Empecé hace años (sería difícil precisar cuándo) este libro de “Historias del Cielo”, impulsada por la pasión de la paradoja. En principio la de su mismo título, ya que el Cielo, se supone, es el lugar en donde no hay Historia ni historias, donde el tiempo se detiene, y deja de despeñarse en la sucesión.
Reacio a las demostraciones y las pruebas, el Cielo no es, empero, inimaginable ni inconcebible, y así lo indican tantas representaciones mitológicas, literarias y teológicas, dentro y fuera de la tradición occidental. Mi opción no fue conciliar o borrar las aristas de lo paradójico sino extremarlas: Algunos padres serán hijos de sus hijos en el Cielo. Los esperarán, absurdamente jóvenes, como lo eran cuando los despidieron a la puerta de casa para ir a una guerra o al viaje que los mataría. En el Cielo no hay paredes, ni salas, ni dormitorios, pero hay ventanas suspendidas en el vacío que no sirven para cerrar ni para abrir. Son los marcos donde se encuadra la mirada, el borde donde se colocan los ojos para que no se pierdan, para que no enloquezcan, para que no los ciegue la Luz Desconocida.
También decidí rehuir la tentación erudita. No quise refugiarme en la vasta y varia riqueza de las muchas mitologías coincidentes o contradictorias. No es este pequeño libro una enciclopedia irónica o lírica de lo que la imaginación humana ha diseñado, puesta a pensar el más allá, aunque sus “maestros”, verdaderos o apócrifos, estén aquí citados o (re)inventados.
Sin abstraerse de las tradiciones culturales, estas páginas sueñan el Cielo y las paradojas divinas y humanas sobre todo desde los hitos cotidianos y cruciales de cualquier existencia, desde las dudas y temores que implican la memoria o la prospectiva de un “más allá”, desde el dolor y los desencuentros en la vida mortal y acaso también fuera de ella. Por el mapa de ese Cielo seguramente deambula más gente extraviada que encontrada. Otros, a los que no espera nadie, de todas maneras se van quedando, quizá porque no tienen otro remedio: Están exhaustos por el largo viaje y ya no hay para ellos, en el mundo o fuera de él, otro lugar mejor a donde ir.
¿Es este “más allá” un Paraíso o un Infierno? Ajeno a los clichés tranquilizadores, el Cielo de estas “historias”, o “escenas”, o “definiciones de lo indefinible”, parece ser lo que cada uno espera encontrar, lo que lleva dentro de sí mismo, incluso el mal. Lo mismo pasa con Dios: Descomunal, amorfo como una ameba, giratorio como un caleidoscopio, intrincado, regurgitante, todopoderoso, insaciable, indestructible. Corrupto como un pantano donde medran las larvas de todo lo viviente, ávido, invasivo, penetrante, siempre volviendo. Dios: Eso. Tal es la perspectiva del Rey Ubú. Pero la del poeta sufí resulta muy distinta: Como la huella de su pie / Sobre la alfombra donde danzó / Mi amada. / Así de leve, Dios, / Así de imperceptible. / Todo ausencia / Para cualquiera / Salvo para quien ama.
Supongo que este libro siempre en proceso, que envejece junto conmigo, sigue inconcluso. ¿Acaso porque es interminable? ¿Porque se alimenta de iluminaciones antojadizas, que llegan cuando quieren? Es que no se trata sólo (o no se trata en absoluto) de hacer juegos de ingenio, sino de impactos visuales, dislocaciones de la perspectiva, subversiones emocionales. Algo verbalmente cercano a la pintura surrealista, a Magritte, sobre todo. La metáfora viva de Ricoeur, chocante, revulsiva, sorprendente. La única que lograría producir algún tipo de conocimiento sobre tales materias, ya que el camino científico y aun el filosófico llevan a puntos ciegos, sin que ningún esplendor, ninguna chispa salten de esos delgados palitos que la razón, siempre primitiva, frota inútilmente para provocar el fuego.
En el umbral de lo inalcanzable, la memoria y el testimonio se retacean. Pero se puede entrar al Cielo una vez cada año, apoyando el peso del cuerpo sobre una puerta que se dibuja de pronto en la pared. Los que entran saben que han estado en el Cielo por un olor inolvidable que borra cualquier otro recuerdo. Ese olor es indescriptible, e imperceptible para todos los demás seres humanos y no se parece a ninguno de los aromas conocidos. Aunque una prueba podría convencer a los incrédulos amantes de los gatos, que olfatean con adoración al que regresa del Cielo y maúllan, despechados, a la luna que nunca baja, que siempre está demasiado lejos para olerla.
