1
Amy
No había vuelta atrás; la decisión estaba tomada. Ya no podía bajarme de aquel avión.
Quizá me estuviera equivocando, pero tenía que hacer algo para dejar de ser el reflejo desdibujado de unas expectativas que nunca habían sido realmente mías. Aquella inesperada oportunidad era la excusa perfecta para dar el primer paso y empezar a descubrirme de verdad, con todas mis líneas bien definidas, aunque no fueran tan rectas ni tan perfectas como las de Harry. A él le llenaba por completo su exitosa carrera profesional y no anhelaba cambiar su rumbo. Pero yo no era como mi hermano; conformarme con una vida llena de estrés y vacía de todo lo que realmente me importaba ya no era una opción.
Estaba demasiado cansada de esforzarme día a día por mantener en pie lo que en realidad era, simple y llanamente, una burda mentira que me estaba asfixiando.
Unas ligeras turbulencias sacudieron el avión en nuestro ascenso. Esbocé una pequeña sonrisa irónica; yo también sentía un torbellino interno ante aquel profundo cambio que iniciaba. Unos minutos después, el avión se estabilizó y, a velocidad de crucero, se dispuso a devorar los kilómetros que me llevarían a mi destino. Me acurruqué contra la ventana y, mientras seguía escuchando Kids de One Republic, contemplé la inmensidad del cielo para olvidarme de todas las exigencias que desde niña me habían ido carcomiendo poco a poco.
Aterricé en el aeropuerto de San Francisco cuatro horas después. Como aún tenía que esperar un rato a Ursula, quien me había avisado de que estaba atrapada en un atasco, deambulé por la terminal tirando de mi maleta hasta que encontré un Starbucks. Me hice con un capuchino doble repleto de espuma y me senté a beberlo con parsimonia.
Me dediqué a observar el ir y venir de los viajeros que daban vida a aquel imponente edificio de acero y cristal. No pude evitar pensar en lo perdidos que habrían estado mis padres en un lugar tan cosmopolita. Ellos, tan conservadores y arraigados en sus estrictas reglas, habrían encontrado demasiado impactante el panorama tan variopinto que se podía ver en ese aeropuerto. Apenas habían viajado fuera de Luisiana; un lugar como aquel simplemente les habría aterrorizado. Se habían dejado los cuernos por darnos a Harry y a mí la mejor educación. Eso era un mérito que no les podía negar. Nunca se habían permitido ningún lujo y todo lo que habían ganado en sus respectivos trabajos lo habían invertido en darnos a nosotros el nivel cultural y el estatus que a ellos siempre les habría gustado tener. A simple vista habían sido unos buenos padres; ¿quién no querría que sus hijos prosperaran y alcanzaran esas metas que ellos no habían podido conseguir?
El problema era que su deseo de que llegáramos alto en la vida había pasado a ser una enfermiza obsesión. En su plan nunca hubo cabida para que hiciéramos nada que se saliese lo más mínimo de los límites que ellos habían establecido. Harry había seguido su hoja de ruta sin problema. Yo lo había intentado, acallando día tras día esa voz interior que me decía que quería algo distinto. Algo que me llenara más allá de cumplir con mi obligación.
Pero esa voz se había impuesto de pronto. Y me gritaba con tanta fuerza que ya no pude ignorarla más.
Poco después de renunciar a mi puesto de becaria en una de las empresas más prestigiosas del sector financiero, dejé la Gran Manzana y regresé al hogar de mi infancia. Quería recargar las pilas antes de decidirme a dar el siguiente paso. Mis padres estaban absolutamente indignados con que hubiera renunciado a esa gran oportunidad. Creían que había tirado mi futuro por la borda y, en lugar de concederme algo de tiempo y espacio, empezaron a insinuar que debía hacer un máster en Finanzas que reforzara aún más mi currículum académico y diera sentido a mi abandono laboral. Lo hicieron de forma disimulada, soltando aquí y allá pequeños comentarios durante la cena. Se ofrecieron incluso a recurrir a sus ahorros para ayudarme a pagarlo, lo que hacía que me sintiera todavía más presionada. Se fueron volviendo más insistentes y yo cada vez me agobiaba más.
Lo que para mis padres era una «temeraria y absurda decisión», para mí era un paso decisivo para ser libre por fin y hacer con mi vida lo que realmente quería.
Había estudiado Económicas, como Harry, por el simple hecho de que no me habían dado otra opción. No había sido lo suficientemente valiente para enfrentarme a mis padres y matricularme en la prestigiosa escuela de fotografía con la que tanto había fantaseado. Estudié sin rechistar la carrera que ellos me impusieron y en mis ratos libres, a escondidas, practicaba todo lo que podía con mi cámara de fotos.
Me había pasado la vida tratando de ocultar quién era realmente. Siempre me había escondido tras la estela de perfección que mi hermano mayor dejaba a su paso.
Aunque se tratara de una solución temporal, hasta que encontrara las respuestas que buscaba para mi futuro, estar de vuelta en Baton Rouge no me emocionaba demasiado. La aburrida capital de Luisiana nunca me había gustado, y menos ahora que la comparaba constantemente con Nueva York. En mi adolescencia, mi único consuelo siempre había sido la cercana Nueva Orleans. Me escapaba allí tan a menudo como podía y disfrutaba a tope de su vida, cultura y buen rollo junto a Beth y Marlene, mis dos mejores amigas. Lo malo es que con el paso de los años las tres nos habíamos distanciado bastante.
