El amarillo no existe

Gema Vadillo
Gema Vadillo

Fragmento

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Desde que empezaron a aparecer las premoniciones en los ladrillos de los edificios ya ninguna esquina parecía segura. Aún recuerdo el lugar exacto y las palabras de la primera pintada que encontré en la pared del aparcamiento del supermercado a unas manzanas de mi piso.

Hará poco más de un año de aquel día, cuando iba cargando la bolsa de la compra y lo único que me pedían los hombros era llegar a casa cuanto antes. Fue entonces cuando vi la primera ficha moverse, la primera pieza confusa del juego: el principio del fin del mundo. Había tres o cuatro personas frente a mi coche que me impedían subirme a él, tratando de borrar una pintada que había aparecido en la pared de dicho aparcamiento. Aunque parecía reciente, no había ni rastro del autor. Era como si la premonición hubiese aparecido por sí sola en esa pared. La pintura parecía irse con facilidad con un simple cubo lleno de agua y jabón y con una esponja. Tuve que hacerme hueco entre la gente para comprobar que no había salpicado nada de color amarillo en la parte delantera de mi coche y, por suerte, así había sido. Cuando pude montarme en él, giré la llave y arranqué y, a medida que fui alejándome marcha atrás, las letras iban diluyéndose hasta acabar en forma de gota en el suelo.

Era casi poético «lloverá». La imagen se me quedó grabada, así que memoricé la fecha. Y el 5 de octubre del año siguiente, tan gris y tan frío como lo esperaba, comenzó a llover. Aquí en Vorhel eran muy normales los días lluviosos, no como en España: recuerdo un día que chispeó en mis vacaciones de hace unos años y vi cómo las personas salían corriendo a refugiarse bajo los tejadillos de los establecimientos. El caso es que, estando tan acostumbrado a las tormentas, era muy probable que lloviera en octubre, ¿no? Era como si un chamán nos hubiese advertido a todos y ahora el cielo fuese a castigarnos por no haberle escuchado en un primer momento, aunque mi hermana Tilda y yo sí lo hicimos, más de lo que me gustaría. Decidimos marcar aquel 5 de octubre lluvioso en el calendario con un círculo rojo y quedamos en mi piso para tomar café mientras diluviaba… Fue ahí cuando empezó todo.

Quizá todavía creas en las casualidades, pero la segunda premonición vino fuerte, tanto que llamó la atención de hasta el más escéptico.

Tan solo unos días después de la famosa tormenta, una sucesión de números dio vueltas por todo Vorhel. Había aparecido pintada en la puerta de un establecimiento de la calle principal, con el tono exacto de amarillo de la primera premonición y un mensaje muy claro: era el número ganador de la lotería. Durante los meses previos nadie parecía haberle prestado atención, ni siquiera nosotros, pero la mañana del sorteo aquellos números dieron vueltas por todas partes. En la tele aparecía una familia saltando de alegría al tiempo que descorchaban una botella de champán; mientras, los espectadores, confusos, fruncíamos el ceño. Cualquiera pensaría en volver atrás en el tiempo para apuntar el mensaje y ganar el sorteo, ¿no? Parecía muy fácil, pero no fue mi caso. Yo seguía viviendo en un piso de alquiler con una pared que se caía a cachos.

Tilda vino a verme aquella mañana, y sin querer empezamos una tradición de perseguir artistas callejeros fantasma desde el sofá.

—¿Cómo es posible? —dije boquiabierto mirando la tele.

—Pues es muy fuerte, pero quien sea que haya escrito eso sabía con antelación cuál iba a ser el número ganador.

—¿Y por qué lo escribiría en plena calle?

—No sé, puede ser un juego de alguien que quiere ser encontrado —contestó ella—. O pura casualidad.

—Va, sabes de sobra que no es aleatorio. —Me crucé de brazos.

—O sea, Aaron, ¿que estás dentro?

—¿Dentro de qué? —respondí.

—Del club de los conspiranoicos que buscan pistas y se ponen sombreros de papel de plata en la cabeza.

—Mira que eres boba —reí.

—¡No, si lo digo porque yo ya estoy en ello!

Y tan dentro… Después de todo, las teorías locas de mi hermana me habían tocado muy hondo. Pero cuando algo tan loco se reflejaba en la pantalla, uno no podía dejar de mirarlo. Pensaba en que los próximos meses todo el mundo perseguiría números por las paredes, buscando en cada rincón el siguiente movimiento del artista fantasma. ¿Cuántas pintadas similares habría en la ciudad que aún no habían sido descubiertas?

