UNO
Dani 
A todos nos llega un momento en nuestra vida en el que tenemos que escapar. Mi madre supo que ese momento había llegado cuando mi padre me pegó por primera vez. No fue un simple golpe, no fue la típica advertencia que a veces tu progenitor te da para que te comportes. Me rompió el labio y varias costillas.
Cuando pasan este tipo de cosas, la gente suele comportarse de dos formas distintas: te tratan con pena —que al fin y al cabo no es algo negativo— o se muestran curiosos por la situación. Ahí es cuando aparecen los rumores.
—Parecían una familia normal.
—Y su hijo, ¿qué habrá hecho para acabar así?
—Yo creo que ella le ponía los cuernos.
Y descubres que unas simples palabras pueden hacerte más daño que los golpes. Yo lo aprendí de la peor forma posible: mi padre me dijo que se arrepentía de haberme traído al mundo, que no merecía lo que tengo, que ojalá estuviera muerto. Y, si mi madre no me lo hubiera negado tantas veces, al final me lo habría creído. Porque, si la persona que te ha dado la vida y te ha criado te dice tales monstruosidades, al final acabas preguntándote si tú eres el problema.
Un sábado por la mañana mi madre y yo hicimos las maletas y huimos de Madrid. Decidimos ir a Sevilla, donde viven mis abuelos, esperando que la distancia acabara con el infierno en el que vivíamos. Es verdad que antes de eso ya había tenido varios roces con mi padre, pero nunca se me pasó por la cabeza que algo así pudiera ocurrir. Eso fue lo más duro: el repentino derrumbe de nuestra familia.
Mis abuelos nos recibieron con los brazos abiertos, y a partir de ese momento comenzamos de cero. Tuve que acostumbrarme a otra casa, a otra ciudad y a otros amigos, aunque todo valió la pena porque la tranquilidad llegó a nuestras vidas.
Por eso, cuando conocí a Alejandro, lo primero que se me pasó por la cabeza fue pegarle un puñetazo. Se parece tanto a mi padre que no puedo soportar estar cerca de él. No aguanto esa actitud condescendiente y de superioridad, el rechazo que emanan sus ojos y ese odio hacia todo aquel que es diferente, propio de los imbéciles. Si la palabra «capullo» le viene bien a alguien es a Alejandro Vila.
Y, para mi mala suerte, resulta que tengo una especie de imán y atraigo todo lo malo. He sido el blanco de las bromas de Alejandro desde principios de curso. He intentado no prestarle atención, pero escuchar de su boca los mismos insultos homófobos que decía mi padre me hierve la sangre.
Hoy, un cotidiano viernes de octubre, he hecho algo que lo ha cambiado todo. Como siempre, Alejandro me ha dado los buenos días con su habitual «maricón», y esta vez he reaccionado. Creo que me he levantado con el pie izquierdo y no estoy de humor para aguantar a ningún gilipollas, porque me he acercado y le he propinado un puñetazo que lo ha hecho tambalearse.
¿Se lo merecía? Desde luego, pero quizá esta no sea la mejor forma de quitármelo de encima.
—¿Qué ha pasado entre vosotros dos? Y no quiero excusas.
La directora se cruza de brazos y puedo ver el enfado en su mirada, una mirada que nos asesina a ambos. Intento contestar sin éxito, ya que el imbécil se me adelanta.
—Estaba tan tranquilo detrás del gimnasio y esta persona vino hecha una furia. Ya puedes imaginar qué ha pasado. —Señala su ojo morado y antes de que yo pueda intervenir la directora niega con la cabeza.
—Primero, estabas fumando, lo cual está prohibido dentro del centro. Segundo, esta persona se llama Daniel. Tercero, él dice que eres tú el que no le deja en paz. Y no me das muchos motivos para creerte en este momento, Alejandro.
El chico resopla y se incorpora en la silla, dando paso a un silencio en la sala en el que no sé qué decir.
—Sin embargo, Daniel, tú has sido el que ha cometido una agresión física.
—Juro que no era mi intención —musito con la vista fija en mis zapatos.
—Pues yo creo que era del todo tu intención —contraataca él. Creo que podría percibir su rencor desde miles de kilómetros de distancia.
—Lo que está claro es que voy a llamar a vuestros padres ahora mismo. Esperad fuera.
Salimos de mala gana del despacho de dirección y nos vemos obligados a esperar en dos asientos en el pasillo, colocados a pocos centímetros uno del otro. Alejandro bufa y se cruza de brazos, dándome con el codo sin querer.
—Gracias —respondo, irónico, a lo que me dedica una mirada de odio.
—¿En serio te ha molestado esto cuando yo casi me quedo sin ojo por tu culpa?
—Te lo merecías, y lo sabes.
Me mira con el mayor resentimiento que un ser humano puede sentir, pero me da igual. Incluso se inclina hacia la izquierda para evitar el contacto físico. Qué infantil. Aprovecho que aparta sus ojos negros de mí para contemplarlo: pelo negro hasta la nuca, piel pálida y complexión delgada. Espero por su bien que no piense que vestirse siempre de negro y llevar ese aro en la oreja le da un aspecto de chico malo, porque (spoiler) no.
Al cabo de unos veinte minutos mi madre aparece por la puerta, preocupada y acompañada de una mujer de su edad. Al verme se acerca y me pregunta si estoy bien. La otra mujer se aproxima a Alejandro, también preocupada.
—No me puedo creer que de todos los chicos con los que te puedes pelear lo hayas hecho con el hijo de mi jefa —susurra en mi oído.
Medito la respuesta de mi madre y entonces proceso lo que esas palabras conllevan.
Mierda.
DOS
Dani 
Tengo el presentimiento de que esto no va a acabar bien.
—Vanesa, lo siento mucho. No tenía ni idea de que…
La mujer, que es rubia y tan pálida como su hijo, niega con la cabeza al mismo tiempo que pone la mano en el hombro de Alejandro.
—No te preocupes, Ángela. Estoy segura de que esto se puede solucionar de alguna manera. —Sonríe y la expresión de mi madre se tranquiliza.
La directora sale y hace un ademán con la mano para que entren primero nuestras madres, y transcurridos unos minutos nosotros. Nos sentamos y mientras las adultas hablan entre ellas no puedo parar de darle vueltas a la situación. De todas las personas que hay en el instituto, escojo al hijo de la jefa de mi madre para darle un puñetazo. Bueno, en realidad es él el que siempre me está provocando, así que no tengo por qué sentirme culpable.
Miro a Alejandro y lo veo algo nervioso, lo que me sorprende. No deja de mover la pierna izquierda y está cruzado de brazos en un intento de mantener la calma. Antes de que llegara su madre no parecía ni siquiera importarle que lo hubieran llevado a dirección.
—¿Cuándo pensabas decirme que fumas? —cuestiona la mujer, bastante molesta. Alejandro agacha la cabeza y juega con sus dedos para evitar su mirada.
—No fumo, mamá. Solo un cigarro de vez en cuando.
El carácter fuerte del imbécil parece derrumbarse en estos momentos. Aparto la vista y me obligo a no sentir empatía por él. Que te traten mal en casa no justifica que imites ese comportamiento con los demás.
—Bueno, eso no es lo importante ahora mismo. —La directora saca varios documentos de uno de los cajones del escritorio y nos los entrega—. Os voy a expulsar tres días, no más. Espero que podáis solucionar esto entre vosotros o, de lo contrario, tomaré medidas al respecto.
