Un lobo dentro

Pedro Mañas

Fragmento

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Era ya de madrugada, pero luces azules y amarillas coloreaban los ladrillos de las fachadas. Las primeras pertenecían a un coche de la policía, atravesado en mitad de la calle. Seguramente el mismo del que habíamos huido momentos antes. Las segundas, a una ambulancia medio subida a la acera.

Entre ambos vehículos, cubierto por una manta isotérmica que parecía hecha de crujiente papel dorado, estaba el cuerpo. Por la distancia que lo separaba de la fachada, supuse que había saltado desde alguno de los balcones. Bajo su brillante cobertura asomaba, en un ángulo forzado, una mano de dedos pálidos.

Me despojé de la careta al advertir las miradas de desconfianza de los vecinos que comenzaban a agolparse frente al cordón policial. Era lógico que les resultase sospechosa. Fue al guardarla en el bolsillo cuando también sentí posarse sobre mi hombro una mano helada.

Me di la vuelta. De entre todas las personas del mundo, aquella era la última que esperaba ver.

Jesús Aguirre. Ojos de Huevo, como lo llamaban todos en el instituto.

Tenía un aspecto aún más extraño que de costumbre. Al ralo cabello pelirrojo y la mirada saltona del profesor se sumaban ahora un pijama gastado y un aire de completa confusión. Supuse que acababa de despertarse, alertado por el golpe o por el alboroto que crecía a nuestro alrededor. Ni siquiera pareció reconocerme cuando se dirigió a mí.

—¿Qué… qué ha pasado, hijo?

Me revolví un poco para sacudirme su mano blanca y enfermiza.

—No sé —mascullé—. Uno que se ha tirado, supongo.

—Sí. —Aguirre intentaba abrocharse sin éxito el primer botón de su pijama—. ¿Pero quién… quién era?

—Yo qué sé —contesté con sequedad.

—Ve a ver, anda.

—Pero…

—Ve, por favor —me insistió, casi implorando—. Creo que lo conocía. Tenía que conocerlo, por eso estoy aquí, ¿no?

Si le hice caso no fue solo por su aire enajenado ni por la lástima que me inspiraba. Ni siquiera por alejarme de él. Fue también por los remordimientos que me arañaban el estómago.

Avancé como pude entre los vecinos que se aglomeraban ya al otro lado del cordón. Algunos señalaban con espanto el cuerpo, llevándose las manos a la boca. Aunque la manta que lo cubría apenas dejaba algún resquicio al descubierto, a mí también me bastó para reconocerlo.

Entonces, por segunda vez aquella noche, vi a la última persona que esperaba encontrar. Literalmente.

No fui yo, sino el lobo que llevo dentro, el que echó a correr calle abajo, espantado, y se perdió en la oscuridad.

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cap001

Lo que casi nadie sabe es que aquel lobo mío nació de un escarabajo.

Faltaba solo una semana para que acabase octubre, un día para mi cumpleaños y apenas un minuto para bajar al recreo. Desde mi pupitre, tras las ventanas moteadas de huellas de dedos y narices, alcanzaba a ver un triángulo del patio. Por aquel entonces aún me parecía inmenso. La niebla lo había invadido durante la noche, y las canastas de baloncesto surgiendo entre la bruma me recordaban las lápidas de una película de terror barata. Noviembre era un monstruo panzudo y gris que sobrevolaba el barrio.

—Un minuto —susurró Gus, mi compañero de pupitre y mejor amigo, vigilando un aparatoso reloj de plástico tan ajustado que le cortaba la circulación de la muñeca.

Nuestro colegio era una mole de cemento pelada y fea en un barrio más feo aún. Uno de esos que crecen a las orillas de la ciudad con la rapidez y el color de una mancha de óxido.

—Medio minuto —dijo Gus, meneando ya su amplio trasero en el asiento de al lado.

La escuela no sería bonita, pero era el único reino que de algún modo nos pertenecía. Un país pequeño y seguro que sería nuestro hasta el final de la secundaria. Y en mi cabeza eso significaba prácticamente toda la eternidad. Ni siquiera habíamos calculado los años que nos quedaban hasta entonces. Nos preocupaban mucho más los segundos que faltaban para bajar al patio. Nuestra profesora paseaba por la clase dejando un rastro de perfume entre los pupitres.

—Y, como las dos fracciones tienen el mismo denominador, podemos sumar los… —recitaba.

—Tres, dos, uno —susurró Gus, justo antes de que el timbre interrumpiese a la maestra.

