Reprográmate

Kulreet Chaudhary
Eve Adamson

Fragmento

Reprográmate
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Introducción

Una neuróloga experimenta una revelación

Mi abuelo era médico en una comunidad bastante grande en una población cercana a Ludhiana, en la India. Yo quería y admiraba a mi abuelo, y desde niña supe que quería ser doctora como él. Después de una entrevista que me hicieron recientemente, tuve una revelación: ahora practico la medicina con un estilo muy parecido al de mi abuelo. Pero no siempre fue así.

El estilo de vida en la India en la década de los setenta era muy distinto del de Estados Unidos en la actualidad. Como médico comunitario, mi abuelo se tomaba su papel de supervisor de la salud comunitaria muy en serio y estableció una asociación con los pobladores de la comunidad para ese fin. Cuando alguien se enfermaba no lo atendía por primera vez, de manera aislada, sin conocer su historial o sus circunstancias de vida. En la mayor parte de los casos también atendía a los padres, hijos y abuelos de la persona enferma. Entendía su manera de vivir. Creaba un vínculo amoroso con su comunidad, y ese vínculo le permitía convertirse en una influencia positiva en la salud de toda la familia al paso de los años. No era simplemente el proveedor de un servicio, sino de una relación curativa.

De pequeña, era la consentida de mi abuelo. Fui su primera nieta y siempre estuvimos muy unidos. Hasta que cumplí cuatro años, él me cuidaba durante el día y solía llevarme a su trabajo. Todavía conservo imágenes muy claras de mi abuelo en su pequeña clínica, atendiendo a la gente que llegaba a consulta. Siempre se sentía una atmósfera de mucho cariño y apoyo. Podía ser bastante estricto cuando hacía falta, por su gran dedicación a la salud de sus pacientes y porque no siempre seguían sus indicaciones, pero sus palabras siempre surgían del amor. A veces la gente podía pagarle, a veces no, pero eso nunca era impedimento para atender a un enfermo. Todo eso influyó en mis ideas sobre lo que debe ser la atención médica, mucho más que lo que aprendí en la escuela de medicina.

Y luego nos fuimos a vivir a Estados Unidos. Me rompió el corazón dejar a mi abuelo, al resto de la familia y a la comunidad en la que me crié, pero mis padres estaban emocionados con las oportunidades que nuestro nuevo hogar nos brindaría. Querían probar en carne propia el sueño americano y pensaban que les esperaba una mejor calidad de vida. La gente en la India piensa que Estados Unidos es un lugar vibrante y lleno de promesas, pero yo todavía recuerdo la sensación de haber perdido mis raíces.

Mis padres, por el contrario, querían adaptarse cuanto antes. Cruzaron el océano con mi hermana y conmigo y comenzaron una nueva vida al sur de California. Mi mamá era fisioterapeuta y mi papá ingeniero electricista. Y si bien abandonaron algunas de nuestras costumbres (por ejemplo, la vida cotidiana con nuestra familia extendida en la India, que incluía a mis abuelos, tíos y tías, y había quedado dividida en dos continentes), seguíamos practicando la medicina ayurvédica. Ni siquiera nos lo cuestionábamos, simplemente era parte de nuestro estilo de vida. Aunque mi abuelo había estudiado la carrera de medicina occidental, nuestra cultura practica una completa integración de las prácticas occidentales con la medicina preventiva entendida como estilo de vida. Si alguien se enfermaba al punto de requerir medicamentos, el doctor se los recetaba, pero normalmente el primer paso era decirle: “Oye, tienes que hacer ciertos cambios en tu estilo de vida”. El objetivo nunca era mantener a los pacientes medicados, como suele suceder en nuestros días en Estados Unidos. Y después de la mudanza mantuvimos esas costumbres, incluyendo nuestra manera de comer.

Por supuesto, probamos algunos platos típicos estadounidenses que no conocíamos, pero la base de nuestra alimentación seguía siendo la comida india. Las especias con las que cocinábamos todos los días, que ahora se consideran parte de la medicina ayurvédica, eran simplemente ingredientes de la cocina casera: usábamos mucha cúrcuma, comino, cilantro, hinojo, jengibre y bayas amla (grosella india) encurtidas. A veces todavía me parece extraño “recetarle” a mis pacientes lo que yo acostumbraba comer como condimento a diario en casa. En ese entonces todavía no sabía que al comer esas especias estábamos combatiendo la diabetes, el cáncer y la obesidad.

Los remedios con los que tratábamos los malestares menores también eran ayurvédicos, aunque en esa época no los identificaba como tales. Por ejemplo, si tenía una infección en los oídos, mis padres me aplicaban aceite de ajo, que era aceite de ajonjolí infusionado con dientes de ajo. Para aliviar la bronquitis nos daban una mezcla de cúrcuma y miel. Esos preparados eran nuestra primera línea de defensa, antes de considerar el uso de antibióticos. De niña fue raro que me administraran antibióticos, porque los tratamientos ayurvédicos eran muy efectivos.

Otro concepto ayurvédico que aplicábamos a diario era el orden y tamaño de las comidas. El almuerzo al mediodía era muy abundante y las cenas bastante ligeras, y siempre terminábamos de ingerir la última comida del día antes del atardecer. Esto era simplemente parte de nuestra cultura y de nuestras costumbres.

Noté otras diferencias en materia de alimentación entre la India y Estados Unidos. Una de las que más me costó fue la leche. En la India, las vacas lecheras reciben un buen trato, son parte de la familia y la leche tiene un sabor completamente distinto. En la India, la leche sabe dulce. Allá me encantaban la leche y la mantequilla; en Estados Unidos, en cambio, casi no tomaba leche porque me sabía amarga. Me tomó mucho tiempo acostumbrarme. No sé si eso se debe a lo que comen los animales o a cómo son tratados, pero sí sé que en la India tomamos la leche que dan de manera natural; es decir que no se crían vacas lecheras, sino que aprovechamos su leche solamente cuando acaban de parir. Y la relación entre humanos y animales es amable y compasiva. Crecí rodeada de esa atmósfera y mi relación con la comida era también así, natural y positiva.

Casi nunca comíamos postres. Quizá en tu cumpleaños comías pastel, pero fuera de eso, las frutas eran el único postre que conocía. Siempre se nos antojaba la fruta fresca, recuerdo que mi padre solía llegar con grandes cajas de mangos. Eso nos daban de postre. Cuando tenía unos siete u ocho años nos dejaban comer un dulce cada semana. Siempre en viernes, y solía ser una minibarra de chocolate, como las que se reparten en Halloween. Los viernes también nos dejaban ver televisión durante media hora, ¡yupi! Disfrutábamos los dulces, pero no vivíamos con el antojo porque era algo que consumíamos de manera espaciada, así que no teníamos la expectativa de comerlos cada día, como tantos niños en la actualidad.

Hasta la fecha no tengo antojos dulces tan intensos, y sospecho que se debe a que nunca desarrollé una neuroadaptación al azúcar. Retomaré este tema más adelante, pero el punto es que cuando se libera dopamina, desencadenada por el consumo de azúcar, el placer que s

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