Que el fin del mundo te pille de risas

Andrea Compton
Inés Hernand

Fragmento

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ANDREA

CAPÍTULO 1

Heidi Compton

¿Te imaginas nacer en mitad de un concierto? Pues eso me pasó a mí. (Te estás flipando un poco, loca).

A ver, he dicho EN MITAD de un concierto, no que estuviera ALLÍ. (Ahora sí). Yo nací en Madrid y el concierto era en Baleares, pero el que sí estaba era mi padre. El 14 de agosto de 1991, Manolo Compton… (Sabes que ese no es vuestro apellido, ¿verdad?). (Loca, lo sé, es para preservar su identidad, rollo Batman). Bueno, pues Papá Compton tocaba la guitarra en un concierto de Emilio Aragón. (Tronca, explica un poco quién es el jambo este, que habrá quien no lo conozca). Si no sabes quién es Emilio Aragón no eres ni millennial, así que te remito a: Google. Si sí lo sabes y estás flipando: efectivamente, antes de El Gran juego de la Oca y Médico de familia, Emilio Aragón hacía giras por los escenarios de España vestido de esmoquin y con unas Converse All Star. Tenía hitazos como Te huelen los pies o Cuidado con Paloma, que me han dicho que es de goma y decía cosas como «Dabuten, colega». (LOLazo).

¿No te lo crees? Te juro que no me lo estoy inventando. (NO se lo está inventando). Está en YouTube. Si eres de los valientes que se han atrevido a buscar el documento gráfico, estarás de acuerdo conmigo en que lo único que se puede rescatar de esa década son los chokers, las plataformas y las camisetas del Pryca. (Escucha, ahora vamos todas vestidas así, ¿eh?).

Pero, bueno, que me voy por las ramas y no cuento lo que quería contar. Que básicamente es que le interrumpí un concierto a Emilio Aragón. A mi padre le sonó el busca (Hola, el puto BUSCA, ni que fuera esto un capítulo de los Picapiedra) y Emilio le gritó al público: «¡Un aplauso para Manolo Compton, que acaba de ser padre!». Y todo el mundo aplaudió. ¿Molan o no molan mis inicios?

Mis padres se conocieron en mitad de la movida madrileña. Mi madre curraba de comercial y mi padre era el guitarrista de Viceversa, el grupo que acompañó a Joaquín Sabina en los ochenta. (Para los de la generación Z, este es el de y nos dieron las diez y las once, y las doce y la una y las dos y las treees, y lo que sigue ya no lo pongo porque es un poco PORNO). Su historia es un clásico: roquerita marchosa conoce a guitarrista guaperas, se gustan, se enrollan, y, bla, bla, lo típico, tampoco vamos a entrar en detalle porque a nadie le mola pensar en sus padres dándose unos besos.

Unos años después se separaron, y yo me fui con mi madre a mi querido Carabanchel (aka el barrio madrileño FAV de Andrea) hasta que apareció Rafa (el padre de su hermana) y nos conquistó para irnos con él a un pueblo perdidísimo en Guadalajara donde él vivía desde hacía unos años. Y yo todo ok, claro, porque tenía cero años y no me enteraba de nada.

Mis primeros años fueron todo súper, me encantaba mi familia: aunque viviese lejos de ellos, tenía mucho contacto con mis yayos y con mis tíos, veía a mi padre cada quince días y vivía muy feliz en el pueblo con mi madre, Rafa y un PERRO. (Ya empezamos…). (Tía, ya sabes que los animales y yo somos uno). (Ya, ya, ya…). Se llamaba Zacarías y creo que estuve cuatro años pensando que era hembra, porque todas las mañanas yo le decía: «Buenos días, Zaca, guapa». (Mi amiga no está ok, como podéis comprobar). Aparte de estar un poco en la parra, por lo demás fui una niña buenísima. No lloraba por nada, nunca montaba pollos, era superobediente, lo que me dijeran mi madre y mi yaya iba a misa… (Se estaba reservando las energías para liarla más tarde). Mi pueblo se llamaba (y se llama, que no ha desaparecido) Roblelacasa. O lo que es lo mismo: la puta Comarca de El señor de los anillos. (¿También los vas a mandar a Google para que busquen esto?). (¡Ya voy, ya voy!).