El patio estaba tan inundado de niebla que, más que salir al recreo, nos zambullimos en él. Yo corrí junto a los demás llenando mis pulmones de aire frío y lechoso. Entre la bruma, los contornos de mis compañeros se desdibujaban y apenas podía distinguir quién era quién. Eso me gustaba. Quizá porque, por aquel entonces, también yo me sentía idéntico al resto. Aunque no por mucho tiempo.

De pronto, Gus me alcanzó por sorpresa y saltó sobre mi espalda.

—Oye, ¿qué le pasa a esa? —preguntó, señalando las escaleras del porche.

Una niña de trenzas rubias avanzaba muy despacio entre la bruma. La dorada aparición se llamaba Martina y era nueva en el centro.

Creo que a Gus le gustaba tanto como a mí. Lo sé porque también él se repeinaba el flequillo al verla, y ahuecaba su voz chillona, y le tiraba de una trenza como si fuera el cordón de una campana para llamar su atención. Era el tipo de amor que nos hacía comportarnos con ella como idiotas, pero que dejábamos olvidado al salir del colegio, igual que los juguetes que los críos de preescolar olvidaban entre la arena. Éramos demasiado pequeños, o demasiado amigos, como para pelearnos por una chica.

Lo que Gus no sabía era que, hacía unos días, yo me había saltado aquel pacto no escrito entre los dos.

En la última hoja de un cuaderno había dibujado un retrato de Martina. La nariz respingona, las trenzas revoloteando tras la nuca, el colmillo que asomaba de su sonrisa traviesa. Seguro que no era gran cosa, pero entre el resto de los garabatos que emborronaban las páginas a mí me pareció una obra maestra. Tanto que, en un arranque de valentía, decidí regalarle en secreto el dibujo. Aproveché la clase de Educación Física para acercarme con disimulo a su pupitre y esconderlo al fondo de su mochila, como si se tratase de una carta de amor.

Bueno, supongo que más o menos lo era. Dibujar siempre había sido mi modo de decir todo aquello para lo que aún no tenía palabras.

No sé lo que pretendía que hiciera ella. Fuera lo que fuera, la verdad es que no hizo nada. Que yo sepa, jamás mencionó el dibujo, así que durante días pensé que ni siquiera había reparado en él. Y menos aún en mí, claro.

Resulta que estaba equivocado.

Si Martina caminaba tan despacio aquel día era porque llevaba consigo algo muy valioso. O eso me pareció por el modo en que lo abrazaba. Su tesoro consistía en una caja metálica y redonda, de esas donde uno espera encontrar galletas pero que acaban llenas de hilos y útiles de costura. La niña la transportaba casi de puntillas. Tenía ese aire elegante que nos atraía a Gus y a mí como un imán atrae las limaduras de hierro.

—¿Qué llevas ahí? —le preguntaban todos, pero ella alimentó el enigma con una media sonrisa.

Una de sus amigas, una cría con dientes de ratón, nos reveló el secreto. Resulta que la caja no ocultaba agujas ni galletas, sino un pequeño escarabajo. Después de encontrarlo en su jardín, Martina se había empeñado en traerlo al colegio sobre un colchón de hojas de lechuga. Al parecer, no era un escarabajo normal.

—Es una especie exótica —aseguró orgullosamente su amiga, y la propia palabra también nos pareció exótica—. Cuando le da la luz refleja todos los colores. Como una piedra preciosa o algo así. ¡Parece mágico!

—Os lo voy a enseñar —anunció Martina, arrastrando a su amiga hacia un rincón—. Pero de uno en uno.

Se dejaron caer las dos con las piernas cruzadas en aquella esquina del patio. Todos nos amontonamos alrededor, ansiosos por echar un vistazo a aquel ejemplar único. Incluso organizamos algo parecido a una fila. Gus y yo nos golpeamos en broma para quitarnos el frío y calmar nuestra impaciencia. Nuestras vidas eran aún tan pequeñas que, de pronto, ver a aquel bicho ridículo se había convertido en lo más importante del mundo. Tan importante como los minutos que faltaban para bajar a clase o el último cromo para terminar una colección o decidir si una nube tenía forma de hamburguesa o de dinosaurio.

Gus contó tres minutos y medio en su reloj hasta que, al fin, llegó nuestro turno.

Martina, que tapaba y destapaba el palacio redondo de su escarabajo con mucha ceremonia, apretó entonces la mano sobre la caja hasta que hizo clac. Por primera vez, advertí que tenía las uñas mordidas. Luego, al levantar la vista, también descubrí que el colmillo de su sonrisa asomaba en un ángulo venenoso.