Beth estaba terminando la carrera de Derecho en Chicago, y Marlene, que al acabar el instituto no quiso seguir estudiando, se había quedado en nuestra ciudad natal para empezar a trabajar en la ferretería de su familia. Como esta última seguía viviendo en un barrio cercano al de mis padres, la llamé para vernos y ponernos al día. Quedamos a tomar un café y, aunque me alegré de verla después de tanto tiempo, me di cuenta de que ya no teníamos mucho en común. Ella se conformaba con su vida tranquila. Trabajaba de dependienta y ya estaba planeando casarse con su novio de siempre, a pesar de tener solo veintitrés años.
Lo admito: la juzgué por ello. Me parecía una pena que fuese a dar ese paso tan pronto sin explorar ninguna otra opción primero. Llevaba con Jack desde los quince y apenas había visto mundo ni vivido otras experiencias.
Y ella me juzgó a mí. No lo dijo con palabras, pero cuando le conté el motivo por el que estaba de vuelta en Baton Rouge, pude ver claramente en sus ojos que mi decisión le parecía de lo más descabellada. Seguramente pensó que estaba loca por dejar atrás ese puesto de prácticas por el que muchos matarían. Y encima en una ciudad tan fascinante como Nueva York.
Nadie parecía entenderme y llegué a plantearme si la había cagado a lo bestia.
Pero, gracias a Dios, Ursula apareció en escena. La prima de mi madre —con quien siempre me había llevado genial— fue la que me hizo ver la luz. Me ofreció una oportunidad muy tentadora que me alejaría de aquel asfixiante lugar donde no podía extender mis alas.
Un par de semanas atrás Ursula había estado de visita en la ciudad. Estaba harta de sentirme incomprendida, así que me desahogué con ella mientras tomábamos una copa de vino mano a mano en el jardín trasero de la casa de mis padres. Solté todas mis preocupaciones ante aquella mujer a la que siempre había admirado.
Ella era muy distinta al resto de mi familia. Libre y valiente, había roto moldes varias décadas atrás dejándolo todo para irse a vivir a California. Su decisión causó un revuelo considerable. No entendieron que rompiera su compromiso matrimonial con el que había sido su novio desde el instituto para escaparse a vivir una nueva vida. Allí se enamoró perdidamente de John, un aventurero inglés que estaba construyendo un pequeño hotel en una tranquila localidad costera al sur de San Francisco. Su corazón se prendó a partes iguales de aquel hombre y de sus sueños, así que jamás regresó a su antigua vida en Baton Rouge.
Ursula me escuchó atentamente. Cuando hube terminado de hablar, dejó su copa sobre la mesa, encendió un cigarro y, tras dar la primera calada, se limitó a decir:
—Amy, tú lo que necesitas es alejarte de tus padres y de esta ciudad tan insulsa. Aquí no vas a encontrar lo que estás buscando —sentenció, cariñosa pero tajante—. Vente a Half Moon Bay conmigo. Quiero proponerte algo muy interesante para lo que solo vas a necesitar tu cámara de fotos.
2
Alan
Tenía que hacer algo.
Quedarme allí de brazos cruzados con la culpa quitándome el sueño noche tras noche no iba a ayudarnos a ninguno de los dos.
No podía cambiar lo que había pasado.
No podía retroceder en el tiempo y hacer que mis actos no hubieran causado tanto daño.
Ella no iba a ser jamás la misma de antes.
Yo tampoco. Y no quería serlo. Aquello tenía que ser una señal, un aviso de que todo lo que había sido mi vida hasta el momento no merecía la pena.
Estaba vacío, tanto que la palabra «esperanza» no tenía ningún sentido para mí.
Me levanté de la cama, estaba cansado de mirar el techo una noche más.
Yo no tenía nada por lo que seguir adelante, pero ella sí. Tenía que devolverle esa parte de sí misma que le habían arrebatado. Eso quizá le ayudaría a volver a reconocerse en el espejo. No, rectifico, lo que yo quería no era que se reconociera de nuevo a sí misma, sino que descubriera un nuevo reflejo que le devolviera las ganas de vivir.
Arrastré mis pasos en la penumbra del dormitorio, tan solo iluminado por las luces de la calle, que se colaban caprichosas en el interior de mi magnífico piso. Yo no quería luz. Me encontraba más cómodo en la oscuridad y fantaseaba con la nada absoluta. Descansar por fin.
No sentir ni remordimientos ni culpa.
No sentir…
Pero eso tendría que esperar. Primero debía preparar aquella maleta que llevé hacia el vestidor. Repasé con la mirada los trajes elegantes y las camisas que usaba a diario. No los iba a necesitar para nada en esa ocasión, y mucho menos las carísimas corbatas que llevaban años ahogándome, así que metí en mi pequeño equipaje los pocos vaqueros que tenía junto con algo de ropa interior y unos polos de manga larga.
Cuando ya iba a salir de mi piso recordé algo y me detuve en seco.
Faltaba una última cosa en esa maleta. Lo más importante de todo.
Di media vuelta y me dirigí al frío despacho donde había pasado en vela tantas noches, destruyendo en mi portátil, poco a poco, línea a línea, el futuro de tantos.
