La banda de los tres dedos (Un caso de Batracio Frogger 3)

Jorge Liquete
Andrei

Fragmento

cap-1

1

¡Ancas arriba!

Me encontraba en el Banco Central de Ancas City, haciendo una laaarga cola ante la ventanilla. No faltaban muchas horas para que partiera el primero de los tres aviones que tendría que coger para llegar a mi destino: Rhanna, el país donde vivía mi novia, mi ojito derecho, mi amorcito, mi cuchicuchi: Ranabel. Muy pronto podría estrecharla entre mis ancas.

Por eso me encontraba allí, a punto de cobrar mis honorarios por mi último caso: haber encontrado la mascota perdida de miss Rané, una anciana despistada y muchimillonaria. Cada cierto tiempo le pasaba lo mismo, me llamaba muy preocupada y luego la acababa encontrando, escondida en algún rincón de su enorme mansión, situada en el valle.

—Siguiente... —dijo la malhumorada cajera desde el otro lado de la ventanilla.

—Buenas —solté poniendo mi mejor sonrisa—. Venía a cobrar este cheque.

—Espere un momento. Debo autentificar la firma.

La ranita malcarada dejó su puesto y se fue a donde fuera que se autentifican las firmas. Mientras tanto, yo permanecía a la espera.

—¿Va a tardar mucho? —me preguntó un sapito trajeado acercándose a mí.

Me volví y vi que, tras él, se había formado una pequeña cola: una madre con su carrito-bañera lleno de renacuajos, una ancianita y, al final, un joven melenudo.

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—No lo sé —le contesté.

—Es que tengo prisa, ¿sabe...? —me soltó antes de echar otro vistazo a su teléfono móvil molón y olvidarse totalmente de mi presencia. Pero, con la excusa de preguntarme, el trajeado se colocó justo detrás de mí.

—Oiga, joven —intervino la ranita anciana—, por casualidad no querrá usted colarse, ¿verdad?

El joven no le hizo caso y fingió que no la había oído.

—Yo también tengo prisa, ¿sabe? —increpó la ancianita—. ¡Póngase a la cola como todos!

—Y yo también —añadió la madre con el carrito.

—Sí, tío. ¡A la cola! —soltó el melenudo.

El ejecutivo agresivo debió de darse cuenta y, para evitar follones, se colocó (con mala cara, eso sí) al final de la cola. Yo también tenía prisa, pero me lo callé.

Y así estábamos todos, esperando, cuando, de repente (como suelen ocurrir estas cosas), sucedió lo que nadie esperaba que pasara.

Cuatro insectos (o al menos eso me pareció al principio) irrumpieron en el banco. Cuando me fijé un poco más, comprendí que, en realidad, se trataba de cuatro enormes sapos que llevaban los rostros cubiertos con máscaras de diferentes insectos. Uno iba de mariposa, otro de mosquito, el tercero de polilla y el último parecía un abejorro.

Lo primero que pensé fue que se trataba de alguna clase de broma, ya sabéis, un programa de la tele de esos de cámara oculta. Todavía no había decidido si debía reírme o no cuando, de pronto, sacaron sus armas de fuego de debajo de los abrigos y apuntaron con ellas a todos los presentes. Estaba claro que no iba de risa el asunto.

—¡Ancas arriba, esto es un atraco! —vociferó el que llevaba la máscara de abejorro sin dejar de apuntarnos.

Y pensé: «Vaya, pues no era una broma. ¡Qué charcas! ¡Están atracando el banco!».

Me quedé paralizado. Y a muchos les pasó lo mismo que a mí, porque todavía estábamos asimilando la sorpresa. Entre ellos, el guardia jurado, una rana madura con cierta alergia a la heroicidad, que no quería buscarse problemas y, rápidamente, soltó su arma reglamentaria y la tiró al suelo. No debían de pagarle lo suficiente para jugarse las ancas.

—¡Todos quietos, he dicho! ¡Si alguno se mueve, lo dejaremos patitieso! —ordenó el que llevaba la máscara de abejorro y que parecía el jefe de la banda. Y para darle mayor énfasis a sus palabras, disparó su arma hacia el techo. Un trozo de escayola cayó al suelo y se desató la histeria. La madre gritaba mientras sus renacuajitos croaban a moco tendido. La ancianita, el joven melenudo y el sapito trajeado, por el contrario, obedecieron y levantaron sus ancas. Yo los imité.

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—Polilla, trae al director y al resto de los empleados —ordenó a otro de los sapos—. Mosquito, encárgate de la puerta. Que no salga ni entre nadie. Mariposa, tú pon a todos los clientes contra esa pared.

Dicho y hecho. Los otros tres sapos cumplieron sus ordenes a la perfección. El mosquito le dio la vuelta al cartel de la puerta y entonces, de cara al exterior, se leía CERRADO.

Mientras el atracador mariposa nos empujaba contra la pared que le había indicado su jefe, el abejorro, me fijé en que todos ellos compartían un rasgo físico: solo tenían tres dedos. Cuatro sapos. Tres dedos. Curioso.

La ranita anciana, que estaba a mi lado, se desmayó. Intenté acercarme a ayudarla, pero el que llevaba la máscara de mariposa me detuvo.

—¡Eh, tú! ¿Adónde vas? —me preguntó.

—La pobre se ha desmayado... —intenté explicarle.

—¿Y...? ¿Acaso es asunto tuyo?

—Pero...

—Vaya, vaya... Así que tenemos una ranita desobediente. ¡Anda, quédate quietecita o te lleno de plomo! ¿Entendido, colega? —me gritó, muy enfurecido.

Nuestras miradas se volvieron entonces hacia Polilla, que llevaba a empujones a la cajera malcarada, quien todavía llevaba mi cheque en la mano. Esperaba que no se lo llevaran los atracadores, porque... ¡eran mis ahorros para el viaje! Aunque, claro, en realidad solo era un trozo de papel. Pero si robaban la sucursal bancaria y se llevaban todo el dinero...

—¡Eh, tú! ¿Qué llevas ahí? —preguntó uno de los sapos a la asustada cajera al verle aquel papel en el anca. Ella le mostró mi cheque. El atracador se lo quitó de un tirón—. «Batracio Frogger»... —dijo leyéndolo en voz alta.

Genial, ya sabían cómo me llamaba. Me acordé de lo que siempre me decía mi madre: «Hay que oír, ver y no croar. A no ser que quieras llamar la atención de los demás. Pero recuerda, hijito mío, que las ranitas que pasan desapercibidas también eluden los problemas».

En vez de estarme quietecito, hice una de las mayores tonterías de todos los tiempos: ¡me levanté!

—Soy yo.

—Vaya, vaya. ¡Así que el listillo tiene nombre!

El que parecía el jefe de la banda le quitó el cheque y se lo guardó.

—Eh, devuélvemelo —le dije.

—¿Quieres recuperarlo?

Asentí con la cabeza.

—Bien, Batracio. Pues ya sabes lo que tienes que hacer: colaborar.

La conversación quedó interrumpida cuando entró, a empujones, el director de la oficina acompañado de un joven oficinista. El director no hacía otra cosa que temblar de miedo y sostenerse las gafas.

—Por favor, no me matéis... —les suplicaba.

—Nadie saldrá herido si colaboras con nosotros —le dijo el líder de la banda.

—¿Qué... qué tengo que hacer?

—Fácil: abrir la caja fuerte.

—No... no puedo.

—¿No puedes o no quieres?

—No, en serio. No puedo. La apertura... está programada.

—¿Y a qué hora suele abrirse?

—A... a las once

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