Ahora sí: bienvenido al principio del fin del mundo. O, en otras palabras: bienvenido a Vorhel.

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Mis padres decidieron mudarse a Vorhel cuando yo tenía apenas cinco años y Tilda todavía no había nacido, pero llevan muchos meses ausentes. Acordamos vernos un par de veces al año para celebrar las fiestas en familia, pero a estas alturas ni Tilda ni yo sabíamos qué estaban haciendo exactamente. Siempre habían trabajado como arquitectos, juntos —fue, de hecho, como se conocieron—, pero de un día para otro se fueron a trabajar a Berlín. El caso es que desde entonces mi hermana Tilda vivía en su residencia universitaria y yo, totalmente independizado.

Justo en la mañana del día en que se cumplía un año desde que entré al piso, me despertó un goteo continuo de lo más molesto. Te aseguro que intenté pararlo con la mente, pero siento decirte que esta no es una historia de poderes mentales ni superhéroes, así que no me quedó otra que levantarme de la cama. De verdad que cada día deseaba que me picara una araña o apareciese un hombre en corbata que me hiciese un traje con superpoderes y me dijese algo así como: «Bienvenido a tu nueva vida, ya no tienes que seguir con tu trabajo ni manteniendo este piso. Ven, voy a presentarte al resto del grupo». Pero como las probabilidades de que pasase eso eran casi imposibles, me limité a coger un cubo lo más grande posible y ponerlo bajo la gotera. Y así casi a diario. Para mi suerte o mi desgracia, Greta, la casera, casi nunca estaba en Vorhel; aunque bastaba con retrasarme un día con el pago para que me llamase corriendo. En el piso seguía haciendo un frío insoportable y la caldera funcionaba a ratos, pero, aun así, era casi el hogar ideal para alguien como yo. Y con «alguien como yo» me refería a un soltero de veinticinco años que no pasaba demasiado por casa, no gastaba excesivamente y que había comprado un par de plantas de plástico para tapar unos agujeros que Greta había dejado en la pared.

Pensé en celebrar el aniversario en el piso recalentando un plato de comida del día anterior. Sé que no suena a celebración, pero uno veía la rutina diferente si tenía la tripa llena y muchas ganas de autoconvencerse de ello.

Cubierta Tilda me llamó al salir de la universidad. Las conversaciones con ella iban para largo, aunque no por mi parte precisamente.

—Aaron, ¡adivina qué!

—Hola, hermanita, ¿qué pasa? —respondí.

—Acabo de salir de la uni, que por cierto… —entre risas, Tilda aprovechaba para contarme su día con detalle—. Hoy he intentado calentar la comida en los microondas de la cafetería y no funcionaba ninguno, que sepas que los espaguetis fríos están asquerosos. —Se había llevado el otro plato de pasta del día anterior y yo estaba a punto de experimentar también aquello de los espaguetis fríos.

—¿Me has llamado para contarme que no funcionan los microondas de tu universidad, Tilda? —reí.

—Calla, hombre, no es eso… Ha aparecido una pintada nueva en el aparcamiento de la puerta trasera de la facultad, lo acabo de ver al salir.

—¿Y qué ponía? —dije recordando aquellos números en amarillo.

—Va a desaparecer en tres días.

—¿Otra que van a borrar tan rápido? —pregunté confundido—. ¡Si el aparcamiento de tu facultad está lleno de murales y firmas!

—No, que pone textualmente: «Va a desaparecer en tres días» —pausó el tono de voz—. Ayer no estaba, estoy segura. Solo sé que coincide con las dos anteriores y que es reciente, he tocado la pintura: chorreaba y se me ha quedado un poco en la mano.

—¿Y es amarilla?

—¡Obvio!

Era como si el autor fuese invisible. Frecuentaba sitios concurridos a plena luz del día y, aun así, nadie parecía fijarse en quién era o cómo vestía. Las firmas que aparecían sobre los muros de la facultad de Tilda solían ser de color negro, la mayoría con fuentes totalmente ilegibles, a veces con símbolos alrededor; pero nunca eran amarillas. Quizá Tilda y yo le dábamos demasiadas vueltas al tema, pero tras el día de la lotería el juego empezó a ser cada vez más entretenido. Además, esta vez quedaban tan solo tres días y no un año largo para saber la verdad.

