Los estancieros

María Sáenz Quesada

Fragmento

INTRODUCCIÓN A LA PRESENTE EDICIÓN
La imagen del estanciero en la Argentina del siglo XX

Durante el siglo pasado se instaló en el imaginario argentino la idea de un tipo social, el estanciero, hacendado o terrateniente, que ocupó un lugar de privilegio en la etapa de gran desarrollo agropecuario de las primeras décadas del siglo y cuya imagen, congelada en el tiempo, se convirtió en asunto central de las controversias ideológicas que tuvieron lugar después en condiciones generales muy diferentes.

Para analizar la cuestión, viene en ayuda la historia de las mentalidades que, en la definición de Robert Mandrou, reconstituye “los comportamientos, expresiones y silencios que traducen las concepciones del mundo y las sensibilidades colectivas; representaciones e imágenes, mitos y valores reconocidos o experimentados por los grupos o por la sociedad global y que constituyen el contenido de psicologías colectivas…”1

“Los historiadores —escribe Rolando Mellafe Rojas— notamos que las relaciones del hombre con sus iguales y con el mundo circundante […] cabalgan en móviles muchas veces idénticos por décadas y generaciones, aunque también otros de ellos de pronto cambian lenta o repentinamente […] ¿Cuánto tiempo los habitantes de un país permanecen adheridos a una estructura dada de pensamiento? Difíciles e inconclusas respuestas pueden tener esas preguntas”.2

Según Jacques Le Goff, “el discurso de los hombres, en cualquier tono en que se haya pronunciado, el de la convicción, de la emoción, del énfasis, no es, a menudo, más que un montón de ideas prefabricadas, de lugares comunes, de ñoñerías intelectuales, de restos de culturas y de mentalidades de distinto origen y tiempo diverso […] Los hombres se sirven de las máquinas que inventan, guardando las mentalidades de antes de esas máquinas [ porque] la mentalidad es lo que cambia con mayor lentitud”.

“¿Cuándo se deshace una mentalidad? ¿Cuándo aparece otra? […] ¿Cuándo un lugar común aparece o desaparece, y cosa más difícil de determinar aún, pero no menos capital, cuándo no es más que una reliquia, algo muerto-vivo?”, se pregunta el gran medievalista francés.3

Los textos citados resultan tan válidos como sugestivos para analizar un tiempo más corto, el siglo XX en la Argentina, en cuyo transcurso se cristalizó la imagen de un poderoso grupo social de carácter oligárquico, que ejercía una influencia determinante en las instituciones del Estado y disfrutaba de la posesión de los productos de exportación del país, además de arrendar tierras a los recién venidos.

El campo, en el centro del debate

A partir de la crisis de 1930, en la que se rompió el consenso básico en política interna y en las relaciones internacionales, todo se puso en discusión. El adversario fue demonizado y descalificado en una lucha estéril en la que el pasado no resultó una fuente de reflexión, sino un mero recurso para invalidar al otro.

Uno de los consensos que naufragó en dicha crisis fue el de la contribución positiva de los productos agropecuarios al desarrollo nacional. Comenzó entonces un debate interno que culpó a la ganadería y al estanciero tradicional del atraso argentino, hizo el elogio de la agricultura y del colono gringo y apostó a la industrialización. Finalmente, y en un contexto mundial cambiante, la Argentina no llegó a constituirse en gran exportador de materias primas y de bienes manufacturados.

Entre tanto, los dueños tradicionales de la tierra dejaron de constituir, en su cúpula, una oligarquía poderosa. Asimismo, en la medida en que la renta agraria se volvió más escasa, perdieron poder político y capacidad de presión, en comparación con otros sectores sociales en ascenso. A pesar de estos datos de la realidad, la imagen del terrateniente no se modificó y cargó con las responsabilidades del estancamiento argentino, en épocas en que el reclamo de desarrollo social se agudizaba y las respuestas políticas no daban resultados concretos.

En los primeros años del siglo XXI la demanda internacional de alimentos replantea la necesidad de producir más y exige que las viejas imágenes vuelvan a ser examinadas desde una perspectiva histórica. El tema forma parte del debate acerca de cuáles fueron las razones del estancamiento y retroceso del país que en los comienzos del siglo XX parecía encontrarse en condiciones óptimas para afrontar la modernidad, y en 2001, luego de una fugaz ilusión de haberse incorporado a los países centrales, vivió un conflicto de tal intensidad que puso en duda la supervivencia de la República Argentina.

La lenta pero sostenida recuperación que tuvo lugar desde 2002 en adelante, sobre la base de las exportaciones agropecuarias y en un contexto internacional favorable, trajo a la luz una realidad que se había gestado silenciosamente en las duras alternativas de la década de 1990. A partir de entonces, pero como continuidad de un proceso iniciado hacia 1960, las oleaginosas ocuparon un lugar central en la producción; la maquinaria agrícola se volvió competitiva; mejoró la forma de trabajar la tierra; personas y sociedades invirtieron en explotaciones modernas; avanzaron los grupos especializados y hasta la Exposición Rural dejó de ser un escenario elegante para los cabañeros y se convirtió, sin dejar de exponer ejemplares, en una importante muestra agroindustrial.

“La soja es un símbolo de la nueva economía y de la sociedad del conocimiento, bases fundamentales del crecimiento de los países en el siglo XXI”, afirma Víctor Trucco (Aapresid), uno de los gestores de la siembra directa que revolucionó las técnicas agrarias en el país y se constituyó en modelo internacional.4

En 2008, a raíz del conflicto entre el Gobierno nacional y el campo por el aumento de las retenciones a las exportaciones, se enfrentaron dos visiones opuestas de la vida rural; una de ellas, congelada en el tiempo, ofrecía un discurso pródigo en lugares comunes que para descalificar al sector rural insistió en utilizar el término “estanciero” en forma peyorativa, según una visión histórica muy arraigada entre los profesionales de la historia económica. Dicha visión identifica al propietario rural con el heredero de grandes extensiones que vive de rentas, disfruta de alto prestigio, evade impuestos y goza de influencias políticas para defender sus intereses. Esta incómoda y pasiva presencia habría entorpecido el crecimiento industrial del país.5

A esto se agrega la percepción —que acompaña la actual reivindicación de los derechos de los “pueblos originarios”— según la cual los actuales propietarios de tierras recibieron una herencia dudosa, tierras robadas al indio o regaladas a los militares y a los amigos del poder durante el siglo XIX. En otras palabras, la idea de la posesión de la tierra se asocia al despojo violento y a la corrupción.

Todo esto se decía o se dice “tranqueras afuera”. Es la mirada de los otros. Pero para analizar el tema conviene confrontar estas opiniones con las visiones de “tranqueras adentro”.

Prestigio, confianza y poder

Hacia 1910 la palabra “estancia” se asociaba con la idea de poder, prestigio social y confianza en el futuro. “El campo es lo esencial en la vida argentina. Sobre la tierra y su producto se alimenta l

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