—Tú puedes verlo —dijo entonces, mirando a Gus—. Pero Jacob no.

Y Jacob, por si no lo he dicho, soy yo. Jacob Luna.

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cap002

Es así como comienza todo y no como en las películas.

Al menos, no como en las películas que yo he visto.

Al menos no fue así como me sucedió a mí.

No hicieron falta golpes ni empujones, ni siquiera alguna broma cruel con mi apellido, tan inusual. Bastaron unas simples palabras, como una fórmula mágica que escuché por primera vez aquel día: «Jacob no».

—¿Por qué yo no? —pregunté, desconcertado.

Tendría que esperar muchos años para que Martina me respondiese a aquella pregunta. De momento, se contentó con mantener su sonrisa, tan bonita como desafiante. Fueron los demás los que empezaron a corear la noticia a nuestro alrededor:

—A Jacob no le deja.

—Ese de ahí no puede.

—Jacob que no lo vea.

—Los demás sí podéis —aclaró Martina, mientras su amiga la secundaba con una risita.

La Emperatriz de los Bichos fue astuta. No le bastó con señalarme. También ofreció algo al resto para que levantase el dedo en mi dirección. Un trabajo bien hecho. Impacientes, un par de codos cómplices me empujaron intentando abrirse paso.

—Pues vale —dije al fin, encogiéndome de hombros para fingir indiferencia—. Por mí puedes comerte a tu bicho. Venga, vámonos.

Gus no reaccionó a mi orden. En vez de eso, se apartó unos pasos al tiempo que murmuraba algo. Fui incapaz de oírlo, pero conocía a mi amigo lo suficiente como para comprender lo que quería decir. No le culpo porque quizá yo hubiera hecho lo mismo. Lo que me molestó fue la sospecha de que Gus no me estaba abandonando por el escarabajo, sino por la propia Martina.

—Vale, pues quédate —gruñí.

Le di la espalda al traidor y me alejé con todo el orgullo que pude. Pretendía desaparecer entre la niebla, como hacían los superhéroes de las películas que solía ver cada noche con mi padre. Eso deseaba ser yo entonces: un superhéroe. Adentrarme sin miedo y a cámara lenta entre los disparos enemigos.

Sin embargo, ya he dicho que las cosas no suceden como en las películas. Y es que yo sí recibí un disparo. El de un balón duro y gris como un fósil que surgió de pronto de la niebla y me golpeó en un lado de la cabeza. Venía del campo de fútbol de los mayores.

El dolor del balonazo y las risas que lo siguieron incendiaron mi oreja en un instante. Pero el calor no se quedó ahí. Sentí que aquel fuego diminuto se propagaba al resto de mi cuerpo con una oleada de rabia. Y, con él, unas palabras que el golpe había removido en mi cabeza. Algo que mi padre solía repetirme:

«Eres un blandengue, Jacob. Dejas que hasta las niñas abusen de ti».

Avergonzado y aturdido, me di la vuelta. Luego regresé a grandes zancadas hasta la esquina, abriéndome paso entre los niños que esperaban su turno. Alguien chilló y otro trató sin éxito de detenerme. Martina y su amiga, desprevenidas, apenas alcanzaron a darse cuenta de lo que ocurría. Solo pudieron verme arrancar de un manotazo la tapa de su fortaleza de hojalata.

Allí estaba el escarabajo, un destello de acero entre la lechuga que empezaba a amarillear. Lo único que quería era sostenerlo un momento en la palma de la mano, demostrarles que no podían conmigo. Sin embargo, apreté instintivamente los dedos en torno al insecto al oír a Martina pegar un grito.

—¡No, que no lo vea! —Si de pronto lo más importante de mi vida era contemplar aquel bicho, lo más importante de la suya parecía ser impedírmelo.

Nadie cuestionó su orden. Mis compañeros se me acercaron, dispuestos a abrirme a la fuerza el puño hueco y hormigueante. Alguno todavía reía cuando me agarró de la muñeca. Era ese momento peligroso y frágil que decide si un juego sigue siendo un juego o se convierte en algo más peligroso.

Fue entonces cuando alguien me sujetó de la cintura y yo apreté un poco más la mano derecha. Sentí un leve crujido en la palma sudorosa, como el de una almendra al desprenderse de la piel. Sabiéndome perdido, también la frente me empezó a sudar.

