La profecía (Alas de fuego 1)

Tui T. Sutherland

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

Un dragón trataba de esconderse en el corazón de la tormenta.

Los relámpagos rugían entre las nubes oscuras cuando Hvitur abrazó con fuerza su frágil cargamento. Si conseguía dejar atrás las montañas, estaría a salvo. Ya había logrado lo más difícil de toda la misión: escapar del Palacio Celeste sin ser visto por ninguno de sus dragones. Además, la cueva secreta estaba ya bastante cerca...

Pero el robo no había sido tan sigiloso como él imaginaba y unos ojos negros como la obsidiana le seguían el rastro de cerca.

Las escamas de la enorme dragona que se dibujaba sobre el saliente de la montaña eran de un color dorado pálido e irradiaban el calor del desierto lejano. Entornó los negros ojos al ver el destello de unas alas plateadas entre las nubes. Movió la cola de un lado a otro y, tras ella, dos dragones más alzaron el vuelo y se precipitaron hacia el interior de la tormenta. Un alarido profundo y punzante retumbó entre las montañas cuando clavaron las garras en el dragón plateado del hielo.

—Amarradle la boca —ordenó la dragona cuando sus soldados tiraron a Hvitur sobre el saliente húmedo y resbaladizo de la montaña. El dragón respiraba con dificultad, listo para atacar—. ¡Rápido!

Uno de los soldados cogió una cadena de la pila de brasas calientes y la enrolló en torno al hocico del dragón del hielo, sujetándole así la mandíbula y dejando en el aire un olor a escamas quemadas. Hvitur dejó escapar un grito ahogado.

—Demasiado tarde —dijo la dragona de la arena, que no dejaba de mover la lengua bífida entre los dientes—. No vas a usar tu mortífero aliento helado con nosotros, dragón de hielo.

—Llevaba esto consigo, reina Brasas —añadió uno de los soldados entregándole un huevo de dragón.

Brasas entornó los ojos para poder ver el huevo a través del aguacero de la tormenta.

—No es un huevo de Ala Helada —siseó—. Lo has robado del palacio de los Alas Celestes.

El Ala Helada la miró fijamente. Su hocico desprendía volutas de vapor allí donde la cadena caliente le oprimía las gélidas escamas.

—Creías que habías conseguido escapar sin que te vieran, ¿verdad? —le espetó Brasas—. Mi aliada Ala Celeste no es idiota. La reina Escarlata sabe todo lo que ocurre en su reino. Sus secuaces la avisaron de que un ladrón Ala Helada se estaba escapando y decidí que darte caza le daría un toque de violencia a esta visita tan aburrida.

Brasas alzó el huevo y lo sostuvo a la luz del fuego, girándolo lentamente. El rojo y el oro brillaban sobre la pálida y suave superficie.

—Sí. Es un huevo de Ala Celeste a punto de eclosionar —musitó Brasas—. ¿Por qué te enviaría mi hermana a robar un dragonet Ala Celeste? Llamas odia a cualquier dragón más joven y hermoso que ella. —Guardó silencio un momento, pensativa, mientras la lluvia retumbaba en el suelo a su alrededor—. A menos que... la noche más brillante será mañana...

Desplazó la cola con un movimiento rápido y certero como el de un escorpión, dejando su aguijón venenoso a escasos centímetros de los ojos de Hvitur.

—Tú no formas parte del ejército de Llamas, ¿verdad? Eres uno de esos estúpidos e insípidos criminales que quieren acabar con la guerra.

—¿Los Garras de la Paz? —preguntó uno de los soldados—. ¿Eso quiere decir que son reales?

Brasas bufó.

—Unas pocas larvas llorando sobre un charco de sangre. Quitadle las cadenas. No podrá congelarnos hasta que se le enfríen las escamas. —La enorme dragona de la arena se acercó a Hvitur mientras sus soldados le quitaban las cadenas—. Dime, dragón de hielo, ¿de verdad crees en esa vieja y pomposa profecía de los Alas Nocturnas?

—¿No han muerto ya suficientes dragones por vuestra guerra? —rugió Hvitur, haciendo una mueca por el dolor en las mandíbulas—. Toda Pirria lleva sufriendo los últimos doce años. La profecía dice que...

—No me importa. Ninguna profecía dicta lo que me ocurra —lo interrumpió Brasas—. No voy a dejar que un puñado de palabras o un bebé de dragón decidan cuándo muero o ante quién debo inclinarme. Habrá paz cuando mis hermanas mueran y yo sea la reina de los Alas Arenosas —dijo, acercando aún más su cola venenosa al dragón plateado.

La lluvia empapó las escamas de Hvitur, que alzó la mirada hacia la reina.

—Los dragonets vendrán, lo quieras o no, y ellos decidirán quién debe ser la reina de los Alas Arenosas.

—¿Eso crees? —Brasas retrocedió unos pasos y le dio vueltas al huevo de dragón entre las garras. La lengua bífida aparecía y desaparecía entre sus labios, desplegados en una sonrisa—. Dime, Ala Helada, ¿acaso este huevo forma parte de tu patética profecía?

Hvitur se quedó petrificado.

Brasas le dio unos golpecitos con una garra larga a la cáscara del huevo.

—¿Hola? —se mofó—. ¿Hay un dragonet del destino ahí dentro dispuesto a salir de una vez y acabar con esta guerra tan horrible?

—Déjalo en paz —le ordenó Hvitur.

—Dime —preguntó ella—, ¿qué le pasaría a tu preciosa profecía si uno de tus cinco dragonets nunca eclosionara?

—No serías capaz... —susurró—. Nadie le haría daño a un huevo de dragón.

Hvitur, desesperado, tenía sus azules ojos fijos en las garras de la reina.

—Ningún Ala Celeste para ayudaros a salvar el mundo —soltó Brasas—. Qué historia tan, tan triste —dijo, al tiempo que empezaba a pasarse el huevo de una garra a otra—. Supongo que eso quiere decir que debes ser muy, muy cuidadoso con este huevo tan importan... ¡oops!

Con un movimiento exagerado, Brasas fingió que el huevo se le escurría de las garras... y entonces lo tiró por un lado del risco, directo a la oscuridad rocosa que se extendía bajo sus pies.

—¡No! —gritó Hvitur, deshaciéndose de los dos soldados y volando hacia el saliente de la montaña.

Brasas le rodeó el cuello con su enorme garra.

—Demasiado peligroso para dejarlo en manos del destino —sonrió con suficiencia—. Demasiado tentador para dejarlo en manos de tu pequeño y patético grupo.

—Eres un monstruo —jadeó el Ala Helada, retorciéndose bajo la garra de la reina. Le embargó la desesperación y se le quebró la voz—. Nunca nos rendiremos. Los dragonets... los dragonets se alzarán y acabarán con esta guerra.

Brasas se inclinó y le siseó al oído:

—Aunque lo consigan... ya será demasiado tarde para ti.

Desgarró con sus zarpas las alas plateadas de Hvitur, destrozándolas, mientras el dragón gritaba de dolor. Con un movimiento fluido, le clavó el aguijón venenoso en la cabeza y lanzó el enorme cuerpo plateado por el precipicio.

Los gritos del dragón de hielo dejaron de oírse mucho antes que el eco de su propio cuerpo rebotando contra las rocas del fondo del

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