Saqué del cajón aquel sobre y lo metí en el bolsillo interior de la cazadora, recordándome a mí mismo que esta última acción era para ayudar y no para destruir.
Después ya tendría tiempo de encontrar el lugar adecuado para no sentir nada.
Ni culpa.
Ni odio.
Ni vacío.
Solo paz…
3
Amy
Una vez que llegó al aeropuerto, Ursula me recogió en la terminal y condujo hasta Half Moon Bay. Primero tomó la autovía en dirección norte. Al llegar a Daly City cambió el rumbo hacia el sur y se dirigió a nuestro destino por un tramo de la emblemática Highway 1.
—Podríamos haber ido por un camino más directo que va por el interior —me explicó—, pero por la costa es más bonito, y no tenemos prisa.
Disfrutamos de las maravillosas vistas del océano Pacífico desde su antiguo descapotable mientras mi pelo me revoloteaba alrededor de la cara y la brisa marina me acariciaba la piel. Me alegré de su decisión. No se trataba de llegar cuanto antes, sino de disfrutar de la travesía. Y pensé que quizá la felicidad sea una forma de viajar y no un destino.
Cuando aparcó el coche junto a esa casa situada frente a la playa, que ella y su marido habían convertido en un acogedor y elegante B&B, solté un suspiro de puro éxtasis. Aquel lugar era simplemente precioso. Sentí una inmediata punzada de esperanza, y también un gran alivio por haberme escapado de la jaula que la casa de mi infancia suponía para mí.
Había sido un viaje largo, por lo que, en cuanto terminé el delicioso almuerzo que mi tía me preparó, decidí estrenar mi pequeño refugio y me hice amiga al instante de la mullida y preciosa cama que allí me esperaba.
Me desperté a última hora de la tarde algo desorientada. Mientras recuperaba la consciencia y me desperezaba después de aquella siesta tan larga, recorrí con la mirada el dormitorio, exquisitamente decorado, en el que Ursula me había instalado. Tras fijarme en cada detalle de esa habitación, de estilo sencillo pero sofisticado, salté de la cama. Caminé descalza sobre la alfombra de yute, que llegaba hasta un ventanal desde el que se divisaba la increíble playa de Half Moon Bay. Corrí el vaporoso visillo de lino y abrí la ventana. Una brisa se coló al instante en la habitación, agitando de forma caprichosa la fina tela de algodón. Salí al balcón de madera y me apoyé en la barandilla. El sol estaba a punto de esconderse tras el horizonte y la luz anaranjada del atardecer hacía que las vistas fueran estremecedoras.
Me había despertado en el paraíso y no podía salir de mi asombro.
Cerré los ojos e inspiré el profundo aroma del mar mientras los mechones de mi pelo se revolvían indomables. El viento soplaba a ráfagas y con ganas.
Cuando volví a abrir los ojos disfruté del espectáculo que me ofrecían las agitadas olas de aquel día y vislumbré a lo lejos a varios surfistas.
No sabía si allí iba a encontrar la respuesta a qué demonios hacer con mi vida a partir de aquel momento. Pero de lo que no cabía duda era de que estar un par de semanas en un lugar tan bonito y apacible, tan distinto a lo que había sido mi vida en los últimos años, me iba a sentar de maravilla. En Nueva York, el estrés y la soledad de ser una hormiga entre millones me había asfixiado, tanto en la universidad como al empezar a trabajar en ese rascacielos sin alma. Y en Baton Rouge me aburría como una ostra, además de ahogarme con los comentarios incesantes de mis padres sobre la locura que había cometido.
Sí, definitivamente, algo bueno tendría que salir de aquel paréntesis que me había regalado Ursula. Una pequeña localidad en la costa norte de California, su ritmo pausado y aquella playa infinita no podían ser una mala combinación para dar el primer paso hacia un futuro distinto en el que consiguiera darle un sentido a mi vida.
El sol rozaba ya el horizonte, con sus naranjas y ocres que se convertían en fucsias algo más arriba y acariciaban el blanco de alguna nube despistada que flotaba en el cielo. No lo dudé un segundo; entré a por mi cámara de fotos y volví a salir al balcón para inmortalizar una de las puestas de sol más increíbles que había visto jamás.
Ursula y John vivían en un anexo de aquella enorme casa que habían dejado como vivienda privada para ellos y sus invitados. También tenían su propia zona de jardín, separado por unos altos setos del que estaba destinado para los huéspedes de su precioso Bed & Breakfast. Cuando bajé a reunirme con ellos, su perra, Cala, me dio la bienvenida moviendo la cola sin cesar y, en cuanto recibió un par de caricias, se fue a corretear detrás de un pájaro, más feliz que una perdiz.
Después de tomar un aperitivo junto al exótico estanque que tenían en una esquina, lleno de peces de todos los colores imaginables y plantas acuáticas de lo más variadas, nos sentamos a cenar en un porche que estaba algo más alto que el resto del terreno. La suave luz del crepúsculo permitía contemplar aún la bahía en forma de media luna que daba nombre a esa localidad. Las olas se escuchaban en la distancia y las ráfagas de viento de la tarde había dejado paso a una suave brisa nocturna que nos regalaba un característico olor a salitre y a libertad. La cálida temperatura del día había disminuido unos cuantos grados, por lo que me alegré de haberme puesto una sudadera para bajar a cenar.