Sigo imaginando el Cielo, a veces con horror y otras con esperanza. Abro un cuaderno, despliego una pantalla, y espero, como la alumna torpe de un maestro zen que nunca muestra la cara, a que mi mano autónoma se vuelva taquígrafa de los mensajes celestes sobre la superficie blanca.
Paradojas. Destiempos
LO QUE NO PASA EN ESE NO LUGAR
El Cielo —se ha dicho— es el lugar en donde no hay historia. El tiempo cesa allí como cesa de fluir la sangre de una herida. Quizás, en ese espacio donde ningún cuerpo pesa, no hay más que el tiempo de lo que ya se vivió, fragmentado como un rompecabezas, que se arma y se desarma una y otra vez, hasta agotar todas las combinaciones posibles del temor y el deseo.
Quizá se sobremuere allí cómo en los sueños: cada noche (o cada día) lo mismo y distinto, sin conexión o continuidad con el sueño anterior. Seremos entonces habitantes de casas interminables, que cambian constantemente la distribución de los cuartos o la orientación de las ventanas. Encontraremos caras desconocidas y caras que conocemos demasiado y que preferiríamos perder. Habrá animales que comerán dulcemente de nuestra mano y otros, oscuros, que acecharán como amenazas, aunque no existan ya carne ni huesos que puedan morderse.
Habrá, acaso, un paisaje de campanarios, siempre lejano. Una música de belleza intolerable saldrá de las iglesias, y la escucharemos sin entrar al interior umbrío, sin tocar el musgo perenne de aquellas grandes torres, sin sentarnos en los altos bancos del coro de las criaturas, así en el Cielo como en la Tierra, eternos excluidos de la mesa de Dios.
Tal vez hemos estado allí, antes del nacimiento, y viajamos a la Tierra para que algo nos sucediera, realmente. Para que algo doliera de verdad, para que las pérdidas fueran irreparables y raros y únicos los gozos. Para que pudiéramos soñar la felicidad como la falsa memoria de un Cielo inexistente.
LOS SANTOS INOCENTES
Los primeros pobladores del Cielo cristiano fueron los Santos Inocentes.
Inocentes, claro, hubo muchos antes que ellos. Pero tal inocencia y las formas de su vida y de su muerte, fueron estrictamente naturales, sea por las diversas enfermedades que aquejan a la infancia, sea por la maldad que algunos hombres segregan, como el caracol su baba luminosa.
Los otros Inocentes, los que mandó matar un rey de Galilea, porque uno de ellos podía ser el legítimo heredero de su trono, se merecían el Cielo por causas del todo sobrenaturales. Aunque ninguno de ellos fue consultado previamente a tal efecto, sus breves vidas y sus largas muertes fueron necesarias para despistar a Herodes, y para que se cumplieran las profecías.
Quedaron, pues, bautizados con su propia sangre, que protegía los secretos designios del Señor y entraron de inmediato en un Cielo vacío. Venían degolladitos, temblando por las corrientes de aire que asolaban ese espacio aún inhóspito. Se hubiera dicho que llegaban en malón, a no ser por su condición especialmente patética e inofensiva.
Varios ángeles les cosieron los cuellos tiernos y rotos con dedos de seda. Y otros ángeles (puesto que aún no había allí mujeres, y tampoco hombres) les dieron de mamar, ya que habían sido arrancados sin piedad del seno de sus madres, y ninguna otra cosa podía complacerlos.
LOS NIÑOS TONTOS
No se sabe si los niños a los que llamaban tontos en la Tierra seguirán siendo tontos en el Cielo. Si sus sonrisas fáciles y mojadas seguirán ofreciéndose a cualquiera, por nada, sin motivo, como se ofrecían en el reino de este mundo.
No se sabe si vivirán allí con maestros especiales cuyo máximo objetivo será lograr que después de meses o años de paciente trabajo, ejecuten los actos elementales que realiza sin esfuerzo cualquier persona, aun la de corazón más vil o despreciable. O si los acompañarán sus padres, por fin felices, despreocupados del temor al porvenir, ya que todos han muerto y no necesitan nada y en el Cielo —que es el lugar de la eterna armonía— nadie querrá dañar a sus criaturas frágiles.
MADRES E HIJOS
Algunos padres serán hijos de sus hijos en el Cielo. Los esperarán, absurdamente jóvenes, como lo eran cuando los despidieron a la puerta de casa para ir a una guerra o al viaje que los mataría. O cuando los besaron por última vez, en una cama de hospital, tragándose las lágrimas, pensando “qué será de ellos cuando yo me vaya”, mirando ansiosamente hacia el futuro en esos ojos asustados por el beso demasiado largo y demasiado intenso.