Típica frase de docente que luego no hace nada, ya me lo conozco. Muchas veces, si el propio instituto fuera el que actúa y pone medidas para acabar con el acoso escolar, no habría tantos casos que terminan de forma desastrosa.
Cuando acaba la reunión nos dejan irnos a nosotros también, a pesar de que aún falta media hora para salir. Es viernes, lo que significa que no podré volver al instituto hasta el jueves de la semana que viene.
—Vanesa, de nuevo siento mucho esta situación. Daniel se arrepiente de lo que ha hecho. —Me rodea con sus brazos y asiento, a pesar de que sea mentira. No quiero ser el culpable de que mi madre pierda su trabajo.
—Ángela, está bien. De hecho, estaba pensando en invitaros a cenar mañana a mi casa. Mi marido estará encantado, y puedes tomarte el día libre. Así, a lo mejor nuestros hijos empiezan a llevarse mejor.
No, no, no. Esto debe ser una pesadilla de la que aún no he despertado. ¿Una cena en compañía de Alejandro? Preferiría nadar con tiburones antes que compartir postre con los Vila.
—Muchas gracias, allí estaremos.
Gracias por arruinar mi fin de semana de bienestar, mamá. Disimulo mi cara de fastidio y escudriño a Alejandro, cuya expresión es de molestia y nerviosismo a partes iguales. De un momento a otro se percata de que lo estoy mirando y hace el papel de su vida.
—Sí, seguro que podemos arreglarlo —agrega, sonriente.
Algo me dice que este chico me va a poner las cosas difíciles.
TRES
Dani 
Lo primero que hace Elena cuando le cuento lo ocurrido es gritar. Veo a través de la pantalla que no da crédito a la situación tan surrealista de ayer.
—¿Le partiste la cara a Alejandro Vila? ¿Tú? —Su boca forma una perfecta «o». Me limito a reír.
—Por muy difícil de creer que sea, sí, lo hice. —Bebo de la taza que tengo a un lado y me encojo de hombros—. Nos han expulsado tres días, aunque no me preocupa. Pero tener que cenar con su familia y comportarme como si nada hubiera pasado… Eso ya no me hace tanta gracia.
—Bueno, como has dicho antes, tu madre podría haber perdido el trabajo. Eso hubiese sido mucho peor. —Asiento al recordar ese detalle y suspiro, viendo cómo mi amiga desaparece por un momento y vuelve con un paquete de Cheetos.
—Otra cosa que me jode es que parece que yo tengo la culpa, cuando es él quien lleva semanas insultándome. No soy alguien conflictivo, ya me conoces.
—Ni caso, Dani. Las personas así son las que más complejos tienen.
Ese comentario me recuerda al comportamiento que tuvo Alejandro delante de su madre, muy opuesto al que suele tener. Al contárselo a mi amiga alza las cejas y asiente.
—¿Ves? Problemas en casa. Apuesto a que es el típico chico que va de malote y luego tiene sentimientos y toda esa mierda.
—¿Cuántos libros de Wattpad has leído, Elena? —pregunto entre risas.
—Demasiados para saber hacia dónde va todo esto, y déjame decirte que no me gusta nada.
—Estás loca.
—Pero siempre tengo razón.
Me mantengo en silencio mientras me bebo la taza de café y veo la expresión de complicidad de mi amiga a través de la cámara del portátil.
—Dime que no te gusta, por favor.
—¿Quién?
—Alejandro.
—Elena, en serio, ¿qué te fumas?
—No puedo ser la única de esta relación —nos señala con los dedos de forma irónica— que se haya fijado en lo pilladas que están todas de él en el instituto.
—Ni se te ocurra. Primero, es un homófobo de manual, y segundo, ya tuve suficiente de eso con mi padre. ¿En qué cabeza cabe que me pueda gustar?
Elena es la única, aparte de mi familia, que conoce la historia de mi padre. Por eso mi confianza en ella es plena, porque sé que es capaz de guardar un secreto y no juzgarme por ello.
Sin embargo, es complicado hacerle cambiar de opinión cuando algo se le mete en la cabeza. Alzo la palma de la mano y la coloco en mi frente cual soldado, nuestro ritual —no muy serio— cuando queremos decir la verdad.
—No me gusta, sino todo lo contrario. Lo juro.
Se me queda mirando durante unos segundos hasta que pone los ojos en blanco y se lleva otro de los Cheetos a la boca.
—Bueno, te creo, pero espero que no termines cayendo. Es muy atractivo, las cosas como son. Ese pelo negro, el aro en la oreja… Y el hecho de que mida casi dos metros es un punto muy a favor.
Con la descripción de mi amiga puedo hacerme una imagen mental del chico, justo ayer me aseguré de examinarlo con detenimiento por algún motivo. Suele vestir de oscuro, varía entre el negro, el azul y el gris. El hecho de que no deje de insultarme día sí y día también me permite fijarme y conocer varias cosas sobre él.
—Ya ves tú de qué te sirve un físico así si eres una persona de mierda… —suelto, sonando más a la defensiva de lo que pretendía.
—Mi querido amigo, si pudiera darte uno de mis Cheetos a través de la pantalla ahora mismo, lo haría. Te lo has ganado. —Se come otro y empieza a frotarse las manos para limpiarse un poco—. Pero tienes que admitir que está bueno. No estás ciego, por Dios.
Pongo los ojos en blanco, ya un poco cansado de la conversación. ¿Que Alejandro es guapo? Muchísimo. ¿Que voy a admitirlo en voz alta? Ni en un millón de años.
—No haré más declaraciones —contesto serio, aunque por su expresión adivino que ya sabe cuál es mi respuesta.
CUATRO
Dani 
Al terminar la videollamada con Elena bajo las escaleras y me dirijo a la cocina, donde veo a mi abuela metiendo un bizcocho en el horno. Me saluda con su encantadora sonrisa y me ofrezco a ayudarla a preparar el almuerzo.
—Si no te importa, ve cortando las verduras que he dejado ahí.
Cojo el cuchillo mientras ella se encarga del pescado. Cocinar es algo que disfruto mucho gracias a mi abuela. Me da muchísimos consejos sobre recetas y aprendo para el futuro y, además, así pasamos más tiempo juntos.
Antes de mudarnos a Sevilla el contacto con mis abuelos era mínimo, ya que no podíamos permitirnos viajar de una ciudad a otra cada mes. Los solía ver en Navidad y en algunas fiestas señaladas, nada más. Al principio fue raro, ya que sentía que eran prácticamente unos desconocidos, pero ahora no concibo la vida sin ellos.
Estoy a punto de terminar con las verduras cuando mi abuela tose de manera disimulada y aparta la vista de la sartén para mirarme con atención.
—Cariño, ¿qué pasó ayer? Sé que llamaron del instituto, pero tu madre no me ha contado nada.
—Nada, solo tuve un problema con un compañero de clase. Ya está todo solucionado.
Sigo cortando las verduras en silencio, esperando que no me pregunte más. Por desgracia lo hace.
—¿Un problema? ¿Algo grave?
—No, no te preocupes —aclaro, intentando zanjar la conversación.
—Bueno, sea lo que sea, espero que te hayas defendido.
—Ya lo creo. Le dio un puñetazo a su compañero y se quedó tan tranquilo —explica mi madre, entrando en la cocina con un par de bolsas.