—¿Crees que podrás hacer un buen reportaje de nuestro pequeño paraíso? —me preguntó John mientras me servía un poco de vino.
—Eso espero —suspiré—. Tendría que ser muy patosa para no conseguir plasmar la belleza y el encanto de este lugar. Aunque estoy un poco nerviosa… Es la primera vez que voy a usar mi cámara para hacer un encargo. Para mí, la fotografía hasta ahora ha sido solo una afición; nunca me he dedicado a ello de forma profesional.
—Siempre hay una primera vez —dijo Ursula entusiasmada—. Tómate tu tiempo, no te agobies. Creo que antes de empezar a fotografiar nada debes disfrutar del entorno durante unos días. Visita el centro del pueblo, la playa y los alrededores. Toma el sol, sumérgete en el océano, lee un buen libro y deja que la tensión que has estado viviendo se disipe un poco.
—Todo eso suena de lujo, la verdad. Pero tampoco puedo quedarme eternamente. ¡Mis padres están que trinan!
—Ya no eres una niña. Déjales que opinen lo que quieran —intervino John antes de darle una calada a su pipa—. Solo tú puedes elegir tu destino. Y nosotros no tenemos prisa alguna. Puedes quedarte aquí todo el tiempo que necesites.
—Muchas gracias. La verdad es que un sitio como este es perfecto para desconectar de todo. Fuisteis afortunados al encontrar un lugar así para instalaros.
—No fue cuestión de suerte —dijo Ursula—. John tenía muy claro lo que quería y lo buscó. Londres le agobiaba y se mudó a San Francisco. Conectó con la ciudad y pasó varios años trabajando en una multinacional, pero no terminaba de llenarle, así que decidió buscar el sitio adecuado para montar un negocio que le permitiera dedicarse a su pasión, la pintura. Recorrió toda la costa durante meses. Cuando por fin dio con esta propiedad, lo vio muy claro.
—Sí, a pesar de estar hecha una pena y necesitar una remodelación considerable, no dudé de que era la casa perfecta para crear el pequeño hotel con el que llevaba tiempo soñando. Y Ursula no titubeó a la hora de subirse al barco y ayudarme en esa nueva aventura. Gracias a ella, el Rosewood Inn se ha convertido en un lugar muy especial, y muchos de sus huéspedes suelen visitarnos una y otra vez por la magia que desprende.
—¿Por qué lo llamasteis así?
—Porque su nombre hace referencia a un tipo de madera que tiene propiedades curativas, tanto físicas como espirituales —explicó Ursula con una sonrisa antes de dar un sorbo a su copa de vino—. Y eso es justo lo que nosotros queríamos: crear un lugar que no solo fuera bello y relajante, sino también transformador para aquellos que se hospedaran aquí. En todas las estancias del hotel hay objetos hechos con palo de rosa, incluidas las habitaciones. Y en nuestra zona privada también. En tu dormitorio, por ejemplo, las butacas y la cómoda están fabricadas con ese tipo de madera.
—Es una explicación muy bonita. Sin embargo, yo no creo mucho en esas cosas, la verdad —dije con escepticismo—. El poder de transformarse está en uno mismo y, sobre todo, en que las circunstancias lo permitan.
—Por supuesto que los cambios dependen de uno mismo —asintió John—, pero un empujón no viene mal. El palo de rosa tiene un olor muy agradable que tranquiliza e inspira. ¿No lo has notado?
—Ahora que lo dices, lo cierto es que nada más entrar al Rosewood he percibido un olor muy característico. En mi dormitorio ese aroma es aún más intenso. Y lejos de desagradarme, la verdad es que he sentido cierta paz. No obstante, llevo muchos años entre números y lógica para creer que un trozo de madera posea propiedades que puedan curarme a nivel espiritual.
—Dejar atrás tu vida en Nueva York no ha sido una decisión lógica, ¿verdad? —apuntó John.
—No, no lo ha sido —admití—, y me da un poco de miedo lo que va a pasar a partir de ahora. Me siento como en una barca a la deriva… Hay momentos en los que tengo tentaciones de retroceder y volver a la seguridad del puerto.
—Tú misma lo has dicho: eso sería dar marcha atrás y conformarte con lo que es seguro, aunque no te haga feliz. Olvídate de todo durante un tiempo, inspira profundamente y deja que los sentidos tomen el timón. Si sales de tu zona de confort, te aseguro que encontrarás tu isla desconocida antes o después.
4
Amy
—¿En serio piensas seguir en tus trece?
La crispada voz de mi madre al otro lado de la línea me hizo volver a la realidad de sopetón. Era como si de pronto no hubiera ni un solo kilómetro de distancia entre nosotras. Su habitual forma de criticarme me llegaba muy nítida y clara por el auricular del teléfono.
—Mamá, ya te lo dije antes de irme —suspiré poniendo los ojos en blanco —. Esta no es una decisión que haya tomado a la ligera. Realmente necesito un paréntesis en mi vida para replantearme muchas cosas.
—Eso son pamplinas sin fundamento —replicó malhumorada—. Todavía eres una cría y no sabes lo que haces. Esa vena aventurera que te ha entrado de repente no tiene ningún sentido. Ya que has decidido tirar por la borda todo lo que has conseguido con tanto esfuerzo, deberías al menos apuntarte a ese máster tan prestigioso que ya hizo tu hermano y que tan buenas oportunidades le ha dado. Mírale a él; tiene un puestazo que le permite vivir como un rey. Sin embargo, ¡tú dejas un empleo en el que habrías ido ascendiendo y te vas con la hippie de mi prima al otro lado del país!