—Te llamo en tres días y vemos qué pasa —comentó—. ¿Crees que va a desaparecer algo de verdad?

—Pues no tengo ni idea, pero espero que no sea una persona, sinceramente—. En ese momento hice recuento de las personas que conocía, y después me centré en las que me importaban de verdad. No eran muchas, pero en menos de dos segundos llegué hasta Tilda y a mis mejores amigos. —Oye, aprovecha que dentro de tres días es sábado y quédate en casa —cambié de tema y el tono de voz—. En la resi o en mi piso, pero no salgas a la calle por si acaso.

—¿Qué dices?

—Pues digo que hay alguien que se anda con tonterías de ir escribiendo cosas por ahí, y está cerca de ti —sonaba algo paranoico, pero me había prometido cuidar de esa persona por encima de todo.

—¡El sábado me voy de fiesta con la gente nueva de clase!

—¿Una fiesta? ¿En el centro? —En la avenida principal de Vorhel se hacía mucha vida nocturna.

—Sí.

—¿Y acabaréis muy tarde? —volvía a sonar como mamá cuando éramos pequeños.

—¡Pues no lo sé, Aaron! —su tono de entusiasmo pasó de claro a oscuro, los interrogatorios nunca le habían gustado.

—Voy contigo.

—¡¿Qué!? Ni de coña, Aaron. No voy con mi grupo de amigas de siempre, todos son gente nueva de clase.

—Con más razón: voy contigo el sábado.

—Pero que no sabes lo que estás diciendo, van a ir todos —su voz se notaba cada vez más agitada—. ¡Cuando digo «todos» me refiero a literalmente todo el curso, llevo el mes entero integrándome!

—¿Y no hay gente de mi edad en tu clase? ¡Estás en la universidad!

—¡Sí, pero no es lo mismo! Nadie lleva a sus hermanos mayores a las fiestas. —Me quedé en silencio—. ¡Aaron! Ni se te ocurra, madre mía, no me hagas esto.

—Tilda, esto es serio. Seguramente no vaya a desaparecer nadie, pero tampoco pasa nada por que te acompañe una noche, ¿o sí?

—¡Pues claro que sí! Además, no sabes adónde vamos.

—¿Todo un curso de primero de carrera? Pues al Insomnia o ya podéis buscar una casa bien grande. —Insomnia era la discoteca más popular en Vorhel. Ocupaba tres locales en la misma calle, todos ellos conectados por dentro. Lo conocía muy bien por mi amigo Ubby, aunque llevaba mucho tiempo sin ir.

—¡Aaron!

—Tía, no me vas a convencer. Ahora voy a colgarte, y el sábado voy a acompañarte a la discoteca.

—¡Pareces papá, Aaron! —se lamentó. Cuando se enfadaba conmigo tendía a repetir mi nombre sin parar.

—Pues a falta de ellos aquí, alguien te tendrá que cuidar. ¡Hasta el sábado!

Corté la llamada antes de que me contestara siquiera. Sin duda me sentí padre por un momento, y cada vez que pasaban cosas así pensaba en qué harían ellos en mi lugar. Aunque a la vista estaba que no les importaba demasiado lo que hiciéramos o dejáramos de hacer en Vorhel.

Tener que levantarme del sofá para volver a calentar la comida fría se me hizo un mundo. Podría haber sido peor, pero entraba a trabajar pronto y no me quedaba mucho tiempo. Con unos padres arquitectos y una hermana recién incorporada en Derecho, cualquiera pensaría que debo de ser un gran ingeniero, un emprendedor o que, al menos, he hecho de mi pasión un trabajo. Pero piensa en las goteras del piso y visualiza la cara arrugada de la casera dándome las llaves de la casa… ¿Crees que seguiría aquí pegándome con una caldera y vaciando cubos de agua si tuviese un trabajo decente?

Me has pillado, mi rutina es una mierda. Pero ¿recuerdas? Todo es una celebración si tienes muchas ganas de creerlo.

Dejé el plato de comida sobre el fregadero para que se ocupase de limpiarlo el Aaron del futuro, pero al abrir el grifo para echarle un poco de agua me manché todo el delantal del uniforme. ¡Joder! Tuve que salir disparado hacia el coche aún con la mancha; iba tan rápido que rezaba para no atropellar a ningún vecino y maldecía a cada persona que me hacía frenar en los pasos de peatones.