Mi abuela aparta los ojos del pescado y me contempla, incrédula.
—¿Que has hecho qué?
Dejo el cuchillo sobre la encimera. Me están empezando a crispar los nervios y no quiero que haya heridos.
—¿Podéis parar? La tiene tomada conmigo desde principio de curso y ya estaba harto. Lo único que hice fue defenderme.
—Muy bien, cariño —expresa mi abuela, dándome una palmadita en la espalda y volviendo a volcar la atención en la comida.
—¡Mamá!
—Ángela, si ese chico es un matón, lo que no puede hacer es quedarse de brazos cruzados.
—La violencia no es la solución. —Capto al instante lo que mi madre quiere decir con eso, pero decido no argumentar nada al respecto.
—A veces hay que recurrir a ella, aunque no esté bien.
—Vale, pero que no lo haga con el hijo de Vanesa.
Mi abuela abre la boca a causa de la sorpresa y comienza a reír.
—Mamá, no es gracioso.
—Vaya cuadro.
—¿Cómo podía saberlo? Nunca me habías presentado a la familia de tu jefa —razono.
—Bueno, ya está. El lado positivo es que se ha solucionado y me han dado el día libre. He comprado algo para llevar a la cena de esta noche.
Saca de las bolsas dos botellas de vino de una marca cara. Pongo los ojos en blanco y mi madre se encoge de hombros.
—Esto no va a curar el ojo del pobre Alejandro, pero algo es algo.
El pobre Alejandro.
Esta situación parece una cámara oculta. Y la peor parte es que dentro de pocas horas voy a estar en su casa, comiendo con su familia y teniendo que mantener la compostura durante toda la cena. Estoy seguro de que Elena pagaría lo que fuera para verlo y echarse unas risas.
CINCO
Dani 
Si hay una cosa que odio más que la actitud de Alejandro es tener que arreglarme. Soy de esas personas que prefiere estar cómodo antes que presentable, por lo que voy vestido en chándal a todos lados. Pero hoy, como mi madre ha insistido en que es una ocasión especial, me he visto obligado a desechar esa idea.
—Estás muy guapo —dice detrás de mí mientras me miro en el espejo del baño.
Llevo unos vaqueros largos y una camisa de manga larga de color salmón. Es lo más arreglado que puedo ir sin querer arrancarme la piel cada cinco minutos.
—Pero hazme el favor y péinate.
Miro mi pelo castaño. Lo tengo demasiado alborotado, con mechones apuntando a direcciones diferentes a la vez. Quizá si no fuera tan vago como para ir a la peluquería no tendría este problema ahora mismo.
Hago lo que puedo para arreglarlo y entro en el salón, donde mis abuelos me miran con satisfacción. No le doy importancia, y mientras espero a que mi madre termine reviso mi móvil. Elena me ha mandado un mensaje deseándome suerte, lo que agradezco teniendo en cuenta la magnitud de la situación. También han hablado por el grupo de mis amigos; quieren salir a cenar esta noche. Contesto que estoy ocupado, a pesar de que preferiría mil veces ir con ellos. Si supieran el lío en el que estoy metido…
Mi madre aparece ya preparada y me quedo sorprendido. Lleva un vestido con estampado floral y un recogido en un moño con dos mechones sueltos a cada lado. Está guapísima. Hace tiempo que no la veo arreglarse de esta forma y no puedo evitar emocionarme. La vida con mi padre la había cohibido de una forma inhumana.
—¿Pasa algo? ¿No te gusta el vestido? —Se mira nerviosa y niego casi al instante.
—Estás preciosa. —Me sonríe y pasa el brazo por mis hombros.
—¿Estamos lo suficiente presentables para impresionar a la familia Vila? —alardea ante mis abuelos.
—Por supuesto. Pero id saliendo ya, que si no vais a llegar tarde.
Cojo las dos botellas de vino y salimos de casa en dirección al coche que está aparcado en la calle de al lado. Recuerdo que lo primero que hizo mi madre cuando nos mudamos y encontró trabajo fue apuntarse a una academia para sacarse el permiso de conducir. Hasta ese momento habíamos tenido que depender de mi padre para ir a cualquier sitio, lo que sin darnos cuenta nos dejaba a su merced.
La familia de Alejandro vive en el centro y nosotros en un barrio un poco apartado, así que tardamos unos diez minutos en llegar. Mi madre aparca detrás de un parque. Al salir del automóvil, nos azota una brisa bastante fría que me lleva a abrocharme el botón del cuello. Octubre se hace notar cada vez más.
Resulta que Alejandro vive en una de las casas que rodean el parque, de tres plantas y antigua, pero está reformada. Se nota que tienen dinero, o al menos el suficiente como para poder permitirse esta vivienda cerca del casco antiguo de la ciudad.
Toco el timbre y una voz femenina al otro lado del telefonillo nos pregunta quiénes somos. La puerta se abre tras la respuesta de mi madre, y entramos en un patio interior con varias macetas, paredes recubiertas de azulejos azules y una mesa redonda con sillas alrededor, donde me imagino a Alejandro descansando por las tardes. Al llegar a la puerta principal nos recibe la misma mujer rubia, alta y de ojos verdes de ayer. Vanesa, la madre de Alejandro, está vestida muy elegante.
—Buenas noches. —Besa a mi madre con una sonrisa y se dirige hacia mí para hacer lo mismo. Puedo oler su colonia con tan solo acercarme.
—Buenas noches.
Con un ademán nos invita a pasar. Lo primero que veo es un gran comedor, con una mesa alargada donde la cubertería ya está colocada, y una escalera al fondo. Hay docenas de cuadros por todas partes, pero el que llama mi atención es el más grande de todos: una foto familiar en la que Alejandro sonríe en un extremo junto a sus padres y una chica mayor que él, supongo que su hermana. Sin duda ha heredado los genes de su padre: pelo negro y liso, piel blanca y ojos negros. En cambio, su hermana es idéntica a su madre, excepto por los ojos oscuros.
—La foto es preciosa —dice mi madre, y Vanesa se lo agradece.
Casa perfecta, familia perfecta, vida perfecta… Aquí tiene que haber gato encerrado.
SEIS
Dani 
—Creo que es hora de que nos sentemos, ¿no? Si me disculpáis…
Vanesa se retira del comedor y sube las escaleras para buscar al resto. Escudriño a mi madre y pronuncio un «guau» casi susurrando.
—Lo que ves es lo que tengo que limpiar cada día. Y ni te imaginas las habitaciones… —dice mi madre.
—¿Cómo lo haces? —pregunto sin ser capaz de calcular cuánto tiempo se necesita para dejar esta casa tan limpia.
—El dinero es un gran estimulante.
Río y me imita. En pocos segundos baja Vanesa con el hombre de la foto: moreno, alto y de complexión delgada. En cierta forma, es la versión adulta de Alejandro, pero con gafas. Por lo que me ha contado mi madre, sé que es el jefe de un concesionario de coches y se llama Miguel.
—Ángela, encantado de ver que has venido. Y tú también… —menciona cuando se fija en mi presencia.
—Daniel.
—Eso, Daniel.
—Hemos traído esto para la cena —añade mi madre sacando una de las botellas de vino.
—No haberte molestado, mujer. Pero muchas gracias por el detalle.
—¡Alejandro! Te estamos esperando —grita el padre para que se entere desde la planta de arriba.