Roblelacasa es uno de los pueblos negros del valle que hay a los pies del pico Ocejón, en la sierra norte de Guadalajara. Se llaman pueblos negros porque todas las casas son de pizarra y, a finales de los ochenta, estaban prácticamente en ruinas. Cuando digo que me crie en un pueblo de cabras la gente se piensa que exagero, pero juro que es verdad.

Cuando Rafa llegó allí, aquello eran un montón de ruinas que unos cuantos chavales de Madrid que querían irse a vivir al campo estaban empezando a reconstruir. (Oh, oh, aquí huele a jipis). Vamos, que compraron por dos duros casas de gente que había salido huyendo del pueblo como si le hubieran puesto un petardo en el culo y se instalaron allí. Al principio no había luz, ni agua corriente (chu-chu-chuuuli), pero eso no los echó para atrás. Algunos tuvieron hijos y, poco a poco, junto con la electricidad y el agua, empezaron a llegar más familias.

Entre otras, la que formábamos Rafa, mi madre, Zaca y yo.

Igual esto de vivir en un lugar perdido de la mano de Dios con menos de veinte habitantes le puede dar pánico a alguno, pero… yo creo que fue lo mejor que me pudo pasar. No necesitaba nada más. Teníamos tele, un reproductor de VHS y cintas de vídeo (aquí mi colega dejando claro que era un pueblo de cabras, no una caverna del Pleistoceno), pero las mejores pelis me las montaba yo en mi cabeza: un día era exploradora, al siguiente, soldado en una misión secreta y el tercero, Lara Croft. Zaca era mi mejor amigo, y desde entonces les tengo el respeto máximo a todos los animales. Otra de las cosas que molan de vivir en un pueblo es que te haces más duro que una piedra, porque si te piñas y te rompes la crisma, para llegar al médico tienes que hacerte ochenta kilómetros de carreteras de la muerte, bloqueadas por la nieve en modo invierno, y ¿tú te crees que te van a llevar cada vez que te hagas un rasguño? (Spoiler: NO). Fue una infancia muy libre y divertida. Rafa y mi madre eran relajadísimos, y podía hablar con ellos de cualquier cosa, no había ningún tabú. En el cole éramos en total seis alumnos (ha dicho en el cole, no en clase, ¿vale?, que es muy fuerte), todos de edades diferentes, lo cual me costaba un poco, pero en general estaba contenta, así que no le dedicaba mucho tiempo a pensar si hacía amigos o no.

Como os decía, veía a mi padre cada quince días, y me acuerdo de que subía a la era (que se parecía a la colina de Heidi) y desde ahí esperaba a ver llegar su Honda Civic como si estuviera esperando a Michael Jackson en limusina (a quien haya que explicarle quién es Michael Jackson, que cierre ahora mismo el libro y se rece diez thrillers y cinco billiejeans), porque mi padre era MÚSICO y tenía un COCHE. A ver, que era un simple coche, pero a mí me parecía un Ferrari, porque me conectaba con la ciudad, y yo sentía como si en vez de ser mi padre quien venía a buscarme fuera el gancho de la máquina de los alienígenas de Toy Story, que me pescaba del cuello de la camiseta para sacarme del pueblo y depositarme en medio de una peli de Hollywood. («El gancho es nuestro amo. Él decide quién se va y quién se queda.»). (Si no lo dices, revientas, ¿eh?). (Je, je…, correcto).

Yo me pasaba esos fines de semana flipándolo con la tecnología. Siendo todavía pequeña, mi padre dejó la música y ahora era técnico de posproducción de sonido, lo cual me flipaba. Me pasaba los días buscando en Google fotos de

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