Trabajaba cuatro días por semana en El Veterano, una de las cafeterías más concurridas de la ciudad. En los días laborables se llenaba de empresarios celebrando pequeñas reuniones, gente con ordenadores portátiles y familias que, tras recoger a sus hijos del colegio, tomaban la merienda por las tardes. Alguna vez había tenido que quedarme a hacer horas extras, pero, por suerte, mi turno acababa los jueves noche, al igual que el de Ubby, mi mejor amigo.

Ubby había llegado puntual para lidiar con las fieras sedientas de café, mientras que yo entré unos minutos tarde desabrochándome el delantal empapado. Crucé una mirada con mi amigo. Al verme entrar apurado no lo pensó dos veces: se metió la mano izquierda en el bolsillo al tiempo que sostenía una bandeja con la derecha y me lanzó la llave de la taquilla. Me metí en la parte de atrás de la cafetería y tomé prestado el delantal de repuesto de Ubby mientras lanzaba el mío, arrugado, al fondo de la taquilla.

—¿Te has peleado con un cocodrilo o qué? —dijo cortando una porción de bizcocho.

—¡Madre mía! Siento llegar tarde.

—Lo tengo todo controlado, amigo, pero ven mañana tarde y te corto con el cuchillo del bizcocho —respondió dramático pero de broma.

Las abuelitas estaban encantadas con Ubby porque siempre les regalaba un par de palabras y una sonrisa. Servir todas esas meriendas no era su vocación, pero pocas veces le había visto quejándose. Su sueño siempre había sido ser actor, y El Veterano no era más que un paso intermedio en su camino para lograr su meta. Yo llevaba años dando tumbos, nunca acabé la carrera y no me paraba a pensar qué quería hacer con mi vida. Pero sí, todo el mundo quería a mi amigo. Siempre estaba allí para los demás.

Atendí a las dos primeras mesas de la tarde. El señor de la mesa 23 no me puso buena cara, y yo a él tampoco. Hice un esfuerzo por seguir los pasos de Ubby y ser lo más agradable posible con los clientes, aunque no fuese recíproco.

—Aaron, lo que tienes que hacer es venir conmigo fuera de Vorhel una temporada —sonreía Ubby mientras yo preparaba el café de ese cliente.

—Pero ¿adónde quieres ir tú ahora?

—¿Ahora? A donde sea, ¡ahora y siempre! Algún día nos iremos, ¿qué te apetece a ti? —me planteó—. Podemos ir al sur de Europa… o no, demasiado calor, mejor no tan al sur. Pero algo intermedio. ¿Qué país te gusta?

—Uno en el que no me salgan goteras —reí.

—Francia… o, mejor: ¡Austria! —Ubby estaba a punto de subirse a la barra y ponerse a bailar.

Tenía todo listo para enfrentarme con el exterior. Y no me refería a salir del país precisamente, sino a la mesa 23. El señor me miró, y yo me convertí en un gladiador romano saliendo a la arena. Él era un león gigante de tres cabezas, y yo realmente un pringado que esperaba que se derritiera al ver el dibujo de la espuma. «Aaron, focus. Recuerda que tienes que ponerle buena cara, aunque te escupa la bebida encima. Si eso pasa te va a venir fatal porque no tienes otro delantal de repuesto, así que haz feliz a ese señor cueste lo que cueste».

—¿Y el azúcar? —dijo él, cortante.

—Nada de nada, como lo ha pedido —metí la mano en el bolsillo del delantal y saqué un sobre pequeño de azúcar moreno y lo dejé sobre su mesa—. Pero por si lo quiere, le dejo esto por aquí.

El león gigante de tres cabezas se convirtió en un perro amable y sonrió al fijarse en el dibujo de la espuma. Mi amigo me miró sin creerse lo que acababa de ver.

Entre mesa y mesa, me vino un pensamiento intrusivo de la pintada de la desaparición y pensé que aquel sábado asistiría mucha más gente que el resto de la semana.

—Oye, Ubby, ¿sabes qué sesión hay este sábado en el Insomnia?

—¿Qué pasa, nos vamos de fiesta?

—Tío, es por Tilda. Y sé que estás más que enterado de todas las fiestas de Vorhel.