Al poco tiempo escucho unos pasos por la escalera y me giro para encontrarme a Alejandro a pocos metros de distancia. Lleva unos pantalones de color gris oscuro y un jersey negro. He de decir que por mucho que lo odie se ve bastante bien.
Siempre se ve bien.
—Buenas. —Le da dos besos a mi madre y me estrecha la mano de mala gana.
Puedo ver la molestia en su rostro, además de la marca de mi puño en su ojo derecho. Contengo una sonrisa, y por orden de Vanesa nos sentamos a la mesa para comenzar la cena. Mi madre se sienta a mi lado y los demás al otro; Alejandro queda justo frente a mí.
Vanesa se marcha por una de las puertas que da acceso a un pasillo y vuelve con dos platos humeantes que deja en la mesa. Su hijo se ofrece a ayudarla y trae los platos restantes.
—¿Vais a beber todos vino?
—Yo prefiero agua —respondo, a lo que la mujer me mira sonriendo.
—Igual que Alejandro. ¿Ves? Al final tenéis en común más de lo que creéis.
Claro, porque somos los únicos seres humanos que bebemos agua.
—Espero que os guste, he estado toda la tarde en la cocina. Es carne de cerdo en salsa con verduras y patatas al horno.
A estas alturas esperaba que unas empleadas trajeran la comida o que hubiera contratado un catering, pero se ve que no. Y para mi sorpresa la carne está riquísima, algo que no tarda en corroborar mi madre en voz alta.
—Está delicioso. No sabía que te gustaba la cocina.
—Muchas gracias, Ángela. A veces me pongo y hago algunas recetas que veo por internet.
El marido se une a la conversación y Alejandro y yo nos quedamos callados, comiendo de nuestros platos y limitándonos a oír a nuestros mayores. No hay otra cosa que podamos hacer en una situación como esta.
En un momento de la cena los ojos de Alejandro se cruzan con los míos, y capto de inmediato que tiene tan pocas ganas de estar compartiendo mesa conmigo como yo con él. Me gustaría saber cómo reaccionaría si tuviera que ir a la casa de su abusón y poner buena cara, porque esa es mi situación ahora mismo.
Cuando dejo de observarlo y quiero darme cuenta, la conversación ha tomado un rumbo muy distinto.
—Yo siempre se lo digo. Debe esforzarse, este curso es el más importante. Al siguiente entrarán en la universidad y deben estar preparados.
—O en un módulo, ¿no? —añade mi madre, bebiendo de su vaso.
—Bueno, eso el que quiera, pero Alejandro va a estudiar una carrera. Derecho si es posible. —La madre mira a su hijo, que tiene la cabeza agachada y juega con el tenedor en el plato—. ¿Verdad?
—Sí.
—¿Y tú, Daniel? —pregunta Miguel.
—Me gustaría estudiar algo relacionado con el inglés, aunque todavía no lo tengo claro. —Alejandro me contempla con una expresión difícil de descifrar.
—Oh, eso es genial, los idiomas te abren muchas puertas. ¿Se te dan bien?
—Bueno, domino tanto el inglés como el francés. Me propuse el año pasado aprender coreano, aunque no he hecho muchos progresos…
La verdad es que lo único que hago para aprender el idioma es usar una aplicación que más que nada te enseña vocabulario, pero no creo que quede muy decente en una cena como esta.
—A Alejandro le cuesta mucho el inglés. No entiendo por qué, si tanto su madre como yo lo dominamos.
—Eso no tiene nada que ver… —dice él casi en un susurro.
—Lo sé, cariño, tu padre se refiere a que se le hace raro.
Lo que le sigue al comentario es un silencio bastante incómodo. Alejandro se limita a fingir que come del plato, sus padres actúan como si nada y mi madre mantiene esa sonrisa de cortesía que ha esbozado desde que llegamos.
El problema de Alejandro es claro: tiene unos padres estrictos y una familia que de puertas para afuera es perfecta y exitosa, pero que seguramente tenga los mismos problemas que las demás. El sentimiento que se apodera de mí no es pena, sino más bien empatía. Sigo odiándolo, así que reprimo la sensación todo lo que puedo.
—He tenido una gran idea. —Pasamos a prestar atención a Miguel tras su intervención—. Daniel, tú podrías darle clases de inglés a nuestro hijo. Seguro que os lleváis mejor después de…
Dios mío, esto tiene que ser una broma. Ni siquiera me da tiempo a procesar lo que eso conlleva porque Alejandro se adelanta.
—Ni de coña —contesta de forma brusca.
—Cuida ese lenguaje —le advierte su madre.
—No creo que sea buena idea —intervengo en un tono calmado, tratando de ser lo más respetuoso posible—. Con lo complicado que es este curso no creo que tengamos mucho tiempo libre…
—Solo cuando puedas. Te pagaremos, por supuesto. No tienes que aceptar si no quieres, pero os vendría bien a los dos —explica Miguel.
No puedo creer que me lo esté replanteando. Mi primer pensamiento ha sido un no rotundo, pero el hecho de que me paguen y que sea bajo mis propias condiciones lo cambia todo. Claro que tener de alumno a mi mayor enemigo no lo hace nada atractivo.
—Esto es increíble. —Alejandro se levanta y se marcha, dejando el plato medio lleno. Escudriño a sus padres, quienes lo siguen con la mirada hasta que desaparece por la puerta principal.
—Perdonadle, no ha sido su mejor semana —se excusa Vanesa con una sonrisa fingida, para dirigirse de nuevo a mí—. Entonces ¿qué me dices?
SIETE
Dani 
De postre Vanesa nos sirve tarta de queso, también deliciosa, pero Alejandro se la pierde por haberse ido unos minutos antes. No ha vuelto y no parece que vaya a hacerlo. Al menos se ha librado de este tostón, a mí todavía me queda un rato que aguantar.
—La comida estaba riquísima. Gracias de nuevo por invitarnos —dice mi madre, tan formal como siempre.
—El placer es nuestro.
—Es una pena desperdiciar este vino, ¿no? —menciona Miguel, sacando la otra botella que ni han abierto—. Vamos a la terraza para beber unas copas allí. Y de paso os enseño cómo ha quedado tras las obras.
Los tres se levantan con intención de seguir con la cena arriba y aprovecho para decir que voy a tomar un poco el aire. No entra en mis planes seguir aguantando una conversación por la que no tengo interés, y esta es la única manera que veo de poder librarme.
—De acuerdo. Siéntete como en casa.
Sonrío al matrimonio y salgo de la estancia, al fin libre. Me dirijo hacia la puerta principal y salgo de la casa, intentando reconfortarme con mis propios brazos debido al frío. Saco mi móvil y me encuentro con un mensaje de Elena.
Elena: Envía un emoticono si te ha pasado algo malo, iré en tu rescate.
Sonrío y le contesto que va mejor de lo que esperaba. Al menos no he tenido que aguantar tanto al imbécil como creía.
—Hablando con la novia, ¿eh?
Dirijo la mirada hacia el dueño de esa voz que conozco tan bien y veo a Alejandro sentado en una de las sillas del patio. Tiene un cigarro entre los dedos y una sonrisa de burla. Me muerdo la lengua y reprimo las ganas de insultarlo.
—¿Acaso te importa?
—La verdad es que no.
Clásico de este tío, preocupado solo por su vida y nada más. Parece que su único pasatiempo es joder a los demás. Guardo el móvil en el bolsillo y clavo mis ojos en él, observando cómo da una calada al cigarro.