—Mamá, ¿por qué no me dejas en paz? —protesté, empezando a cabrearme muy en serio—. Además, ¿que más te da lo que yo haga? Ya tienes a Harry para que te baile el agua y te pasee en su cochazo como toda una señora de la alta sociedad.
—Amy, ¡te estás pasando! No te permito que me hables así —me reprendió mi madre, indignada—. Déjate de tonterías y vuelve a Baton Rouge para que podamos hablar de esto.
—Llevo toda la vida haciendo lo que vosotros creéis que es lo correcto. Y eso me ha hecho muy infeliz —le reproché—. Deja que, por una vez, tome mis propias decisiones. Ya no soy una niña.
—No, técnicamente no lo eres, pero aún eres demasiado joven para distinguir con claridad lo que te conviene —resopló—. Aunque ya veo que no hay forma de hacer que recapacites, así que tú verás. Pero espero que pronto te des cuenta de la tontería que estás haciendo. ¡Ursula te ha contagiado su locura!
Decidí dejar la conversación antes de que aquello acabara muy mal. Cuando la cerrada de mente de mi madre comenzaba a arremeter contra su prima, su discurso conservador se hacía insoportable. ¿Cómo podíamos ser tan diferentes?
—Te tengo que dejar. Ya es muy tarde y estoy agotada por el viaje.
—Muy bien, hija. Tú descansa. A ver si eso te ayuda a recuperar la cordura y tomas el primer avión de vuelta. Te echo de menos y me preocupa que estés en ese pueblo de California que ni Dios sabe dónde está.
—Tranquila, mamá. Dios y Google Maps saben perfectamente dónde está Half Moon Bay.
Colgué el teléfono de muy mala leche. ¿Por qué tenía que ser siempre tan crítica conmigo? Era su única hija. Lo más normal habría sido que tuviéramos una conexión especial, pero ella parecía apreciar más a mi hermano y cuestionaba constantemente todas mis decisiones.
Siempre había sentido cierta envidia al ver que mis amigas mantenían una estrecha relación con sus madres, compartiendo con ellas su visión femenina de la vida. Yo jamás había podido contarle a la mía nada sobre mis sentimientos e ilusiones. Ella siempre había puesto una fría barrera entre nosotras y rara vez habíamos ido juntas de compras o al cine. Su obsesión por que yo siguiera los pasos profesionales de Harry parecía ser lo único que le importaba y eso había hecho que nuestra relación siempre hubiera sido un poco distante.
Durante mi adolescencia había intentado acercarme a ella, esforzándome para que entendiera mis inquietudes y anhelos. Cansada y dolida por su frialdad, al final terminé tirando la toalla. En los últimos años me había limitado a conformarme con el hecho de que mi madre y yo teníamos bastante poco en común.
Mi padre no era muy distinto. Era cariñoso pero muy exigente, así que con él mi relación tampoco había sido fácil. No obstante, era un hombre y mi necesidad de conectar con él no había sido tan acuciante. Quizá fuera un cliché, pero los padres suelen estar más conectados a sus hijos y las madres, a sus hijas. Lo malo era que en mi caso no conectaba con ninguno de los dos.
Simplemente, no me veían.
Me fui a dormir con un sabor agridulce. El buen rollo que me transmitía aquel lugar se había visto empañado por la tensa conversación con mi madre. Pero a la mañana siguiente me sentí más animada. Al escuchar el rugido del mar desde mi cama, me desperecé con una lenta sonrisa y me regalé unos instantes de felicidad entre las sábanas. Después de hacer un poco el vago, me levanté para darme una ducha que me terminó de despertar por completo.
Bajé a desayunar poco después y disfruté como una enana del festín mañanero que Ursula había preparado en la coqueta cocina, desde la que se adivinaba una vista parcial de la bahía. Una densa bruma cubría la playa y no era posible apreciar dónde acababa.
—¿Has dormido bien? —me preguntó mi tía.
—Sí, estupendamente.
—¿Qué planes tienes para hoy?
—Tenía intención de ir al centro del pueblo primero y luego pasear por la playa, pero, en vista de la niebla que hay, creo que tendré que cambiar de idea.
—No, no tendrás que hacerlo. Suele amanecer así, pero a lo largo de la mañana la bruma se va retirando y luego hace un sol radiante —me explicó—. Si quieres, cuando acabes de desayunar te enseño con calma el hotel y sus mil detalles para que vayas pensando en ideas para las fotos. Ayer apenas viste la recepción, así que hasta que salga el sol podríamos aprovechar para que te cuente un poco más sobre la historia de este caserón. Después puedes coger una de las bicis de cortesía para dar un paseo hasta el centro.
—Me parece una excelente idea —asentí antes de darle un sorbo al café que ella acababa de servirme.
Ursula me enseñó primero el exterior de su hotel, que miraba de frente y sin miedo al océano Pacífico. Su fachada, de listones de madera, estaba pintada en un suave tono azul claro y tenía varios balcones de color blanco que sobresalían, convirtiéndose en pequeños miradores hacia la bahía. La parte exterior que conectaba con el salón también contaba con un largo porche, dispuesto en varias zonas de tertulia donde uno podía acomodarse para disfrutar de la brisa y del cuidado jardín.