—La temática de este fin de semana es mitología egipcia. —Frunció el ceño—. Pero ¿qué pasa?, ¿vas a ir con tu hermana? ¿No decías que te aburría salir por Vorhel?

—Vamos a ir, Ubby. Tú también vienes. —Casi salta de la emoción.

—¡Pues claro que voy! ¿Y tú quieres ir porque…? —reía.

Una mujer se levantó para dejarnos un par de billetes y se marchó. Ambos le sonreímos y volvimos a girarnos hacia la pared.

—Es que hay una pequeña posibilidad de que haya un pirado buscando a alguien a quien secuestrar, este sábado en concreto.

Nada más decirlo, me di cuenta de lo estúpido que sonaba. Pero sabía que él me apoyaría, y también que no se perdería una fiesta.

—¡Pues venga! A fabricarse un disfraz en dos días. ¡Espero que se te dé un poco mejor que los dibujos que haces en el café!

—Eres un cabrón… ¡Ya podrías enseñarme! No voy a ser capaz de hacer nada. O nos ayudan las chicas o no nos van a dejar ni entrar.

—Va, ya que vamos, vamos bien. Tú reúne cosas doradas que tengas por casa, y la raya del ojo hará el resto.

«Cuando lo sepa, te lo diré», pensé. El disfraz, la ciudad de huida, y todo lo que tenía pendiente.

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Había llegado el día. Ubby llevaba su camiseta dorada de las fiestas y yo me había pintado el pelo con spray negro de un lavado. Aquella noche teníamos que pasar desapercibidos en el Insomnia, sin saber qué nos iba a esperar allí.

Jan y Nora nos ayudaron con los disfraces. Compartían piso con mi amigo en el centro de Vorhel, no muy lejos de los locales a los que solíamos salir juntos. Nora era la más alta de las dos, y sus rizos, la envidia de todo el barrio. Jan era la más calmada, y experta en maquillaje. Me lloraban los ojos de la pintura, pero los disfraces quedaron mucho mejor de lo que esperaba.

—¡Qué envidia me dais! —exclamó Nora en pijama y con la cena a medio hacer.

—Gracias, sol, nos habéis salvado la noche —dijo Ubby.

—¡Gracias, chicas! —grité saliendo por la puerta.

—¡De nada, bombones!

Fuimos a recoger a Tilda y a sus amigas, y acordamos una cosa: no acercarnos a hablar con su grupo en el local para dejarle su espacio, pero estaríamos allí para cuidarla y la traeríamos de vuelta a la resi en coche.

—¿Hola? ¿Cleopatra? ¿Qué has hecho con Tilda? –Ubby y mi hermana se llevaban muy bien, porque los dos eran muy habladores y siempre tenían algo que decir.

—¡Ubby! Bueno, papás, ya sabéis lo que tenéis que hacer, ¿no?

—Sí, bailar hasta que salgan chispas de mis zapatos y hablar con todos tus amigos —contestó el chico de la camiseta de oro.

—¡Oye!

En realidad deseaba con todas mis fuerzas que la noche acabase, no me gustaba la tensión. No podíamos bajar la guardia, porque en cualquier momento podría aparecer un pirado. También pensaba que el pirado era yo por comerme la cabeza, no te voy a mentir.

El Insomnia estaba hasta arriba de gente, y mi hermana y sus amigas entraron antes que nosotros. Me miré en uno de los múltiples espejos que rodeaban el pilar principal de la sala y me dije que el pelo negro no me quedaba del todo mal. Ubby y yo pillamos sitio en la barra, pero le prometí que después saldríamos a la pista. La música no era de mi gusto y bailar tampoco era mi fuerte, pero Ubby siempre decía que no hacía falta hacerlo bien, que nadie se fijaba en eso.

No habían pasado ni cinco minutos y ya empecé a asomarme entre las cabezas para buscar a Tilda. Hablaba con mi amigo mientras la mirada se me iba hacia otro lado, y sabía que él estaba dándose cuenta y que se esforzaba en mantenerme entretenido. Mi protocolo consistía en buscar el espejo del pilar, no encontrarme en el reflejo, buscar la peluca de Tilda entre cientos de personas, respirar, y vuelta a empezar.

