El misterio de las máscaras venecianas (El pequeño Leo Da Vinci 4)

Christian Gálvez

Fragmento

Índice

Portadilla

Índice

Personajes

Mapa

1. La isla del monstruo

2. ¡Y el ganador es...!

3. ¡Qué chula es Venecia!

4. Por callejuelas misteriosas

5. La terrible prisión de Venecia

6. Un chaval llamado Tiziano

7. Un lugar malévolo

8. Unos cuervos muy pesados

9. Las «niñas» cantoras

10. El dottore Fortini

11. ¡Al rescate!

12. Lucha en los tejados

13. Claro como el cristal

14. ¡Tres, dos, uno... fuego!

15. Torna presto a Venezia!

Ahora te toca a ti

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Sobre el autor

Créditos

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Cayó la noche y, con ella, sus misterios. A bordo de una góndola, mis amigos Miguel Ángel, Lisa, Rafa, Chiara, Spaghetto, Maqui y yo nos adentrábamos en la laguna, el enorme lago de agua dulce y también salada que rodea la ciudad de Venecia. La luna estaba un poco encanijada ese día y apenas nos dejaba ver el horizonte. Aun así, podíamos intuir a lo lejos el pico del Campanile, la torre más alta de Venecia, cuando inesperadamente una isla, que no sé de dónde narices salió, apareció frente a nosotros y, ¡PLAAAAAS!, nuestra nave encalló en su orilla.

—¿Ca’ pasao? —pregunté muy enfadado al gondolero, un hombre muy delgaducho con jersey de rayas y el rostro cubierto de pelo—. ¿No se supone que usted se conoce la zona al dedillo? —añadí.

—¡Qué desgracia! —contestó—. Esta isla no viene en los mapas, porque no es una isla de vivos sino de...

—¿Fiambres...? —se precipitó a rematar Lisa.

—Exacto —dijo el hombre.

—¡¡Cómo mola!! —soltó Miguel Ángel con su habitual falta de sesos cuando se trata de asuntos de terror.

—Y, entonces, ¿esto de qué va? —inquirió Chiara, mosqueada, plantándose con los brazos en jarras frente al barquero—. ¿De que la isla se aparece cuando quiere?

—No —contestó él—, se aparece cuando quiere su dueño...

—Ah, bueno —dijo Rafa.

—¡Y su dueño es el Monstruo de la Laguna!

—¡Aaaaaaaaah! —gritamos todos, dando un salto atrás; porque, oye, yo no sé qué tiene la palabra «monstruo», que es oírla y a todos nos da un telele.

—Si nos hubiéramos quedado en Vinci, representando mi obra de teatro La mandrágora, no nos pasarían estas cosas... —sentenció con rabia Maqui.

—A este, ni caso —me pajareó al oído Spaghetto.

—Oiga —preguntó intrigado Boti—, ¿y a qué se dedica ese monstruo? ¿Tiene algún hobby?

—Así es: devorar a los que se adentran en su isla.

—¡Aaaaaaaaah!—volvimos a gritar todos; porque, francamente, no mola que te devoren.

—El monstruo está hecho de barro, algas y pensamientos tristes —relató el barquero—. Aparece cuando menos te lo esperas y salta sobre los marineros que navegan solos en la noche. Los presos más malotes de Venecia son abandonados en esta isla al anochecer y, al día siguiente, ya no están. Y siempre se escucha a lo lejos el mismo sonido...

—¿Un aullido de terror? —pregunté.

—No, un eructo —contestó—. Al monstruo le cuesta hacer la digestión.

—Bueno —le dije—, y, con este panorama, ¿qué podemos hacer?

—Huir —respondió—. ¡Pero ya es tarde! ¡Mirad esos cuervos!

Y nuestra mirada se disparó como una flecha hacia la maleza, donde había unos pájaros enormes, de larguísimo pico blanco y brillante plumaje negro, señalándome con sus alas.

—¡Son sus asistentes personales! Y, si están aquí, es porque el monstruo está muy cerca —exclamó desgarrado el barquero.

—Chicos, podemos hacer muchas cosas —comenté—, pero la más sensata me parece que es... ¡correr!

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Y salimos a la velocidad de un gamo con patines. Pero, al cabo de unos metros, el barro de la isla se volvió cada vez más y más denso. Costaba muchísimo levantar los pies, que se hundían en el lodo oscuro y gris.

—¡No puedo avanzar! —gritó Lisa.

—¡Yo tampoco! —clamaron a la vez Miguel Ángel, Rafa, Boti, Maqui, Chiara y Spaghetto.

—¡Tranquilos, lo co

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