viscoelásticos esos que anuncian en la televisión. En estos colchones sí que dejas huella, una huella que podría siluetear la policía científica. Y no era solo el colchón. Estaba además la manta. La manta pesaba una tonelada. Pero tampoco podía quitármela porque las sábanas estaban heladas y entonces, sin manta, tenía frío, y miedo, lo reconozco. Un miedo tonto a estar destapada.
—Mira la familia del Currutaco. Bien que se lo callaron —oí decir a la abuela.
—¿Y por qué?
Hubo un silencio. Me destapé un poco.
—Yo te lo diré —dijo el abuelo—. La gente tiene miedo de decir la palabra «cáncer» porque les suena a morirse.
La abuela le quitó la palabra al momento. Se notaba que ella también tenía miedo de oír eso. No quería ni pensarlo.
—Pero hay mucha gente que se cura, Ratón.
Solo la oía llamarlo así cuando estaban en el pueblo. En Zaragoza lo llamaba por su nombre, Pedro.
—¡Pues por eso! Si se cura, ¡qué tiene de malo decirlo!
—Mírate las manos. La piel... ¿No estás un poco amarillo? Deja que te vea a la luz.
Hubo otro silencio, y luego la abuela, que nunca fue muy buena argumentando, pero jamás se cansa de repetir las cosas, simplemente dijo:
—Hazme caso. Es mejor no decirlo, Ratón.
—¿Qué quieres entonces? —le dijo el abuelo enfadado—. ¿Que me muera de una «larga enfermedad»?
Yo volví a taparme y abracé al Enano.
Y entonces oí a la abuela estallar en llanto y decir con su voz de pito:
—¡Lo que quiero es que no te mueras!
Y yo lloré en silencio, en la cama, pensando en mi madre. Y las lágrimas mojaban la funda de la almohada, que tenía bolisas. Y el Enano respiraba profundamente. Y la manta me aplastaba.
Si al menos me hubieran puesto una férula o una escayola de esas de fibra de vidrio... Pero no, me habían puesto un yeso de los gordos.
Miraba la escayola mientras bajaba las escaleras pensando en lo que había pasado la noche anterior. Aún seguía blanca, aunque cada día menos, cada día estaba un poco más gris. Pero por lo menos había conseguido que nadie escribiera en ella. Toqué con la mano derecha la textura. Me recordaba a algo.
De repente caí en la cuenta: típex. Así era exactamente como me quedaba a mí el típex. Los hay que tienen arte para usarlo; no es mi caso. Siempre me queda una masa gruesa e irregular, como la escayola. Bonito no queda, pero la verdad es que lo de debajo queda bien borrado.
Entonces pensé que tendrían que inventar un típex para recuerdos, algo que pudiera tapar un recuerdo desagradable por completo. Si existiera el típex para recuerdos, yo lo habría aplicado generosamente sobre la escena en la que grito ante todo el pueblo que soy virgo.
Andaba pensando en esto cuando vi salir de la cocina a mi madre. Iba en pijama y llevaba una taza de café en la mano.
Bueno, un poco de típex sobre el bailecito de mi madre de la noche anterior tampoco me vendría mal.
Pero mi madre me dio un beso de buenos días y levantó una mano para quitarme una legaña a sabiendas de que yo le haría, como hago siempre, una maniobra de karateca para evitarla, y ella se rio como hace siempre y me preguntó «¿Cómo has dormido?», como siempre, y no añadió «virgo» y me acarició la escayola y entonces supe cuál de todas las escenas de la noche anterior preferiría que no existiera, cuál borraría con ese típex gigante, y era: la chica cáncer contándome que, además de su abuelo, también su madre tenía cáncer, y que al día siguiente la operaban en Zaragoza, y yo, sin saber qué decir, mirándola con cara de pez.
Este pez:
© AKKHARAT JARUSILAWONG / iStock / Getty Images
5.
Además del lenguaje verbal,
existe un lenguaje no verbal, que es aquel que se expresa
sin palabras.
Tus ojos, tus manos, tu postura... Sin que tú te des cuenta,
tu cuerpo puede transmitir mensajes como
«interesante», «me aburro», «me compadezco»,
«a mí qué me cuentas», «estoy aguantando
las ganas de asesinarte/besarte/etc.».
Hay gente que sabe interpretar el lenguaje corporal,
así que cuidadito con lo que dice tu cuerpo.
Ojo con tus ojos.
Hay que ser muy fuerte para guardar un secreto. Yo no lo sabía. No sabía que tanto.
Pero era el día de la operación y yo estaba en el pueblo con los abuelos, con el Enano, con la tía Pil