Una vez que entramos en la recepción, presidida por una preciosa escalera curvada, Ursula me contó que esa mansión era una de las más antiguas de la zona. Había sido construida a finales del siglo XIX y había sobrevivido al devastador terremoto que sacudió la costa del norte de California en 1906.
Aquella magnífica casa de tres plantas, con su salón con chimenea, su biblioteca, el luminoso comedor y las encantadoras habitaciones, era un ejemplo de resistencia y capacidad de transformación. Conservaba un toque clásico que te dejaba muy claro que llevaba allí, inamovible, más de cien años, pero al mismo tiempo la acertada decoración, a caballo entre lo contemporáneo y lo colonial, creaba una atmósfera atemporal muy reconfortante.
El Rosewood Inn había sabido mantener su esencia adaptándose década tras década a las exigencias de los clientes. En lugar de quedarse atrás, había ido cobrando cada vez más fama como uno de los mejores hoteles con encanto del norte de California. Ursula estaba muy orgullosa de ello y me explicó que era un lugar en continua metamorfosis. Ellos trataban de mantenerlo siempre al día, bien cuidado y al gusto de lo que buscaban sus clientes, entre los cuales un alto porcentaje eran ya asiduos.
Por todo el hotel había detalles que le otorgaban un toque muy especial. No solo había en cada una de las estancias muebles o artilugios fabricados en esa madera que le daba nombre, sino que en muchas de las paredes colgaban obras pintadas por el marido de Ursula. Eran unos lienzos sublimes, de líneas sencillas y colores vivos.
—John ha conseguido que sean la seña de identidad del Rosewood y es algo que nunca cambiamos —me explicó Ursula—. Podemos ir actualizando y redecorando las estancias cada ciertos años, pero los cuadros siempre permanecen en su lugar.
—Son muy bonitos y, además, derrochan vida y luz. Creo que deberíamos destacar su protagonismo en el hotel cuando haga las fotos.
—Estoy totalmente de acuerdo. ¡Es una gran idea!
—¿Los pinta solo para el hotel?
—No, los expone también en una galería del centro del pueblo y muchos turistas caen en la tentación de llevarse uno. Su carrera como pintor cada vez va mejor. Varios políticos y un ingeniero de Silicon Valley, entre otros, le han comprado cuadros y, gracias a eso, algunos de sus lienzos van a formar parte de una exposición de pintores californianos que ha organizado el Museo de Arte Contemporáneo de Los Ángeles.
—¡¿En serio?!
Eso era un logro increíble. Exponer en el MOCA no debía de ser nada fácil.
—Sí, en un par de semanas será el gran acontecimiento —respondió con una sonrisa que derrochaba amor y admiración por el talento de su marido—. Ya verás, ¡la inauguración va a ser una pasada!
—Me encantaría ir, pero mucho me temo que ya no andaré por aquí.
—¿Por qué te pones una fecha límite? —Ursula puso los ojos en blanco—. No tengas tanta prisa en marcharte. No vas a encontrar esa isla de la que te habló John en unos pocos días. Estás más que invitada a quedarte aquí todo lo que necesites. Hasta que no la atisbes no deberías regresar a casa de tus padres.
No tenía ningunas ganas de volver a Baton Rouge, así que con las palabras de Ursula resonando en mi cabeza, me subí a una de las bicis de cortesía del hotel y pedaleé sin prisa hacia el centro de Half Moon Bay. Después de llevar tanto tiempo viviendo al son del frenético ritmo de Nueva York, me costaba dejar que las cosas sucedieran a cámara lenta. Estaba acostumbrada a que mi vida transcurriera siempre a la velocidad de la luz.
Corriendo, siempre corriendo.
Para llegar al trabajo en aquel rascacielos de ventanas selladas.
Para ir de reunión en reunión como un perrito faldero sin apenas tiempo para comer.
Para llegar al gimnasio con la lengua fuera porque si no me perdía la clase de spinning.
Para llegar a ese diminuto apartamento que había compartido con una chica y terminar el informe que debía tener listo para mi jefe a primera hora de la mañana del día siguiente.
Tenía prisa hasta para cenar. De lo contrario, el cansancio me vencía y me quedaba dormida en el sofá sin probar bocado.
Pero aquella mañana no tenía nada urgente que hacer. Y era una sensación tan agradable como desconcertante.
Ursula no se había equivocado; la bruma se había disipado y el sol empezaba a brillar. Avanzaba sobre el asfalto disfrutando de la suave temperatura del mediodía y la tranquilidad de esa pequeña localidad donde todo el mundo parecía ir despacio.
Cuando llegué a la calle principal del pueblo, dejé la bici apoyada en una farola y recorrí con calma los escaparates de las tiendas que se alineaban una tras otra en Main Street. Finalmente, entré en una pequeña boutique que llamó mucho mi atención. Decidí probarme algunas prendas más frescas e informales que las que había traído en la maleta. Presagiaba que iba a dar muchos paseos por la playa y quería estar cómoda. También me hice con un par de biquinis para poder darme esa misma tarde un baño en el mar.
