La pastelería mágica 3 - Una pizca de amistad

Alessandra Berello

Fragmento

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Mientras caminaba con Theo hacia el colegio, Meg inspiró hondo el olor de la mañana. En el aire cálido de principios de septiembre había una pista de que el otoño estaba a punto de llegar, ligera pero inconfundible, como el olor a vainilla de las magdalenas del abuelo Artú.

Meg sonrió. Aquel año el fin del verano era menos trágico que de costumbre (a pesar de tener que decir adiós a los días de vacaciones, a las sesiones de exploración al aire libre, a subir a los árboles y a correr hasta quedarse sin respiración) porque ella ya no era solo Meg, una niña de Lotus Lane, Brooklyn, aventurera y traviesa.

Desde hacía dos meses era, principalmente, Meg de Lotus Lane, Brooklyn, aprendiz de pastelera.

En el colegio, sus compañeros se quedarían con la boca abierta cuando se enteraran de que todas las tardes ayudaba a preparar las delicias que ofrecía LA PASTELERÍA MÁGICA, vestida con un delantal de verdad y un gorro de cocinera solo para ella.

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La verdad es que el delantal le quedaba un poco grande y Meg se tenía que ajustar el gorro con dos horquillas para que no se le cayese sobre la frente, pero esos eran detalles sin importancia. Aquella mañana le explicaría a sus compañeros que podía hacer todo lo que quería en el obrador de Flo, hasta preparar una tarta de siete pisos, si le apetecía, y atiborrarse de nata montada hasta reventar. Nunca había preparado una tarta de siete pisos, en realidad (aunque sí que se había llenado la barriga de nata montada a escondidas al menos un par de veces) pero, si hubiera querido, estaba casi segura de que el abuelo Artú le habría explicado cómo hacerlo.

—¿Meg? ¿Se puede saber qué estás pensando? —preguntó Theo, su vecino, amigo y compañero de clase, que caminaba a su lado.

—En cómo se van a quedar todos cuando se enteren de que soy aprendiz de pastelera. Me parece que, por una vez, ¡ni siquiera Francisca podrá competir conmigo!

Francisca era la niña más creída y orgullosa de la clase y, todos los años, después de las vacaciones de verano, les contaba los viajes increíbles que había hecho con su familia y cómo se había pasado todo el verano yendo a todos los parques de atracciones del mundo, cómo había comido cruasanes «de verdad» en Francia, nadado con ballenas o montado en cebra.

Theo le contestó, un poco seco:

—Creía que no querías hablar de tu trabajo de pastelera.

—¿Y por qué crees eso?

—Porque… Tengo la impresión de que me escondes un montón de secretos de las cosas que hacéis ahí dentro Flo, el abuelo Artú y tú —se quejó el niño mientras se acomodaba bajo el brazo un póster enorme de los planetas que se había pasado medio verano preparando.

Meg se mordisqueó los labios. No le sorprendía que Theo lo viera de aquella manera. La niña no escondía un montón de secretos sobre la pastelería: solo escondía uno, pero era un secreto enorme. Tan enorme que no se lo podía contar ni siquiera a él, su mejor amigo. Así que sonrió y le quitó importancia:

—Qué va, es solo que Flo no quiere que se sepan sus trucos.

—Ajá —murmuró Theo, poco convencido, dándole una patadita a una piedra. No le gustaba que su vieja amiga Meg, que por lo general siempre estaba dispuesta a mostrarle cualquier pequita que le hubiera salido en los brazos, se hubiera vuelto tan huidiza.

—De todas maneras, algo diré —prosiguió ella—. ¡Aunque solo sea para ver la cara de Francisca!

Cuando llegaron frente al colegio, sin embargo, era tan tarde que tuvieron que entrar enseguida. Su clase ahora estaba en otra aula, y los dos tardaron un rato en descubrir dónde se habían metido sus compañeros y Suzie, la profesora de inglés, que siempre les daba la primera hora de clase cuando empezaba el curso.

Cuando por fin encontraron el aula, Theo se sentó en el sitio que había junto a Fred, y Meg se acercó al pupitre que siempre compartía con Melanie, pero se quedó con la boca abierta: su sitio estaba ocupado por una niña pelirroja que no había visto nunca. Melanie le hizo un gesto con los brazos como para decir «Lo siento».

—Theo, Meg, os estábamos esperando —dijo la profesora, que vivía en la misma calle que ellos—. ¡Por fin podemos empezar con la primera clase del año! Niños, ¿no os emociona pensar que tenéis por delante un año entero lleno de maravillas que descubrir? ¡Un tren lleno de erudición está a punto de partir! ¡Montad en él! ¡Chu, chu!

Los alumnos miraron al cielo: la señorita Suzie a veces era demasiado entusiasta. Eso sin contar que la mitad de la clase no sabía exactamente qué era la erudición (Meg se lo preguntó después a Theo, y descubrió que era el conjunto de cosas que había que aprender para ser más culto, y eso significaba también que Theo ya tenía un par de vagones de erudición aparcados en el garaje, mientras que ella se conformaba con lo necesario para llenar un cajoncito).

Meg se arrastró, un poco enfadada, al único sitio que quedaba libre, un pupitre solitario en la cuarta fila, y pasó los siguientes tres cuartos de hora con los ojos clavados en la nuca llena de rizos de la recién llegada. La profesora debía de habérsela presentado a los demás antes de que Theo y ella llegasen.

Cuando sonó la campana, Meg saltó como un muñeco de muelle y se acercó a la niña:

—Hola, soy Meg.

La niña dejó un momento el lápiz al que estaba sacando punta y le clavó unos ojos verdes en los que ondeaban pequeñas motitas doradas, como peces en un estanque. Luego, volvió a sacarle punta a su lápiz.

—Eh, bueno, quería decirte que el sitio donde te has sentado es mío.

—No veo que en ningún lugar esté escrito tu nombre —contestó la desconocida, colocando en el estuche un lápiz con una punta perfecta.

Melanie intervino:

—No… No ponemos los nombres, pero es que estamos acostumbradas: el primer día de clase, Meg y yo siempre nos sentamos juntas.

—Así es —confirmó Meg—. Entonces, ¿te molestaría dejarme el sitio?

—Ya me he sentado. Y tú has llegado tarde, así que yo diría que lo único que puedes hacer es buscarte un sitio libre —concluyó la niña.

Meg quiso rebatir, pero el profesor de Ciencias, el señor Ruxpin, ya había entrado en la clase con sus típicos movimientos de momia egipcia, así que no tuvo más remedio que volver al pupitre vacío de la cuarta fila.

En el recreo descubrió que aquella niña se llamaba Nicole, venía de Chicago, y no parecía antipática.

Pero sí que lo era.

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