Pero ellas, sobre todo, no podrán entenderlo. Las que se fueron cuando eran casi niñas y los parieron con su propia muerte. Esos bebés, pequeños como muñecos, a los que abrazaron apenas un momento, llegarán con una fotografía, un retrato, un camafeo, entre las manos incrédulas. Viejos o viejas, encorvados, renqueantes, con dentaduras postizas, con dedos deformados por la artritis, las encontrarán por fin entre la multitud de madres muertas y se apretarán contra su pecho y buscarán el latido remoto de su corazón y el olor inconfundible que nunca más se repitió sobre la Tierra.
LA MADRE, LA HIJA
Las madres de las demás protegen a sus hijas desde el Cielo.
La mía no. La mía quizá no está en el Cielo, o se le ha olvidado la dirección de esta casa, donde vivo en la Tierra.
Las hijas de esas madres son mayores, como yo. Ya no van a la escuela, no calzan mocasines de taco bajo, no se comen las uñas. Sin embargo creen, como si fueran niñas, que su madre es una estampita de la Virgen de Luján, colocada bajo la tapa de vidrio del escritorio de Dios, y que las mira desde allí, ejerciendo poderes bondadosos y ministeriales, acelerando el trámite de su felicidad como si se tratase de un expediente burocrático en las oficinas celestes.
Yo no lo creo.
La mía no mira.
La mía estaba ciega y no quería ver luz ninguna.
La luz la desollaba y la desgarraba como una mordedura de ácido. Mi madre era frágil como un vampiro asustado, temeroso del dolor de esa luz, pero también, sobre todo, de la carga de la vida inmortal.
Por eso no puede estar viva, en ningún cielo.
No puede ser una estampa piadosa la que no tenía piedad, ni aun de sí misma.
Quizás. Otro se habrá apiadado de ella.
Quizá flote sobre una tierra crepuscular, entre dos tornasoles, cuando ningún rayo hiere.
Quizás el único contacto entre nosotras sea esa ausencia: el roce de un soplo, de una brisa, de un aliento, las palabras que no se dijeron, el hueco de un cuerpo en el aire.
Pero ese hueco es tan resistente y opaco y compacto como un muro.
Mi madre es un agujero negro detrás del muro, la boca del vacío, la muerte.
Algún día mi mano traspasará el aire hostil de la pared. El muro cederá, y tomaré el vacío, el agujero negro, la muerte, lo daré vuelta del revés, como se da vuelta un guante, o un vestido, o las letras de un mensaje cifrado.
Me pondré esa nada como quien se pone un vestido de fiesta.
Bailaré en la fiesta.
Dejaré de temer.
Del otro lado mi madre crecerá, como una niña nueva en un jardín.
VENTANAS
El Cielo es un lugar en donde proliferan las ventanas. A veces ni siquiera hay paredes, ni salas, ni dormitorios. Pero las ventanas están siempre allí, con un antepecho para recostar los brazos, o un sillón puesto atrás o adelante, da lo mismo, ya que el adentro y el afuera tampoco existen.
En el Cielo las ventanas no sirven para cerrar ni para abrir. Son los marcos donde se encuadra la mirada, el borde donde se colocan los ojos para que no se pierdan, para que no enloquezcan, para que no los ciegue la Luz Desconocida.
LOS QUE NADIE ESPERA
Desde las ventanas del Cielo se ve avanzar a los que nadie espera, casi siempre torpes, distraídos y silenciosos, hasta que creen reconocer una cara familiar en alguno de los marcos lejanos y vidriados, azarosamente distribuidos.
Aunque no se trata sino de espejismos de la distancia, meras trampas del raro sol del Cielo, los que llegan se acercan y finalmente se quedan, aquerenciados y hogareños. Están exhaustos por el largo viaje y ya no hay para ellos, en este mundo o fuera de él, otro lugar mejor a donde ir.
DÓNDE ESTÁ EL REINO
El Reino de los Cielos está en la punta de una pirámide. Lo sabe el beduino que atraviesa el desierto y ve de lejos el resplandor que se desplaza, junto con la pirámide, a medida que avanza.
El Reino de los Cielos está en el fondo de un pozo de agua color de zafiro, apenas perturbada por peces muy pequeños, a veinte o treinta metros bajo la luz del día y el suelo de la selva. Lo sabían los mayas y lo saben los buzos que exploran los cenotes en la piedra calcárea. Vuelven una y otra vez y no pocos s