Pasé un buen rato en la tienda hasta que me aseguré de tener todo lo que buscaba. Me llamó la atención lo amable y paciente que fue la dependienta conmigo. En lugar de desesperarse con mi exhaustiva búsqueda, perchero a perchero, me asesoró con calma y mucha simpatía. Me animó a probarme unos sombreros y me enamoré de uno de paja de estilo Panamá que iba a ser perfecto para proteger la pálida piel de mi rostro del brillante sol californiano. Pensé en lo buena vendedora que era aquella mujer; me había encasquetado un artículo más sin que me hubiera dado ni cuenta. Mi mentalidad neoyorquina no pensó ni por un momento que aquello no se trataba de hacer más negocio, así que me quedé de piedra cuando descubrí que me lo quería regalar.
Después de pagarle el resto de las prendas, y de agradecerle el detalle del sombrero, salí a la calle con las bolsas y una sonrisa de oreja a oreja.
Mi siguiente parada fue en una pequeña librería. Al entrar y sentir el característico olor de la madera y el papel impreso me transporté a esa época de mi vida en la que podía pasarme un día entero repantingada en el sofá sin dejar de leer. Devoraba pilas de libros de distintos géneros. Volaba entre sus páginas y viajaba a otros mundos. Pero últimamente lo único que había pasado por mis manos eran informes financieros y ya casi ni me acordaba de lo que era perderse entre las páginas de una buena historia. Deambulé con calma entre sus estanterías y, tras ojear varias portadas de novelas, me decidí por una que parecía que combinaba el misterio y el romanticismo a partes iguales.
Una vez fuera de la librería, sentí que mi estómago rugía, así que me senté en la terraza de un restaurante italiano. Mientras esperaba a que me atendieran, comencé a leer la novela con el placer de saber que no tenía prisa alguna.
Nada ni nadie necesitaban que volviera con urgencia.
Allí podía vivir en lugar de limitarme únicamente a sobrevivir.
¡Y era una sensación jodidamente increíble!
5
Alan
Había sido una decisión impulsiva y no me había puesto en contacto con aquel hombre para anunciarle mi llegada. Antes de subirme al avión busqué la web de ese hotel al que me dirigía y aproveché para reservar una habitación. No quería cruzar medio mundo y al llegar a mi destino no tener donde alojarme.
Una vez allí, dormiría mil horas para reponerme del viaje. Después ya encontraría la forma de sentarme a hablar cara a cara con la persona de la que Richard me había hablado antes de morir. No iba a ser fácil poner sobre la mesa aquellas cartas que el destino y mi imprudencia habían truncado. Pero, si ya antes del accidente tenía pensado hacer ese viaje, ahora era aún más importante que cumpliera los deseos del que había sido mi jefe y mentor durante tantos años. El trabajo que había desempeñado para él no me enorgullecía; de hecho, era en gran parte el culpable de mi vacío, pero Richard siempre había sido como un padre para mí y debía cumplir su última voluntad.
—Ya hemos llegado —anunció el taxista, alzando la voz al percatarse de que yo iba medio dormido en el asiento trasero.
Parpadeé deprisa y me froté los ojos para recomponerme. Le pagué la carrera y bajé del vehículo. El conductor sacó del maletero mi escaso equipaje y se apresuró a marcharse. El sol brillaba con fuerza, así que me puse las gafas de sol y miré a mi alrededor. La entrada al Rosewood Inn era una explosión de color. El pequeño jardín que rodeaba la fachada estaba lleno de flores de todos los colores imaginables. Parecía el tipo de hotel al que uno va a pasar algunos días de relax o en plan romántico con su pareja. No era un lugar para liberar la bomba de relojería que yo llevaba a mis espaldas.
Solté un suspiro y me sentí un enorme trozo de mierda una vez más.
Por mi culpa ahora ella era solo una sombra desdibujada.
Y yo, un fantasma que jamás podría perdonarse haber sucumbido a la tentación de ayudarla a olvidar.
6
Amy
No tenía nada que hacer, así que después de dar un largo paseo por la playa, no dudé en echarle una mano a Ursula en la recepción del hotel. Aanisa, la chica que solía ocuparse de las llegadas de los clientes, se había puesto enferma y, como era viernes, el hotel estaba casi lleno. Se esperaban muchas entradas esa tarde. Mi tía, antes de marcharse a hacer un recado urgente, me explicó a toda prisa los pasos que debía seguir para registrar a los clientes en el ordenador y cómo estaba planeada la asignación de habitaciones.
Después de haberles dado la bienvenida a dos sonrientes parejas, que parecían dispuestas a disfrutar a tope de su fin de semana en aquel idílico lugar, me senté a esperar pacientemente tras el mostrador la llegada de los demás huéspedes. Saqué el libro que había comprado el día anterior en mi visita al centro del pueblo. Necesitaba seguir devorando las páginas de aquella historia que me había tenido despierta hasta bien entrada la madrugada. Me quedaban los últimos capítulos y me moría de ganas por saber cómo iba a acabar. En vista de lo rápido que lo estaba leyendo, mucho me temía que en mi próxima visita al centro me haría con varios libros más. Me había reencontrado con el placer de la lectura gracias a esa novela y tenía la firme intención de seguir disfrutando de mi tiempo libre de esa forma. Aparte de ir preparando el reportaje fotográfico para el hotel, no tenía mucho más que hacer. Ahora los días volvían a tener veinticuatro horas y podía organizarlas a mi antojo.
