Palabra de honor

Ana María Machado

Fragmento

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Engañado por la muerte, el viejo Almada se pasaría año tras año contemplando en la pared de la habitación la memoria de las aguas de aquel riachuelo desperezándose por entre las piedras. Encantado por la vida, el niño José se quedaba unos minutos todos los días siguiendo el recorrido de las hojas y de la rama que acababa de lanzar a la corriente, y que desaparecerían en un meandro más adelante.

Más que la carretera por donde transitaban rebaños de ovejas y carros cargados de heno, incluso más que las nubes que el viento arrastraba hasta perderse de vista, eran aquellas aguas las que le daban la certidumbre de que había un mundo fuera, mucho más allá del paisaje que había visto durante toda su existencia. Hacia algún lugar se deslizaban. Un día él las seguiría. Un día en que no tuviese tanto trabajo aún sin hacer, en que todos, a su alrededor, no contasen con sus brazos delgados para ayudar a labrar el campo, a podar las vides, a llevarles forraje a los animales, a sembrar, abonar, limpiar, segar, cargar. Un día que, solamente por eso, sería de fiesta.

—Ay, José, que ya estás otra vez meditando y te olvidas del trabajo… ¡Ven, echa una mano y deja de hacer el gandul!

Y él iba. Cada semana un poco mayor, un poco más fuerte, capaz de hacer un poco más. Cada mes con la sensación de que el resultado era más flojo, entre los rigores del clima y la aridez de la tierra cuajada de pedruscos. Cada año para compartir con más gente en la familia, con nuevas bocas que surgían con la rapidez de los hongos, mientras los nuevos brazos crecían con la lentitud del roble.

 

***

 

Mucho antes de ser tan robusto como Gilberto y de tener la complexión de su hermano, el niño Bruno ya soñaba con el día en que se echaría con él a la mar. De verdad. Muy en lo hondo, después de la rompiente. Tardaba en llegar la hora, pero sabía que en algún momento se irían juntos. Dejarse arrastrar por las olas que estallaban ruidosas. Salir en un barco con sus amigos para pescar allá lejos.

Mientras llegaba ese día, el pequeño Bruno jugaba en la orilla y hacía castillos en la arena de la playa. A medida que fue creciendo, aprendió a medir la fuerza de las olas y a calcular la posible distancia a la que podían ser peligrosas al golpear, allí abajo, en las piedras. Le empezó a gustar también quedarse sentado en lo alto del pontón contemplando el mar. Pronto descubrió un lugar seguro que acabó adoptando. Era una concavidad lisa junto a una especie de respaldo rocoso, donde incluso podía recostarse. Parecía amoldarse a su cuerpo, como si lo hubiera esperado siempre. Su querencia, a la que volvería toda su vida. Solo, con novias, con amigos. Un día hasta con sus hijos.

En ese nido de piedra, Bruno fue almirante de los siete mares, piloto en la proa o grumete en la gavia, en lo alto del mástil de un velero encantado. Veía más que todos, distinguía el primero las nubes que asomaban en el horizonte o los cardúmenes que se acercaban. Era el mejor lugar para quedarse viendo barcos, seguir el vuelo de las gaviotas, sorprenderse con el súbito salto de un pez diablo o los juegos de los delfines compitiendo en la zambullida.

Desde allí arriba, observó la salida de Gilberto a sus primeras aventuras de pesca submarina, con gafas, aletas, arpón y tridente. Veía a su hermano zambullirse y desaparecer. Sentía un poco de miedo, hasta que en unos instantes lo distinguía asomándose a la superficie. Una, dos, muchas veces. De repente, el trofeo: un pez debatiéndose en la punta del arpón. O una langosta sostenida por una mano enguantada. El mar compartía sus tesoros con los amigos fieles.

También desde allí, desde lo alto del pontón, Bruno vio la primera plancha enorme mojándose en aquellas playas. Fundadora de un linaje sólido e innumerable, era de madera. La trajo un bañista más osado y creativo que los demás y causó sensación en el grupo de adolescentes que, tumbados y abrazados a sus pequeñas tablas pintadas y con el extremo redondeado, esperaban la ola mejor para dejarse arrastrar hasta la playa. Permitía que se intentase un precario equilibrio para deslizarse en pie hasta la orilla. Al día siguiente, ya tenía seguidores. Vino para quedarse, siempre transformándose. Hizo que la tabla pintada se convirtiese en surf.

Bruno no vio venir los otros cambios. Ayudó a provocarlos. Ya dentro del agua, y en medio de todos los demás surfistas. Ojo avizor en las olas y en el viento. Quillas que variaban en número y en ubicación. Tamaños diferentes. Extremos redondeados diversos. Madera más leve, fibra de vidrio, resinas insospechadas, velas, cordaje.

Sólo él seguía siendo el mismo. No dejaba de confiar en que, tarde o temprano, el mar le traería todas las respuestas que necesitase. Más de treinta años después, seguía intentando despertarse bien temprano siempre que podía, o volver corriendo a la playa al final de una jornada de trabajo. A la espera de la ola ideal, empuñando la tabla. Y desde el mar, de vez en cuando, miraba hacia arriba, hacia el pontón, y allí distinguía la silueta de sus hijos al lado del perro. Sabía que Buck velaba por ellos. Y se preparaba para una alegría que no tardaría mucho en llegar: el día en que Gabriel y Miguel pudiesen también hacer surf con su padre.

Por el momento, los mellizos se distraían con la hermana mayor explorando el inmenso peñasco. Letícia les mostraba minucias encantadas: las conchas y algas que se aferraban a la piedra, las pinzas de cangrejitos oscuros, la sal que se acumulaba en los huecos cuando el agua se evaporaba al sol. Oían el fuerte ruido de las olas rompiéndose en las grutas que estaban más abajo, veían la espuma que subía por entre las grietas más adelante. O sólo se quedaban mirando a su padre en el mar. Fascinados por toda aquella agua salada en la que se regocijaban bañándose y jugando, pero que también los asustaba un poco por su inmensidad sin fin, su rumor constante, y todos aquellos movimientos misteriosos en sus colores siempre nuevos.

 

***

 

Desde muy arriba, el niño José veía mejor la aldea en la que había nacido. Cualquier altura le ayudaba a entender dónde vivía. Cuando subía a los árboles del huerto, observaba el tejado de la casa. Si en vez de guiar una yunta de bueyes venía con algún adulto que lo hiciese, podía instalarse en lo alto del heno o de las barricas de vino que transportaba el carro y admirar el paisaje revelado: la otra margen del riachuelo o la ropa secándose en el patio de las casas a lo largo del camino. Las raras veces en que le permitieron subir a la torre de la iglesita, logró distinguir a primera vista todas las casas que comp

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