—¿Cuál es tu problema?
Parece sorprendido por la pregunta. Expulsa el humo y sus ojos se achican.
—¿Mi problema?
—Sí, tu problema. Quiero decir, llevas semanas insultándome y despreciándome, y que yo recuerde no te he hecho nada.
—Hablas como si tú no me odiases.
—¡Porque eres tú el que no me deja en paz! Tuve que darte un puñetazo para que podamos mantener una conversación sin un insulto de los tuyos.
Me acerco a la mesa y me apoyo en ella. Estamos a pocos centímetros de distancia y, por primera vez, casi a la misma altura, ya que está sentado y yo de pie.
—No tengo por qué hablar nada contigo. —Aparta la mirada y distingo cómo su mandíbula se tensa.
Por lo general se habría reído de mi ocurrencia y habría soltado cualquier otro insulto antes de marcharse y mirarme por encima del hombro. Pero no ha hecho nada de eso. Esta vez es diferente a las otras y no sé por qué.
—Me confundes —confieso en un murmullo—. Desde lo de ayer pareces otra persona.
—Como si supieras algo sobre mi vida —escupe en un tono más alto, volviendo a prestar atención a mis ojos. Su mirada es desafiante, como si estuviera dispuesto a llegar a las manos.
Dios, dame paciencia para no volver a partirle la cara aquí mismo.
—Ah, lo había olvidado. Estamos con tus padres y no puedes llamarme maricón cada vez que quieras. Es eso, ¿no?
No puedo creer que me esté enfrentando a este tío, ni siquiera sé de dónde saco la valentía. Ayer pasó igual: estaba escuchándolo hablar y en cuestión de segundos me estaba acercando a su cara para pegarle. Son impulsos que no controlo.
—Que sepas que he aceptado darte clases. No porque quiera pasar tiempo contigo, sino porque me viene bien el dinero. Y no me voy a dejar amedrentar por ti ni una vez más, para que lo tengas en cuenta.
—No te atreverás —pronuncia despacio, volviendo a esbozar esa sonrisa de narcisista.
—Ya lo veremos.
No espero ninguna respuesta y me doy media vuelta, volviendo al interior de la casa y con el corazón palpitando a mil por hora. Saco otra vez el móvil y le escribo un nuevo mensaje a mi amiga.
Dani: Si mañana he desaparecido es porque Alejandro me ha asesinado.
OCHO
Dani 
Si tuviera que hacer un recuento para saber qué día de la semana duermo más horas, sin duda obtendría como resultado el domingo. Es el día perfecto para no hacer nada, ya que entre semana voy al instituto y los sábados suelo salir o quedarme en casa haciendo deberes. Solo los domingos puedo liberar a mi verdadero vago interior.
Dicho y hecho, cuando me levanto y miro la hora en el móvil descubro que son las once y media de la mañana. Sin embargo, lo que me ha despertado ha sido el timbre y una voz chillona en la planta de abajo.
—¿Elena?
Me froto los ojos y me la encuentro sentada en el sofá, hablando de forma animada con mi abuela.
—Buenos días, bella durmiente. He traído churros con chocolate.
Me siento en una silla y cojo uno con hambre. Mi madre entra en el salón y me da los buenos días, obligándome a que le dé las gracias a mi amiga por traer el desayuno. Le pide a mi abuela que la ayude a limpiar la cocina y ambas se marchan, dejándonos solos.
—¿Qué quieres? —pregunto.
—¿Cómo?
—No te habrías molestado en traer esto si no quisieras algo.
—Increíble que pienses eso de mí. Mi mejor amigo, y cree que tengo motivos escondidos… —Se tapa la cara con la mano como una drama queen, pero no tarda en quitarla y coger un churro—. Vale, sí. Quiero enterarme de lo que pasó ayer y no podía esperar a verte el jueves en clase. Estos tres días sin ti van a ser una tortura.
—Si es que te conozco como si te hubiera parido.
Bebo del vaso creyendo que el chocolate está frío y me quemo la lengua. Joder, siempre me pasa lo mismo.
—El caso es que ayer estuviste cenando en casa de Alejandro. ¡Alejandro Vila, ni más ni menos! Solo de pensarlo se me sube el azúcar.
—Tía, relaja las bragas. Sigo sin saber qué le ves de atractivo —farfullo bebiendo un poco de agua.
¿A quién quieres engañar? Si a ti también te encanta.
Calla, conciencia. Esto no va contigo.
—A ver, tampoco es un adonis, pero tiene algo especial. No me preguntes el qué.
—Sí, homofobia interiorizada.
Río con amargura y Elena asiente, a la vez que muerde un trozo de masa.
—Ahí te doy la razón. Pero oye, que estoy aquí para que me cuentes la movida.
—¿Qué movida?
—Pues yo qué sé, alguna tiene que haber. Me dijiste que Alejandro quería matarte. ¿Qué hiciste?
—Puede que le dijera varias cosas a la cara. Y también puede que vaya a darle clases de inglés.
La cara de mi amiga pasa de la sorpresa a la confusión de manera casi cómica. Deja el churro medio empapado de chocolate sobre su servilleta y hace una mueca de desconcierto.
—Explícame cómo es posible que le hayas cantado las cuarenta y que ahora vayas a ser su profesor particular.
—Sus padres me lo pidieron, y además me pagan.
—Qué materialista de tu parte.
—Hombre, de lo contrario no pasaría tiempo con ese ser ni de coña.
—Claaaro… ¿Sabes qué? En las novelas que leo a los protas les parece sexy eso de que un chico como él los insulte.
—Elena, de verdad, ¿qué clase de historias lees en esa plataforma?
—Oye, solo te estoy informando para que no cometas el mismo error. Estamos a un par de capítulos de que empieces a perdonarle los insultos como si nada.
Opto por dejar de hablar y limitarme a comer en silencio.
—¿Qué días vas a darle clases?
—Los que me vengan bien. He decidido que de momento voy a evitarlo todo lo que pueda.
—Sabes que en algún momento vais a tener que pasar tiempo juntos, ¿verdad? Sobre todo cuando tengamos los exámenes finales de cada trimestre.
Solo el hecho de imaginarlo me produce escalofríos.
—Lo sé. Solamente espero que se le dé mejor el inglés de lo que sus padres creen.
NUEVE
Dani 
Si hoy fuera un día normal tendría que haberme levantado mucho más temprano y haber asistido a clases, pero por la expulsión no puedo volver hasta el jueves. En su lugar me he quedado durmiendo las horas que el curso escolar no me permite dormir.
Desayuno y me hago cargo de la limpieza de la casa, ya que mi madre está trabajando y mis abuelos suelen salir por las mañanas a hacer la compra. Sin tener nada más que hacer, me siento y me distraigo con el móvil.
Decido mandarle un mensaje a Bea, mi compañera de clase del año pasado que decidió no seguir haciendo bachillerato. Si hay alguien con quien puedo hablar ahora mismo que no esté ocupada es ella.
Dani: ¡Bea! ¿Cómo te va? Hace tiempo que no hablamos. Seguro que tienes mil cosas que contarme.
Recibo su respuesta bastante rápido.
Bea: ¿Qué haces usando el móvil en clase? ¿No está prohibido?
Dani: Me han expulsado. Vuelvo el jueves.
Bea: ¿A ti? ¿Expulsado? Nah, no te creo.
