Soy Rony Vargas

Rony Vargas

Fragmento

LA NONA VINO DE ITALIA

Ana Re se vino de Italia a los dieciocho años, soltera. De Argentina sólo había escuchado los comentarios de un señor procedente de La Pampa que se dedicaba a la trilla del trigo.

Fue así. De vez en cuando este hombre viajaba al pueblo de Morrovalle, que queda cerca de Ancona, en la provincia de Macerata. Este señor tenía treinta y cinco años y ella dieciocho cuando se encontraron. Sin mucho preámbulo, él la invitó a venir a Argentina, pero ella dudó. Fue su propia madre la que le pidió que por favor aceptara; que quedarse en ese pueblo, a causa de la guerra y del hambre, era como enterrarse en vida. Y mi abuela aceptó la invitación de Juan Bertucci, con quien se casó y tuvieron tres hijas en La Pampa.

Ana era analfabeta, como casi todos en Morrovalle. Nunca conocieron Roma ni otro lugar más que ese pueblo. Me acuerdo que ella solía contar la historia del caserío en el que nació, de su partida, del puerto y el barco, y yo me montaba en sus palabras para volar hasta aquellos lugares, soñando con hacerlo realidad cuando fuera grande. Tal vez ahí nació mi adicción a los viajes.

Un buen día, su hermano Antonio —al que le decían “Andó”—, también se vino a Argentina en busca de nuevos horizontes, pero más que nada para buscarla a ella. Otro que dejaba a la madre, que finalmente se quedó sola en Morrovalle. Eran tan ignorantes, tan primarios, que creían que venir a Argentina era como hacer tres cuadras. Es decir, hacer tres cuadras y encontrar a su hermana.

Llegó a Buenos Aires, se alojó en el hotel de los inmigrantes y a los pocos días lo invitaron a retirarse. Qué destino más triste. Sacó un pasaje con los pocos pesos que le quedaban, sin saber muy bien adónde ir, o mejor, hasta donde terminara el tren su recorrido. Y así llegó a San Juan. Pero San Juan le pareció muy grande. Preguntó, y le dijeron que tal vez en Caucete podría encontrarla, y sin pensarlo dos veces se fue a Caucete.

Antonio era colchonero, y comenzó a hacer colchones, y a todos con los que se cruzaba les preguntaba por su hermana. ¿No ha visto a una señorita así y así? Y si se topaba con alguien que hablaba italiano le preguntaba si no la había visto a Conceta, que era el verdadero nombre de mi abuela. Pero como no le gustaba se lo había cambiado por Ana, y fue Ana el resto de su vida. Y no, nadie la había visto. Y así fueron pasando los años, tres años, para ser más preciso, hasta que un día se encontró con un paisano que le contestó:

—¡Sí!, claro que la conozco, tu hermana vive en La Pampa.

Sin dudarlo se fue a La Pampa, y se encontró con que su hermana y el marido estaban en buena posición económica, pero igual los entusiasmó para que se fueran con él a Caucete; les dijo que ahí se daban bien las uvas, que podían tener una bodega, y éstos se entusiasmaron tanto que lo siguieron.

Al principio les fue bien, pero pronto murió Juan Bertucci y Ana quedó sola con tres hijas chiquititas; la mayor tendría diez años. Casi enseguida se fue el hermano y ella quedó más sola todavía; luego se fundió la bodega, entre otras cosas por la tremenda suba de los impuestos que aplicó a los bodegueros el gobierno de Federico Cantoni, con la intención de crear una bodega del Estado, hecho que concretó. Los bodegueros privados ya no recibieron la cantidad necesaria de uvas para elaborar vino.

Para sobrevivir, la nona empezó a vender sus pertenencias, hasta que quedó en la ruina, y la responsabilidad de criar a sus hijas le quitaba el sueño. Su deseo más ferviente era que sus pequeñas no trabajaran, para que pudieran dedicarse de lleno al estudio. Ella, que no sabía leer ni escribir, hablaba del estudio como el mayor tesoro que se puede alcanzar en la vida. Y empezó a hacer helados, tal como los viera hacer alguna vez en su familia, allá en Morrovalle, su pueblo. Y los hizo absolutamente a mano, dando vueltas a la paleta durante horas, y bajando ella misma las bolsas de sal y las barras de hielo que le traían en carretela. Ella sola, porque no quería que sus hijas tocaran nada, salvo los libros.

Estaba en eso de fabricar y vender helados, cuando desde San Juan llegaron unos señores de origen italiano, de apellido Soppelsa, y sólo porque eran paisanos se atrevió a pedirles que la ayudaran. Sin conocerla, inmediatamente aceptaron, e hicieron el siguiente trato: ellos fabricarían helados en San Juan capital, y ella para el resto de la provincia. Le fue tan bien que pronto su fábrica de helados se convirtió en un emporio. Llegó a tener una cantidad impresionante de vendedores. Pero mi padre no quiso trabajar con su suegra, y es comprensible, teniendo en cuenta los valores que dominaban por aquellos años; los Vargas eran gente que tenía algo de abolengo y les pareció vergonzoso que un miembro de la familia trabajara en una fábrica de helados. Él prefirió dedicarse al negocio bodeguero, pero por esas vueltas de la vida acabó dependiendo de la nona, cuando el 15 de enero de 1944 ocurrió aquel terremoto espantoso y se nos derrumbó la casa, sin contar todo lo que acarrea semejante hecatombe.

Con su trabajo, con sus dos manos, la nona no tuvo el menor reparo en mantener a las dos familias. Hasta hoy, ella sigue siendo mi guía, la mujer que me marcó el camino del trabajo, del tesón y la lucha.

Inmediatamente después del terremoto hizo construir un par de casillas dentro de las cuatro hectáreas de su propiedad; se sabe que las viviendas precarias resisten mejor los movimientos sísmicos. Las casas de material habían quedado reducidas a escombros. En una casilla vivimos mamá, papá, mis tres hermanas y yo; mi hermano menor aún no había nacido; y en la otra, la nona, y las dos hermanas de mamá, una casada y otra soltera. De esta manera, nuevamente la nona se convertía en columna y sostén de la familia. Ella luchó para que nosotros nos formáramos, para que tuviéramos un buen trabajo, y para que nuestros padres pudieran dedicarse a lo suyo, tranquilos, sin apremios de ningún tipo.

Mi madre ayudaba a hacer las mezclas para preparar los helados; mi tía, la soltera, se dedicaba a la casa, hacía la comida y la limpieza, y la nona en la fábrica, desde las cinco de la mañana hasta las diez de la noche trabajando codo a codo con sus empleados, o atendiendo fabricantes y proveedores.

Mi padre se ocupó de muchas cosas, su familia tenía una finca muy grande, molinos de harina y otros negocios, pero lamentablemente quedaron en la ruina, y todo el dinero que ganaba junto con su otro hermano era para mantener a las hermanas más chicas. Era un autodidacta; conocía mucho de historia, le gustaba la política, afiliado al Partido Demócrata, perenne candidato a intendente, pero nunca ganó una sola elección. Por fin, logró establecerse en la viticultura, junto con su hermano Martín, contador público que por entonces manejaba los destinos de una empresa en el rubro. Por suerte, entre ellos se dieron una mano y todos pudieron salir adelante.

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