Estaba tan absorta en la lectura que no me había percatado de que alguien esperaba a que le atendiera. Fue al escuchar un grave carraspeo cuando me sobresalté y alcé la vista. Me encontré con un chico alto que me observaba con una expresión extraña al otro lado del mostrador de recepción. Mientras me incorporaba, se quitó las gafas de sol. Aquel tío de pelo revuelto y ondulado parecía cansado. Pero, a pesar de su palidez y sus ojeras, sus marcadas facciones lo hacían muy interesante. Y había algo en esa mirada miel verdosa que te atrapaba.
—Buenas tardes —conseguí decir cuando me repuse de la sorpresa—. Bienvenido al Rosewood Inn. ¿En qué le puedo ayudar?
Me sentí tan profesional ejerciendo de recepcionista y hablando de usted a un tío que no parecía llegar a los treinta que tuve que aguantarme la risa. Quién me habría dicho tan solo un par de semanas atrás, encerrada en una impersonal oficina al otro lado del país y con el pelo encrespado por el estrés, que iba a terminar sonriendo de oreja a oreja a los clientes de ese pequeño y encantador hotel en el que sonaba de fondo una música instrumental de lo más relajante.
—Tengo una reserva —respondió cortante y con un marcado acento británico. Volvió a mirarme con una expresión tan gélida que sentí un escalofrío; me quitó de un zarpazo las ganas de reír.
—Dígame su nombre, caballero —dije, apartando los ojos de los suyos.
—Alan Clowe. Pero que conste que no soy ningún carcamal al que tengas que llamar caballero —respondió sin sonreír.
¡Joder! Menudo borde. Yo solo había tratado de ser educada.
Tecleé el nombre en el ordenador y poco después el detalle de su reserva apareció en la pantalla. Vaya…, aquel tipo malhumorado no se iba a quedar tan solo un par de noches como la mayoría de los huéspedes de ese fin de semana. Su estancia iba para largo.
—Siento haberme equivocado —me disculpé, un poco agobiada por haberle guiado hasta el extremo opuesto del hotel y descubrir que su habitación no estaba allí.
—No es un edificio tan grande. Parece mentira que no conozcas dónde está la habitación que me han asignado —gruñó, poniendo los ojos en blanco.
¡Menudo gilipollas!
—No, no lo es, pero da la casualidad de que llevo poco tiempo aquí y no conozco el Rosewood Inn al dedillo. Tranquilo, no tardaremos demasiado en localizar esa dichosa habitación.
—Si tú lo dices…
Con un cabreo de tres pares, continué avanzando por el pasillo. Mis pisadas, seguidas por las de aquel inglés altivo y antipático, hacían crujir el brillante suelo de madera. Me fui fijando en los números de las puertas mientras hacía un esfuerzo titánico para no girarme y estamparle en las narices la llave de la habitación veinticuatro para que la buscara él solito.
No me gusta que la gente pague conmigo sus frustraciones. Si no hubiera sido porque estaba ayudando a Ursula, le habría dejado allí plantado sin ningún miramiento para que se rascara sus malas pulgas sin que me saltaran a mí.
Respiré aliviada cuando por fin encontré su habitación al final del pasillo. Abrí la puerta y ahogué una exclamación al ver la preciosa suite que aquel imbécil había reservado.
Era muy amplia y luminosa. Al estar ubicada en una de las esquinas del segundo piso, tenía dos grandes ventanales dispuestos en ángulo recto que daban paso a una terraza amueblada con unas vistas de postal. Y el cuarto de baño era de ensueño; aparte de la gran ducha de mármol blanco, disponía de una bañera exenta situada junto a una ventana alta y estrecha desde la que se apreciaba una vista panorámica de la bahía.
—Aunque me haya costado encontrarla, espero que te guste la habitación —dije con la mayor amabilidad de la que fui capaz. Lo que realmente me apetecía decirle era muy distinto.
Me miró sin pestañear. Parecía cansado, y no me refiero solo a algo físico. Sus grandes ojos rasgados eran bonitos, pero no tenían luz.
—Gracias. La verdad es que la habitación está bien —respondió al fin, mirando a su alrededor. No lo dijo con mucho énfasis, pero dejó entrever un atisbo de satisfacción—. ¿Hay servicio de habitaciones?
—Sí, puedes pedir lo que quieras y te lo subirán.
—Me gustaría tener cuanto antes una botella de Johnnie Walker y una cubitera con hielo.
—Se lo pediré a los camareros del bar. Pero, si te apetece, en breve empieza la hora del cóctel en nuestro jardín. Es muy agradable. Podrás disfrutar de música en directo y conocer a los demás huéspedes del Rosewood.
—No, gracias. No he venido a hacer amigos. Y me gusta beber solo.
Dicho esto, sacó un billete de veinte dólares y me lo tendió sin mirarme siquiera.
Recibir una propina suele ser algo agradable, pero la forma en que me la dio me pareció humillante. Era evidente que estaba acostumbrado a creerse muy por encima del resto del mundo, así que me despedí sin aceptar su dinero.
7
Alan
El sonido de unos violines que tocaban en el jardín ascendía hasta la terraza de mi suite. Interpretaban el Concerto No. 3 de Mozart, que se mezclaba con el sonido del mar al atardecer. Tod