Dani: Si te cuento la historia, flipas…
Bea: Hecho. ¿Quedamos esta tarde? ¿Sobre las cinco?
Dani: En el parque de siempre. Y lleva pipas.
La mañana transcurre con normalidad y después de almorzar le mando un mensaje a Elena para que me pase los deberes. Por suerte no son muchos, y en poco tiempo ya estoy de camino al parque para encontrarme con Bea.
—¡Si es mi compañero de mesa favorito! —exclama al verme desde el banco en el que está sentada.
El año pasado solía estar casi todo el tiempo con ella. Elena se incorporó al grupo más tarde, gracias a un trabajo en el que nos pusieron juntos y a partir de entonces comenzamos a ser amigos. Antes de eso, éramos Bea y yo contra el mundo.
—¿No me jodas que al final te has teñido el pelo? ¡Y yo sin saberlo! —digo al verle las mechas rubias.
—He ido esta mañana, estaba en la peluquería mientras nos escribíamos —explica dándome un abrazo. Nos sentamos y saca de uno de los bolsillos gigantes de su chaquetón un paquete de pipas.
—Te queda genial.
Al ser negra de piel, Bea tiene un color de pelo muy oscuro y esos toques claros le favorecen mucho.
—Muchas gracias. Y, bueno, ¿qué es de ti? No nos vemos desde verano.
—Cierto… Ya sabes, este curso es bastante movido.
—Menos mal que salí de ese infierno… —menciona con una risa.
—¿Tienes pensado hacer un módulo o algo?
—Mi padre no deja de joder con eso. Y lo entiendo, pero es que no tengo ni idea. Por ahora he echado el currículum en varias tiendas… Estudiar no es lo mío.
Y tiene razón. Entiendo su frustración, porque los adultos nos dicen a menudo que los estudios son esenciales y que debemos tener un título si queremos un futuro. Pero ¿qué deben hacer los que no son capaces?
Para una persona como Bea el instituto era una pesadilla. Ella sufre ataques de ansiedad y periodos de estrés con facilidad, y pasaba un mal rato cada vez que teníamos un examen importante, lo cual era cada semana. Si Bea hubiera seguido estudiando, quizá algo peor le habría pasado.
—Ni te imaginas este curso. No sé cuántas veces he escuchado la palabra «selectividad» y todavía quedan varios meses. Entre los deberes diarios, los exámenes…, y encima voy a tener que dar clases entre medias.
—¿Dar clases? ¿De qué y por qué? —pregunta confusa.
—Oh, es verdad, no lo sabes. Es que pasó hace dos días.
Le cuento lo que ha ocurrido desde la semana pasada: mi encontronazo con Alejandro, el motivo de la expulsión, la cena en su casa y el acuerdo al que llegué con sus padres. No deja de sorprenderse y hacer pequeñas muecas a medida que avanza la historia.
—¿Alejandro? ¿Alejandro Vila, el de la clase de sociales?
El año pasado los de humanidades —Bea, Elena y yo— estábamos en una clase separada de los de sociales, por eso nunca entablé conversación con él. Este año, como somos pocos, nos han mezclado en una misma clase.
—El mismo. Y, bueno, desde fuera parece que soy masoquista al querer darle clases a mi mayor enemigo, pero el dinero me vendría muy bien para sacarme el B2 de inglés este verano. Mi madre ya trabaja demasiado como para pedirle que me lo pague, y he oído que, si lo tengo, me pueden convalidar asignaturas de la carrera.
—Mi querido Dani siempre un paso por delante. Pues yo te animo a hacerlo. Si vas a sacar beneficio, ¿qué puede salir mal?
Recuerdo la mirada que me dedicó Alejandro durante la cena y asiento.
—Se me ocurren varias cosas, la verdad.
DIEZ
Dani 
Cuando me despido de Bea aprovecho que estoy fuera y voy al supermercado más cercano para comprar varias cosas. Le envío un mensaje a mi madre para decírselo.
Dani: No compres nada para cenar, ya me encargo yo.
Terminamos haciendo pizzas caseras, de forma que cada uno se prepara la suya y la personaliza a su gusto. La mía la lleno de salsa carbonara y champiñones, mientras que la de mi madre es de queso y mis abuelos optan por hacerse una compartida de barbacoa.
Cenamos en familia, viendo una película y riéndonos sin parar por los comentarios de mi abuelo ante la actitud estúpida del protagonista. Estos momentos son los que más disfruto a su lado.
Como también compré palomitas, ya que preveía que íbamos a tener sesión de cine, las hago en el microondas y terminamos de ver la película sentados los cuatro en el sofá. Cuando acaba ponemos una emisora al azar y saco uno de los juegos de mesa que me traje cuando nos mudamos. Es tarde, pero mañana no tengo instituto y mi madre no trabaja, así que nuestra energía sigue hasta arriba. Mi abuela y yo perdemos ante la gran habilidad de mi madre para dibujar y la de mi abuelo para acertar la respuesta de preguntas difíciles al azar.
Al terminar de jugar presto atención por un momento al programa de la televisión, en el que un chico de unos veinte años está contando cómo le dieron una paliza en plena calle. Cuando el presentador le pregunta si hizo algo para provocar a los agresores, contesta que iba de la mano con su novio. Al oír esto se me revuelve algo por dentro y miro al resto de los presentes, que están incluso más pendientes de la emisión que yo.
El chico en cuestión tiene varias cicatrices y un brazo escayolado, lo que me provoca un nudo en el estómago. Podría pasarle a cualquiera. Podría pasarme a mí, y sé que mi madre piensa lo mismo por la mirada que me dedica.
—Pobre chico, pero, claro, se lo va buscando —dice mi abuelo sin una pizca de vergüenza—. Menos mal que tú no eres uno de esos maricas, Dani.
Un calor me sube por todo el cuerpo y me quedo estático. Cada vez que hace un comentario parecido me dan ganas de contestarle, pero nunca reúno la fuerza suficiente para hacerlo. Al final es lo mismo que me pasaba con mi padre, solo que sé que con mi abuelo estoy a salvo mientras lo deje estar. Puede que algún día me atreva a plantarle cara como hice con mi padre, pero hoy no es ese día.
Como era de esperar, mi madre me escudriña y me pide perdón con la mirada. Soy consciente de que ella tampoco está de acuerdo con su comportamiento, y sospecho que al mudarnos esperaba que hubiese cambiado con el tiempo. Aunque, en cualquier caso, no hubiésemos tenido otro sitio al que ir, la verdad.
—Papá, no digas eso. Es irrespetuoso.
—¿Por qué? ¿Acaso he dicho alguna mentira?
—Si una mujer y un hombre salen a la calle de la mano y se dan un beso, ¿eso te molesta? ¿Te da derecho a acercarte y darles una paliza?
—Pero eso es una pareja normal, Ángela.
«Una pareja normal». No puedo más con esta situación, así que finjo que tengo sueño y salgo con rapidez del salón.
Tumbado en la cama me pongo los auriculares y comienzo a divagar mientras miro el techo. Ahí abajo he sentido algo similar a lo que se apoderaba de mí las veces en las que discutía con mi padre. Él nunca aceptó que yo tuviera «comportamientos de chica», como lo llamaba. Nunca me regaló la muñeca que quería por Navidad, en su lugar me dio una pista de carreras de coches en miniatura.
