Obra escogida

Walt Whitman

Fragmento

cap-1

INTRODUCCIÓN

WHITMAN Y LA CONSTITUCIÓN LÍRICA DE AMÉRICA

En la partida de nacimiento de la poesía americana figura Walt Whitman (1819-1892) en el lugar del «Nombre del padre». «Americana», aquí, debe entenderse en sentido continental, no limitado a Estados Unidos. ¿Sigue teniendo vigencia ese certificado, a ciento veinticinco años de la muerte del poeta? Así parece, por ahora, si juzgamos la presencia continua de su influjo a partir de finales del siglo XIX, desde la muerte de Whitman y la edición definitiva de Hojas de hierba hasta nuestros días. Whitman es, a la vez, una voz y una figura: esta es una creación de aquella. El eco de su voz es evidente en el último Rubén Darío, a través de José Martí, quien, exiliado en Nueva York, introdujo a Whitman en las letras hispanoamericanas con una de las notas más admirables de su prosa exaltada, en la crónica (publicada en diarios de México y de Buenos Aires) de una lectura pública en abril de 1887 del libro de poemas Memorias del presidente Lincoln: «hímnica fuga», «profético lenguaje», «portentoso extravío», son algunos de los epítetos que Martí le dedica. El Whitman anciano y profeta que presenta Darío en Azul está construido a partir de la crónica de Martí: «En su país de hierro vive el gran viejo / bello como un patriarca, sereno y santo». La voz de Whitman está muy presente, también, en el Neruda de Residencia en la tierra; en la versificación expansiva de las vanguardias en América Latina, como en Vicente Huidobro, Pablo de Rokha u Olga Orozco; y, en otra tesitura, en la búsqueda de un decir popular en los poetas coloquialistas que irrumpen a mediados del siglo XX. Uno de los padres de esa escuela, Nicanor Parra, dijo en una entrevista de 1969 haber leído mucho a Whitman en sus «primeras incursiones hacia un lenguaje más democrático y hacia una poesía más de la calle».

La figura de Whitman —la construcción de una imagen de poeta nacional no salido de las aulas ni de las bibliotecas sino de la fuerza y la empatía con la comunidad— es determinante para Martí, para el García Lorca vanguardista de Poeta en Nueva York y para Borges, aunque quizá más para el cuentista que para el poeta: en «El Aleph», sobre todo, donde Borges, imitando a Whitman, se inventa a sí mismo como personaje literario que lleva su propio nombre, como protagonista de una composición (falsamente) autobiográfica. En la poesía de Estados Unidos la presencia de Whitman es tan capilarmente generalizada que sería más fácil enumerar los poetas que se resistieron a su influjo. El fraseo y el versículo de John Ashbery, por ejemplo, el último de los grandes poetas estadounidenses del siglo XX, es impensable sin Whitman: eso que Ashbery llama la «ola» (a wave), una proliferación magmática que todo lo arrastra, un poder de entonación inagotable, sigue teniendo en Whitman su venero. En una entrevista de 1994 preguntaron a Ashbery si era verdad que su poesía se alimentaba de la lectura de ensayos sobre lírica y teoría de la literatura, y él lo negó: «Para cantar, un pájaro no necesita ser especialista en ornitología». Estaba parafraseando el «Canto a mí mismo» y su persistente afirmación de que la simple existencia es más sabia que cualquier saber: «La chova, que jamás ha estudiado la escala musical, trina bastante bien para mí», en la traducción de Concha Zardoya; en traducción de Borges: «El grajo de monte, que no ha estudiado nunca la escala, canta bastante bien para mí». Antes, el principal representante de la poesía de vanguardia en Estados Unidos, William Carlos Williams, erigió a Whitman en la referencia ineludible de una dicción americana radicalmente apartada y distinta de la deriva inglesa y conservadora de T. S. Eliot. Y también el magma de los Cantos de Ezra Pound, como una lava que todo lo disuelve y lo densifica, son una deriva del «Canto a mí mismo»; y el también desbordante A. R. Ammons en su irónica oda al vertedero avistado desde la autopista (Basura y otros poemas, publicado por Lumen); o la grandiosa visión de Dereck Walcott en su Omeros antillano. En los años cincuenta, Allen Ginsberg, el poeta más importante de la generación beat, publicó Aullido, otro torrente impregnado de Whitman. El propio Ginsberg lo hace explícito en un poema de ese volumen, «Un supermercado en California»: «Cuánto he pensado en ti esta noche, Walt Whitman, mientras caminaba por calles laterales bajo los árboles con un consciente dolor de cabeza, mirando la luna llena». Aquí el versículo whitmaniano ya casi se ha vuelto prosa, sin perder la cadencia perentoria. Y permanece el gerundio —insistencia en el presente, en lo que está pasando ahora mismo—, que nunca antes de Whitman había alcanzado dignidad estética. Y, más recientemente, El canto pos-11S de C. K. Williams tiene, en su entonación, un evidente diapasón de prosodia whitmaniana.

Cuando un poeta alcanza tal dimensión, su presencia va más allá del ámbito literario. Harold Bloom, un crítico a veces hiperbólico pero nunca gratuito, escribió: «Si eres estadounidense, Walt Whitman es tu padre y tu madre imaginarios, incluso para quienes, como yo mismo, nunca han escrito un verso». Se podría objetar a esta afirmación que si Whitman es el padre, la madre es Emily Dickinson, que opone al desborde de Hojas de hierba y al poeta que parece estar siempre en la calle el poderoso fragmento, el encierro voluntario y el casi silencio murmurado de sus breves poemas. Bloom cree que Whitman es «Adán de buena mañana, enfrentado a un Dios que no lo había creado y que lo necesitaba para ser Dios». Afirmación significativa si se tiene en cuenta que Whitman se consagra a sí mismo como un nuevo Adán por la misma época en que el pensamiento europeo —que difícilmente él podría haber conocido— proclamaba la muerte de Dios. No ha faltado quien viera en la potencia de salmo apodíctico de Hojas de hierba un aire de familia con las enseñanzas del Zaratustra de Nietzsche. «El poeta de los cantos adánicos», se llama a sí mismo Whitman: el que da nombre a las cosas. El Adán y el myself parecen, en muchos pasajes, hermanos del superhombre nietzscheano, sobre todo en su impugnación de la debilidad y el miedo al pecado, y la celebración de la voluntad humana y la alegría de la vida:

Límpida y tierna es mi alma. Y límpido y tierno [...].

Me siento feliz: veo, danzo, río, canto...

Cuando mi acariciador y afectuoso camarada, que ha dormido

      a mi lado toda la noche, se aleja a pasos furtivos al amanecer...

En un ensayo reciente, el poeta estadounidense Ben Lerner sostiene que hasta los discursos de los políticos están atravesados por Hojas de hierba: «A la hora de la verdad, republicanos y demócratas ofrecen una versión degradada de su retórica». Es una manera más explícita de decir lo que ya había observado Ezra Pound: que Whitman es a Estados Unidos lo que Dante es a Italia.

La pregunta que persiste es cómo un poeta, un único poeta, a través de las sucesivas ediciones aumentadas de un libro que empezó siendo poco más que un cuadernillo, pudo convertirse en el fundador del canto de todo un continente. Cualquier lector que recorra este volumen podrá intuir una parte sustancial de la respuesta: Whitman inventó un tono a la vez potente e íntimo

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