Padre Ignacio

Jorge Zicolillo

Fragmento

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Prólogo

Los fenómenos sociales suelen ser muy difíciles de explicar, al menos durante una prolongada etapa histórica. Ocurren, y es lo único que se puede decir a priori de ellos. Décadas más tarde, la neblina disipa y algunas razones —sólo algunas— saltan a la vista.

Sin embargo, es innegable que detrás de cualquier fenómeno social habitan fundamentos ocultos, invisibles, merced a los cuales dichos fenómenos aparecen de tanto en tanto en la vida de los pueblos.

Precisamente por ello, por lo indescifrable, describirlos, narrarlos, se torna imprescindible. No para desentrañarlos sino para dejarles testimonio a quienes, quizás dentro de muchos años, sí puedan hacerlo, valiéndose, entre otras cosas, de esos testimonios.

Ignacio Peries es uno de esos fenómenos que, de repente, desbordan toda lógica, toda racionalidad. Pero partir del concepto de que sólo la racionalidad es la que activa las palancas de la historia supone, cuando menos, caer en un simplismo. Comúnmente, los seres humanos nos movemos, actuamos, pensamos, movidos por procesos distintos de la lógica pura. Entre ellos, la emoción y también la religiosidad.

Tampoco la ciencia, hasta hoy, nos ha dado certezas irrebatibles que nos fuercen a alejarnos de la magia, de la superstición o, más consistentemente, de la fe.

Hace ya varios años, Florencio Escardó, un médico muy sabio en esto de atender el cuerpo y el alma como una sola entidad indivisible, dijo: “Medicina es lo que cura”. Totalizadora definición de una ciencia que, como otras, avanza merced al ensayo y el error.

Por mi parte, pude comprobarlo al enfrentar la tarea de contar la historia del Padre Mario, un ser del que sólo el tiempo permitirá desentrañar sus poderes, sus dotes, sus talentos o, acaso, su capacidad para leer una ciencia por venir.

Creí, entonces, que jamás volvería a escribir la historia de un sacerdote que, como Mario, se sale de los límites, de los moldes que prescribe la Iglesia como institución.

No fue así.

El fenómeno social producido hoy en torno de Ignacio es tan atractivo y sorprendente como el que desató Mario Pantaleo.

En tiempos de escepticismo y desencanto, de individualismo extremo y desconfianza en el afuera, que alguien con su castellano imperfecto, su sonrisa diáfana, su mirada negra y penetrante, y su sotana blanca, sea capaz de convocar a trescientas mil almas detrás de un rezo está lejos de ser poca cosa.

Hubo una época en la que hasta esta América, lejana y ajena para las monarquías europeas, llegaron los cronistas, misioneros o simples viajeros que se dedicaron a dejar registro escrito de lo que veían o les habían contado. Esas crónicas constituyeron una importante porción del conocimiento que hoy tenemos de lo que fueron nuestros orígenes.

Este libro pretende ser algo similar al trabajo de un cronista: lo visto, lo contado por otros, las experiencias vividas, los relatos de quienes estuvieron cerca del protagonista principal de la historia, y las reflexiones y narraciones del propio Ignacio, no a través de su confesión directa, sino por medio de lo que alguna vez dijo y de lo que escribió.

Por distintas razones, la Iglesia como institución tiene tendencia a mirar con desconfianza a los sacerdotes que convocan multitudes, “sanadores” o no. Curioso gesto por parte de los herederos de Pedro.

Sucedió con el Padre Pío, también con el Padre Mario, y parece estar pasando con el Padre Ignacio. Clérigos, todos, ungidos por muchos de sus contemporáneos como verdaderos curadores del alma, y como verdaderos artífices de “milagros” cotidianos, sean éstos del tipo que fueren. Una vez más: extraño criterio el de los purpurados.

Otra cuestión que suele aceptarse como un dogma, pese a la endeble base de sustentación sobre la que se apoya, es aquella según la cual sólo un ferviente creyente está autorizado a contar la historia de un religioso. En verdad, la realidad prueba que, por ejemplo, los mejores trabajos sobre fray Bartolomé de las Casas fueron producto de historiadores que poco tenían que ver con la militancia católica.

El cronista que se atiene a describir simplemente lo que ve, o a reproducir lo que le han contado, sin manipular ni imágenes ni palabras, le permite al lector extraer sus propias conclusiones, valorar de acuerdo con su propia escala.

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CAPÍTULO 1

La lágrima de la India

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