¿Qué pretendías con eso, papá? ¿Reprimir tanto a tu hijo hasta que se convirtiera en quien tú querías que fuera? Ahora sé que el problema era de él, al igual que pasa con mi abuelo, pero de pequeño no lograba entenderlo. ¿Qué había hecho para que mi propio padre me tratara así?
Tengo mucha suerte de que mi madre sea diferente. Ella me compró la muñeca sin que mi padre lo supiera y la escondía en uno de los cajones de mi armario para que no la encontrara. Era nuestro pequeño secreto. Con el tiempo fui creciendo y me empezó a gustar un chico de mi clase. Ahí fue cuando supe que los problemas con mi padre irían a más.
Al cumplir los dieciséis salí del armario con ellos. Pobre de aquel chico que creía que lo entenderían. Mi madre, por supuesto, me reconfortó e hizo lo posible por quitar hierro al asunto. Mi padre, bueno…, era de esperar que su reacción no fuera la mejor.
Estuvo días sin hablarme. Me llevaba a clase cada mañana y ni siquiera me miraba. Me hacía sentir como un cero a la izquierda. El curso acabó y una tarde de verano me dio una paliza: cuatro costillas rotas y casi me quedo sin labio. Al día siguiente ya estábamos de camino a la casa de mis abuelos.
La única palabra que me dirigió mi padre antes de no volver a verme fue la misma que esta noche mi abuelo ha pronunciado. Esa maldita palabra con la que todos intentan insultarme, incluido Alejandro.
«Maricón».
ONCE
Dani 
Esta mañana todos se han quedado en casa. Como era de esperar, mi abuelo actúa como si nada, a pesar de que yo no puedo dejar de escuchar sus palabras en mi cabeza. Si la que ha sido mi casa durante un año a veces no se siente como un sitio seguro, ¿qué otro lugar puede serlo?
En silencio, ayudo a mi madre a hacer las camas. Cuando le doy la sábana cruzamos miradas y ni me esfuerzo en disimular mi estado de ánimo. Al verme tan decaído me acaricia la mejilla y me muestra un gesto de remordimiento.
—No es tu culpa —aclaro, intentando sonreír sin conseguirlo.
—Lo sé, pero no puedo evitar sentirme responsable. No hace falta que te asegure que lo de hace un año no se repetirá, ¿verdad?
—Lo sé.
Si por ella fuera, nada malo habría pasado, pero no podemos cambiar el pasado.
—Por cierto, me ha llamado Vanesa. Quiere hablar contigo, así que llámala cuando puedas. Este es su número.
Me da un trozo de papel y maldigo mi existencia. El plan inicial de ignorar todo lo posible a la familia Vila está empezando a derrumbarse, y estoy seguro de que quiere hablar para que empiece cuanto antes con las clases de inglés. Me entran escalofríos solo de pensarlo.
Cuando termino con la limpieza salgo al pequeño patio, mis abuelos tienen numerosas plantas que cuidan cada día, y marco el número. Presiono el botón de llamar y tras unos segundos alguien lo coge.
—¿Vanesa? Soy Daniel.
—Hola, Daniel. Supongo que tu madre te ha dado mi número, ¿no?
—Así es.
—Verás, ya sé que te dije que las clases serían cuando tú quisieras. Y así será, pero he pensado que podrías venir mañana por la mañana. No tenéis instituto y cuanto antes, mejor, no quiero que Alejandro suspenda el primer trimestre.
Esto es horrible. No tengo elección, si me niego, buscará rápidamente otro momento, y la realidad es que tarde o temprano voy a tener que hacerlo.
—De acuerdo. ¿A qué hora voy? —Escucho lo que parece ser un suspiro de alivio al otro lado de la línea.
—¿A las once? Para que estés hasta la una o así.
—Perfecto.
—Tanto Miguel como yo estaremos trabajando, así que avisaré a Alejandro para que esté despierto a esa hora.
Se me cae el alma a los pies. ¿Él y yo solos, en su casa? Me parece que mi desayuno de mañana va a ser un puñetazo en la cara.
—Cla-claro. Allí estaré.
—Perfecto. Hasta luego.
Cuelgo y medito durante unos instantes. En el mejor de los casos, Alejandro estará dormido y no me abrirá la puerta, aunque me da que eso no es lo que va a pasar.
Demasiado tranquilo te veo para lo que se te viene.
Ya tendré tiempo mañana para entrar en pánico. Ahora lo que me apetece es volver al sofá y ver capítulos de Friends hasta volverme loco.
DOCE
Dani 
Esta noche apenas he dormido, deduzco que es por los nervios. Me siento idiota, pero la cosa es que no puedo evitarlo. ¿Qué es capaz de hacer Alejandro conmigo sin que nadie pueda pararlo?
Se me ha pasado por la cabeza no ir y decirle a Vanesa que prefiero rechazar su oferta. Lo haría si no fuera por dos inconvenientes: que mi madre trabaja para ellos y que el dinero me solucionaría un par de problemas en el futuro.
Me levanto de mala gana y mientras me preparo un café valoro la situación. Por lo que he visto estos últimos días hay mucho de Alejandro que no conozco. Estoy seguro de que se comporta así conmigo por algún motivo, aunque va a ser difícil sacárselo.
Una pregunta se forma en mi cabeza: ¿quién es Alejandro Vila? Creía que su personalidad se limitaba a reírse de mí en clase, pero parece que de puertas para dentro es distinto. Pase lo que pase, pienso seguir el consejo de Elena y no dejarme llevar por la empatía.
Me visto de forma rápida y meto en una mochila el libro de inglés, un cuaderno, mi estuche y un diccionario. Espero hasta las once menos veinte y entonces salgo y pillo el autobús hacia el centro.
El día es bastante soleado y en contraste hace algo de frío. Me encanta este tiempo. Además, escuchar a Lana Del Rey con los cascos le da un toque especial. Después de un rato pasando paradas por fin llego al parque que está al lado de la casa de los Vila y me bajo. Me quito los auriculares y, tras tomar una bocanada de aire, presiono el timbre.
Mentiría si dijera que no estoy nervioso. De hecho, los segundos en los que espero una respuesta del telefonillo se me hacen eternos. Al fin una voz grave contesta, preguntando quién soy.
—Dani.
Se queda callado durante un momento y la puerta se abre, dejándome pasar al patio. Camino hasta la puerta de la vivienda, que está encajada. Paso y la cierro, pero no hay nadie en el recibidor.
—¿Alejandro? —pregunto. No obtengo respuesta.
Me adentro hacia el comedor y me viene el recuerdo de la cena del sábado. Alejandro no estaba muy contento cuando su madre me ofreció darle clases, así que ahora tampoco espero una bienvenida agradable.
Cuando aparezca tápate la cara, por si acaso.
Decido buscarlo y lo primero que se me ocurre es subir las escaleras, suponiendo que su cuarto esté por ahí. La segunda planta resulta ser un gran pasillo con varias puertas, todas iguales. Escucho algo al fondo, por lo que me dirijo hacia allí y llego a una estancia un poco más pequeña que el comedor. Pronto me doy cuenta de que es un gimnasio: hay pesas, colchonetas y una bicicleta estática, en la que Alejandro está subido.
Pedalea a gran velocidad, con la mirada fija en la pared y restos de sudor en la frente. Viste una camiseta de tirantes blanca que deja ver sus brazos y unos pantalones cortos negros. ¿Pero este chico no piensa en que puede coger un resfriado o qué?