—¡Eh, dejadlo en paz! —oí exclamar a mi espalda.

Era Gus, que acababa de posar amistosamente una mano sobre mi hombro. O no tan amistosamente, porque con la otra buscaba furtivamente mi puño apretado. Sentí sus uñas hurgarme entre los dedos con la intención de aflojar la presión.

—Venga, tío, suéltalo.

Por primera vez en mi vida, sentí ganas de golpear a mi amigo. Allí mismo, con aquel puño en el que se iban apagando poco a poco las cosquillas. Supongo que papá tenía razón en eso de que era un blandengue, porque la sola idea de pegar a Gus me mareaba. A cambio, hice algo peor.

Desesperado, me llevé a la boca la mano donde ocultaba el insecto… y me lo tragué.

No quise masticarlo, pero sentí el arañazo de sus patas de alambre al caerme por la garganta como una píldora. Una píldora oscura y brillante que, como en los cuentos de hadas, me transformó mágicamente. De pronto ya no era la víctima, sino el villano.

Aún no sé cuál de los dos papeles me corresponde en esta historia. Solo puedo asegurar que no seré el héroe.

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cap003

A la mañana siguiente, la niebla había dado paso a una lluvia fina que apenas se dejaba ver, pero que iba tiñendo las casas de ladrillo de marrón oscuro. Yo caminaba hacia el colegio junto a Amanda, mi hermana pequeña. Ella, dando saltitos y canturreando algo que había aprendido en clase. Yo, ceñudo y silencioso.

—¿Qué te pasa?

—Nada.

«Nada» es otra de esas palabras mágicas, pequeña pero poderosa. Como el pañuelo de un mago, es capaz de ocultar lo que está ocurriendo a la vista de todos. Por desgracia, Amanda era de las que siempre insistía en meter las narices bajo el pañuelo.

—¿Y por qué no hablas? —dijo al cabo de un momento.

—Por nada.

—¡¿No estás contento de que sea tu cumple?!

—Sí.

Mamá y ella me habían despertado canturreando al borde de mi cama. Pero ni eso ni el trozo de tarta en el desayuno habían logrado aplacar del todo mi enfado. Caminaba arrancando a puñados los diminutos frutos rojos que brotaban en los arbustos que bordeaban la calle. Al apretarlos estallaban dejándome un residuo naranja entre los dedos.

—¡Eh! —nos sorprendió una voz a mitad de camino.

Gus, que vivía tres pisos por debajo de nosotros, se acercaba corriendo a nuestra espalda. Era el primer día en mucho tiempo que no lo esperábamos en el portal. Casi desde que la casualidad nos había puesto a los dos en el mismo barrio de las afueras, en el mismo edificio, en el mismo pupitre cojo de la segunda fila.

—¡Eh, felicidades! —voceó de lejos mi amigo, con el chándal empapado de lluvia y de sudor.

—Gracias —respondí, esperándolo en mitad de la acera pero sin mirarlo a los ojos.

—Es hoy a las cinco, ¿no? —dijo él.

—Sí —murmuré, poniéndome otra vez en marcha—. A las cinco.

—¡Mi madre ha comprado una piñata de monstruos! —chilló Amanda.

Los seguí en silencio por la ancha avenida que descendía hasta el colegio. Era una de esas calles salpicadas de tiendas de móviles, de cacas de perro y de gente paseando arriba y abajo con bolsas de algún supermercado barato. Durante un rato, Gus escuchó pacientemente las explicaciones de Amanda sobre mi fiesta de cumpleaños. Luego, cuando ella se puso a lanzar frutos contra los coches aparcados, bajó la voz para decirme:

—¿No te duele la tripa ni nada?

—No.

Ni Gus ni nadie sabía que había vomitado el día anterior al volver a casa. Aun así, no estaba seguro de haber expulsado el escarabajo. Seguía notando en mitad del estómago un peso pequeño y preciso, como el de una bala de plomo. Aunque quizá no era el insecto, sino mi vergüenza.

—Lo bueno es que la profe no se ha enterado —insistió Gus—. No pueden castigarte.

—Ya.

—¿De qué no se ha enterado la profe? —preguntó distraídamente Amanda.

—De nada —contesté, y después yo también bajé el volumen—. Oye, ¿te ha dicho algo Martina?

—No —respondió él—. Bueno, que no va a venir a tu fiesta.

—Pues que no venga —respondí, disimulando mi contrariedad. En realidad ya contaba con eso. De haber podido, yo mismo hubiera roto su

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