Clavé los ojos sobre la barra del bar. «No va a pasarle nada, no va a desaparecer nadie hoy». La madera cambiaba de azul a morado. Las luces daban vueltas y vueltas, y todavía no había llegado la medianoche, así que pedimos un par de copas para sobrevivir.

—¿Y ese tío? —preguntó Ubby mientras un grupo de chicos se acercaban a mi hermana y sus amigas.

—Bueno, pues ahí está la razón por la que no podemos acercarnos a ellas.

—Ya ves, vamos a arruinarle la cita con el chico más guapo del curso —dijo con un tono exagerado—. Va el tío y se disfraza del dios de la muerte, ¿tú te crees?

Vi perfectamente cómo ese chico miraba a mi hermana. Y ella a él. Miré al dios de la muerte durante unos pocos segundos hasta que me di cuenta de que no era más que un chaval. No parecía que fuese a hacer nada muy raro y, mucho menos, secuestrar a alguien. Así que decidí relajarme. Di un buen trago a mi copa y vi que Ubby casi se había terminado la suya.

—Controla, ¿eh? ¡Que por la mañana tienes que conducir hasta casa! —dijo Ubby de camino a la pista.

A mi amigo le valía cualquier excusa para hablar con todo el mundo, no tardó nada en distraerse con un grupo de personas en la pista.

—¡Puntuad el traje de mi amigo Aaron del 1 al 10! —Las chicas del grupo se reían y nos hablaban como si llevásemos años siendo amigos.

—¡Bueno, Aaron, te doy un sobresaliente por el maquillaje!

No me salía otra cosa que no fuese sonreír y girar la cabeza hacia otro lado mientras ellos seguían hablando y bailando. Fingía moverme de un sitio a otro, como hacía todo el mundo en la sala, y volví a buscar a mi hermana con la mirada.

—¿Sois de aquí?

—Sí, sí, de toda la vida. ¿Y vosotras? ¡Se ve que sí! —respondió Ubby.

—Claro, de toda la vida. Pero nunca te he visto, ¡qué pena! —Asintió todo el grupo.

Sabía que aquella interacción desaparecería a la mañana siguiente. Aun así, intentaba estar atento, pero pasaba el tiempo y presentí que algo empezaba a ir mal.

Espera. Busqué mis manos y no las encontré. Las puntas de mis dedos estaban borrosas. Noté un mareo repentino que hizo que me quedara parado durante unos minutos, sin escuchar ni gente ni música. Solo los golpes de los bajos retumbando en mi cabeza. Repasé el juego de luces para comprobar que tenía la cabeza en su sitio. Había sido un bucle durante toda la noche.

Bang, bang, bang, rosa. Bang, bang, bang, rojo. Bang, bang, bang, ¿otra vez rosa? ¿Cómo es posible si todavía no han pasado por el resto de los colores?

Busqué a Tilda, pero todo el mundo tenía purpurina en la cara y el destello me dañaba la vista. Creí caminar un rato considerable hacia mi hermana, pero miraba a mi alrededor y Ubby se había quedado solo un poco atrás. ¿Estaba muy lejos de él o solo había caminado dos pasos? Cuando las luces volvieron a ser verdes, las distancias parecían muy largas, pero cuando volvieron al rosa… el dorado de la camiseta de Ubby se nublaba. Seguía caminando hacia mi hermana. Espera, ¿por qué caminaba hacia mi hermana?

«Aaron, no te reconozco», me dije. Me miré al espejo y tampoco me encontré; mis manos seguían borrosas. Vale, protocolo. Espejo. Luces. Buscar a la amiga de Tilda que era un poco más alta que ella. Espera, había perdido la pista de esa chica hacía ya unas horas. Ahora buscaba al dios de la muerte, que era más fácil de encontrar. Bang, bang. ¿Y si la amiga de mi hermana, que había estado en mi coche hacía unas horas ya no estaba allí? ¿Y si era ella a la que teníamos que cuidar y no a Tilda?

Pasaba entre trajes dorados y reflejos y la música sonaba a cámara lenta. Nadaba en un mar de luces, a contracorriente, y todo lo que veía se difuminaba como si estuviésemos bajo el agua. Creo que vi a Tilda. A veces le cambiaba el peinado y las facciones de la cara; a veces parecía que me quería decir algo, y a veces la perdía entre los destellos. Espera, ¿desde cuándo Tilda se había puesto barba en el disfraz? Ah, era el otro chico. Estaba muy cerca de ellos, diría que intentaban decirme algo. ¿Gritaban? Porque la música seguía descomponiéndose en mi cabeza. Todas las personas parecían iguales. Volvía a mirar mis manos y no encontraba mis uñas. Entrecerraba los ojos, cada vez más fuerte, y no se enfocaban. ¿Qué está pasando?