No lo mires más de la cuenta.
Debería hacerme el loco, pero sus brazos flexionados son lo único que capta mi atención ahora mismo. Nunca lo he visto así, y tengo que decir que la perspectiva es mejor de lo que esperaba. Bajo la mirada hasta sus piernas, examinando sus muslos sin reparo alguno.
No entres en pánico, pero es tu tipo.
Gracias, conciencia, no me había dado cuenta.
Aunque, para ser justos, cualquier chico en tirantes es tu tipo.
Vuelvo a la realidad después de un pequeño —más bien gran— desliz y me apoyo en el marco de la puerta, esperando a que se dé cuenta de mi presencia. Hay dos posibilidades: o me está ignorando, o no me ha visto.
—¿A qué hora te levantas para hacer ejercicio?
Sin dejar de pedalear abandona el punto fijo de la pared y me mira, más serio de lo que me gustaría. Ya estoy visualizando su puño en mi cara.
—¿Acaso es un dato que te vaya a cambiar la vida? —cuestiona con hostilidad.
—No, era por decir algo —confieso cruzándome de brazos.
—Pues entonces genial. —Hace una pausa para respirar y reanuda la conversación—. Tengo una idea: yo me quedo haciendo ejercicio y tú puedes hacer lo que quieras. Cuando llegue mi madre le dices que las clases van superbién y listo. Ni yo te molesto a ti ni tú me molestas a mí.
Vuelve a observar la pared y a hacer como si no estuviera, dejándome boquiabierto. La verdad es que no me esperaba para nada este comportamiento de su parte: calmado, serio y con un plan premeditado. Parece que cada vez que hablamos es una persona distinta.
—¿Y si suspendes inglés, cómo se lo explico a tus padres, genio?
—Yo qué sé, ese no es mi problema.
—Mira por dónde, resulta que sí es tu problema.
Suspira y se baja de la bicicleta, acercándose y colocándose a escasos centímetros de distancia de mí. Observo sus ojos negros, elevando mi mirada a causa de la altura, y me dedica una sonrisa a modo de burla. Mi corazón empieza a latir con fuerza. Nunca hemos estado tan cerca el uno del otro como ahora. Pone las manos en la cintura y trato de que los ojos no se me vayan a sus brazos.
—No sé si te has dado cuenta, pero no me caes bien. Prefiero suspender una asignatura antes de que seas mi profesor, así que vete a dar vueltas por la casa o lo que sea, pero déjame en paz.
Analizo la situación con rapidez. No puedo dejar que se salga con la suya, porque los Vila no son tontos y se darán cuenta de que su rendimiento en el instituto no ha cambiado. Necesito enseñarle inglés de manera que quiera aprender, debo encontrar una motivación para él. Y si de paso lo fastidio en el proceso, mucho mejor.
—Está bien. Te dejaré en paz cuando seas capaz de decirme todo eso en inglés.
Hago un esfuerzo por no reírme al ver la molestia en su cara. Suspira y se cruza de brazos.
—Vete.
—Si me voy, tus padres se enterarán, y me da que no quieres que pase eso. —Me aparto, soltando el aire que no sabía que estaba conteniendo y sentándome encima de la pila de colchonetas de la esquina—. Si quieres, sigue con tus ejercicios, pero no me voy a ir hasta que hablemos en inglés.
—Que te jodan.
Vuelve a la bicicleta y sonrío al saber que esto le está molestando. Se ve que esperaba que aceptase su trato.
—In English, please.
—Fuck you.
—Mira como eso sí sabes decirlo.
TRECE
Dani 
—No voy a hablar contigo en inglés.
—Alejandro, tenemos que hacerlo. ¿Cuántas veces te lo he explicado?
La situación está empezando a ser tediosa. Este tío es más cabezota de lo que pensaba.
—Vamos a dejar nuestras diferencias a un lado, por muy difícil que sea. —Me mira para poder dedicarme una expresión de odio y se fija en el paquete que tengo en las manos.
—¿Te estás comiendo mis nueces?
No jodas que encima son sus nueces. Me llevo otra a la boca y me encojo de hombros.
—Me dijiste que podía hacer lo que quisiera.
Si estuviéramos en una serie de dibujos animados, saldrían llamas de sus ojos, cero dudas.
—¡No hablaba en serio! —Me quita el paquete de las manos, malhumorado, y se marcha a la cocina.
Después de terminar su rutina de ejercicios, Alejandro ha bajado y ha empezado a hacerse un batido de yo no sé qué, mientras que yo me he sentado a la mesa del comedor y he abierto el libro. Por supuesto, ha pasado de mí y no hemos empezado ni el primer tema.
—Al menos dime que te sabes el verbo to be —imploro.
Vuelve con un vaso de cristal lleno de un líquido verde y se sienta enfrente. Examino el contenido desde la distancia y hago una mueca de desagrado.
—No voy a preguntar qué lleva eso, porque vivo mejor en la ignorancia. Con solo verlo ya me dan arcadas.
—Claro, es que tú no sabes nada de dietas ni ejercicio… ¿Es demasiado masculino para ti? —Alza las cejas y toma un sorbo.
—No, solo que el tiempo que tú empleas en eso yo lo uso para estudiar y asegurarme un futuro —digo de la manera más digna posible. Él se limita a sonreír—. Y que sepas que reventarte a hacer abdominales no te hace más hombre que yo.
Mis palabras calan en él, ya que veo cómo se ensombrece su rostro.
—Sabes que podría devolverte el puñetazo ahora mismo, ¿no? Total, nadie lo escucharía.
Mierda.
No te pongas nervioso, ¡lo notará!
Escondo las manos bajo la mesa y empiezo a jugar con mis dedos en un intento por mantenerme calmado.
—Se lo contaría a tus padres —digo casi en un susurro.
—Ya. —Me da una palmadita en la mejilla—. Seguro.
¿Acaba de tocarte?
Vale, esto es raro. Lo escudriño con todo el desconcierto del mundo y se dedica a reír, alejándose para dejarse caer en una silla.
—Alejandro, hazme el favor y dime cuánto sabes de inglés. Al menos eso. No pido más.
Decir que esta situación es desesperante se queda corto. Se termina el batido y reflexiona durante unos instantes en silencio hasta que por fin se digna a contestarme.
—Mira, sé decir «culo», «mierda», y una vez leí que…
—¡¿Quieres dejar de comportarte como un puto niño de cinco años y no decir gilipolleces?!
Ahí está de nuevo, el impulso. No he podido controlarlo, lo único que me estaba pidiendo mi cerebro era gritarle en la cara, porque parece que es la única manera de la que se entera de las cosas. Un silencio incómodo se apodera de nosotros y la sorpresa en su rostro me recuerda a la expresión que puso cuando le pegué. Tengo la intención de disculparme, pero él habla primero.
—No lo sé. El nivel de inglés que tengo, quiero decir.
Vale, me ha hecho caso y eso es un avance, pero ahora me siento mal. Suspiro y escribo la dirección de una página web en un trozo de papel.
—Aquí puedes hacer una prueba para saberlo. Avísame con lo que sea.
Le dejo la nota sobre la mesa y me levanto mientras voy guardando mis cosas en la mochila. Es obvio que he tenido suficiente por hoy. Alejandro me observa callado y se levanta también.
—¿Cómo te aviso? No tengo tu número —farfulla.
Joder, e