Bang, bang, bang.

Bang, bang, bang.

Sangre.

Espera, sangre no, era la copa de alguien que se me había caído encima.

Y allí me encontré. Acabé frente a un gran espejo. La música se oía mucho más lejana que antes y en aquel espacio ya no había luces. ¡Estaba en el baño!

—¡Eh, tú, que hay cola! —protestó alguien. No supe qué contestar, pero se ve que no estaba solo.

Definitivamente no había ni una sola cara conocida en el baño de la discoteca, ni siquiera la de aquel chico en el espejo. Me quedé quieto durante quién sabe cuánto tiempo dando tumbos, intentando buscar la salida, a mi amigo o a alguien que me sacase de allí. ¿Cómo es que mis pies caminaban por sí solos si me había dejado la cabeza por ahí?

Veía varias pilas de grifos moviéndose y un gran espejo sobre ellos. Tocaba todas las puertas para intentar salir a la pista de nuevo, pero cada vez que lo intentaba, alguien gritaba: «¡Ocupado!». No había salida, solo lavabos.

Creo que alguien nuevo entró en el baño. Me di cuenta porque, cuando se abría la puerta que tanto buscaba, la música volvía a retumbar en mi cabeza. Además, ya se había ido todo el mundo que había estado haciendo cola para entrar. ¿Cuánto tiempo llevaba allí?

—¿Ubby? —dije. Él era el único que podía sacarme de allí. Pero nadie contestó.

No sabía distinguir bien quién era la persona, o si era mi propio reflejo. No dijo nada. Tampoco se metió en uno de los cubículos. La persona nueva, sin hablar, se acercó a uno de los lavabos. Juraría que por un momento me miró, pero su cara también estaba borrosa. Podría decir que tenía gafas muy pequeñas y algo de barba.

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—No eres Ubby —afirmé entonces.

Se subió encima del lavabo, y mientras observaba cómo el techo cambiaba de altura continuamente, me pareció ver cómo aquella persona presionó uno de los espejos del baño con la punta de los dedos, colocó su rodilla sobre el lavabo y se metió dentro. Espera, ¿qué?

Creo que atravesó el cristal, y después, silencio.

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Si no me hubiese pasado la noche anterior fingiendo ser guardaespaldas (o niñera) quizá hubiera estado más atento a que el hombre de al lado en la barra no me echase nada en la bebida. Al menos, a esa conclusión llegamos entre todos.

Lo único que puedo decir es que precisamente nuevo no soy, pero un poco idiota sí. ¿La persona de al lado? Ni siquiera recordaba su cara, y Ubby tampoco.

Recapitulemos. Anoche alguien debió de encontrarme tirado en el suelo del baño del Insomnia y mi amigo llamó a las chicas para que nos recogiesen, así que Jan y Nora volvieron a salvarnos la noche. ¿Que si le jodí la fiesta a mi hermana y a su amiga, que ahora me miraban con cara de decepción? Pues seguramente sí, pero es que el plan no salió como esperábamos. Yo debí haber aguantado despierto y en buenas condiciones para traerlas de vuelta por la mañana. Debí haber cuidado más de mí mismo también, pero acabé tirado sobre unas baldosas sucias. No sabes el dolor de cabeza que tenía. Reposaba sobre la cama de mi amigo, con él medio dormido al lado y cuatro personas en modo interrogatorio rodeándonos.

Mi camiseta apestaba a alcohol, recordé haberme chocado en algún momento con alguien en la fiesta, por lo que me tiró su copa por encima. Cualquier fragmento que tú recortases de aquella habitación era un cuadro. Barroco.

—Aaron, ¿quieres que vayamos al hospital? —dijo Jan—. Quizá tengan que hacerte un lavado de estómago.

—Nada, no te preocupes, tía. Ahora mismo me pegaría un tiro en la cabeza, pero estoy bien. —Volví a oler mi camiseta y pensé que más tarde quizá fuese a vomitar. Si es que no lo había hecho ya sobre la ropa—. Dios mío, doy muchísimo asco.

—Ya te vale, hermano —intervino Tilda—. Tienes que ir siempre tapando el vaso con la mano mientras no estás mirando. ¡Es muy peligroso!

—Ahora lo sé, mamá. No estoy hecho para esto. —La miré sabiendo que ella sí lo estaba—. ¿A qué hora volvimos? ¿Te fastidié la noche?

—Serían las tres de la mañana —dijo Nora—. Menos mal que nosotras nos quedamos viendo pelis hasta tarde, si no, nos pilláis dormidas.

—Tampoco me perdí mucho. Al final fue un rollo —vi la cara descompuesta de aquella chiquilla y supe que algo no andaba bien. No quise sacarle el tema del chico con el que estaba en la fiesta, pero si la noche hubiese ido bien, entonces mi hermana estaría enfadada por haber vuelto a casa antes de lo previsto. Hice una mueca, ella me vio y volvió a agachar la cabeza. Tenía purpurina y pintura negra por toda la cara.

—Chicas, gracias por todo, de verdad. —Me sentía realmente mal. No solo físicamente, sino también por involucrar a Jan y Nora en todos nuestros líos.

—Nos debes una cena y ya está —Nora y Ubby parecían la misma persona. Se expresaban igual—. Oye, tu coche seguirá aparcado en la puerta del Insomnia.

¿Qué tenía entonces? Un coche bastante lejos de la zona, la cabeza taladrada y posiblemente más goteras cuando llegase a casa. Cuando pensaba en aquello, el cuadro Barroco se iba pareciendo más a un cuadro depresivo.

Dejé manchas negras por toda la almohada del spray del pelo. Mi cabeza estaba a punto de estallar. Todavía me pitaban los oídos y seguía dándole vueltas a los colores de los focos. La luz del día no me dio tregua, el sol de la ventana no me estaba cayendo muy bien.

Sé lo que estás pensando, lector. Te dan exactamente igual mis dolores de cabeza y los que le he dado a las pobres chicas por cuidar de mí. Quieres saber qué es lo que pasó con la persona de gafas que se metió en un espejo delante de mis narices. ¿Sabes qué? Yo también, porque como puedes imaginar yo tampoco tenía muy claro lo que vi. Tenía flashbacks borrosos, pero no sé si pasó realmente. No podía mantenerme en pie sobre las baldosas, pero al menos sabía con certeza que aquello era un baño. Había una fila de gente esperando y, cuando se quedó vacío, entró el hombre de gafas y no dijo nada. Posiblemente no me habló porque me vio en tan mal estado que pensó que no merecía la pena. O quizá porque estaba a punto de atravesar un maldito espejo y no quería llamar la atención. No me creía nada, podría decirte que vi al gato del vecino volando y daría igual. Pero al dolor de cabeza se me unió el runrún de que, joder, lo vi. Eran mis ojos. Estuve allí.

Al menos desperté en un sitio conocido, vestido y vivo. Así que lo di por válido. Por supuesto, no le había contado a nadie lo del tipo y el espejo. No era el momento. Pensé en contárselo a Ubby cuando se despertase, pero me respondería con alguna broma y no le daría más importancia. Ubby siempre se las arreglaba para contrarrestar cualquier situación mínimamente seria con bromas, solía evadirse así de los problemas. Mi amigo no lo pasó muy bien en el pasado, y yo tampoco. Teníamos claro que fueron esos momentos los que más nos unieron con los años.

Finalmente despertó y nos quedamos los seis hablando en su cuarto antes de espabilarnos e irnos a casa.

—Entonces ¿quién desapareció anoche? —preguntó Ubby—. Aparte de tu dignidad, digo. —Esta vez se dirigió a mí y yo le di un empujón. Me reí.

—Nadie, que nosotras sepamos —habló por primera vez Tess, la amiga de Tilda, que parecía que se le habían gastado las pilas y dejó de ser ruidosa.

—¿Lo ves, Aaron? Es una tontería. Todo el mundo está en su casa con resaca y ya está —suspiraba—. ¿A la próxima podemos ir solitas?

—¡Sí, hombre! —gritó Ubby—. ¿No nos dejáis ir?

—¡No! —reían—. En serio. Al menos mis amigos no os vieron, pero llegáis a cruzaros y me meto debajo de una piedra.

—¿Tanta vergüe

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