Perón y los medios de comunicación

Pablo Sirvén

Fragmento

PRÓLOGO A ESTA EDICIÓN

Han pasado veintisiete años desde que el inolvidable Boris Spivacow, alma máter del Centro Editor de América Latina, y el director de su colección Biblioteca Política Argentina, Oscar Troncoso, me invitaron generosamente a sumarme con este título a la serie que cada semana llegaba a los quioscos para contar distintos capítulos cruciales de la historia argentina contemporánea.

Entonces tenía veintiséis años y Perón y los medios de comunicación era mi primer libro.

En aquella colección, que muchos hoy atesoran y de la que todavía se encuentran algunos ejemplares, tuve el orgullo de compartir filas nada menos que con Hugo Gambini, Álvaro Abós, Emilio Corbière, José Luis Romero, Torcuato Di Tella, Norberto Galasso, Dardo Cúneo, Alicia Moreau de Justo, Alberto Ciria y Horacio Sanguinetti, entre otras primerísimas firmas.

Perón y los medios de comunicación nació en pleno gobierno de Raúl Alfonsín, cuando el peronismo se curaba en salud de su primera derrota electoral y soplaban en su seno aires renovadores que auguraban una auspiciosa democratización de sus cuadros dirigentes.

La revisión del conflictivo capítulo de la mala relación del primer peronismo con los medios de comunicación de su época resultaba adecuada a ese momento, casi como un aporte meramente histórico de una etapa de fricciones que se creía ya superada y de la que todo el mundo algo había aprendido.

Muchos años después, la inesperada llegada al poder de Carlos Menem como nuevo líder justicialista le impuso a ese partido un giro copernicano y paradójico que contradecía su propia historia de fuerte intervencionismo estatal, al abrevar en las aguas del neoliberalismo y las privatizaciones y desregulaciones salvajes que le imprimió a la economía durante sus diez años y medio de gobierno.

Como nunca antes la prensa se atrevió a sesudas investigaciones sobre los negocios del poder y el libro de Horacio Verbitsky Robo para la Corona sirvió de ejemplo para abrir toda una época de best sellers impactantes sobre la política que, aunque causaban mucha avidez en el público, no producían mayores consecuencias en el plano judicial, donde los jueces federales respondían lealmente a los caprichos del Poder Ejecutivo, que también hacía y deshacía a su gusto gracias a la “mayoría automática” de la Corte Suprema de Justicia.

Perón y los medios de comunicación, mientras tanto, se había convertido en bibliografía obligada en varias facultades y reproducido en fotocopias, ya que muy pronto se volvió inhallable. De hecho yo conservo un solo ejemplar y dentro de un compilado con otros títulos sobre el peronismo de la misma colección. Tenía claro que su lectura atraía porque era el mejor libro en la materia. Y también el peor, ya que no había otro dedicado a repasar la conflictiva relación entre peronismo y periodismo (tan pocas letras de diferencia, pero con tantos abismos en el medio).

De pronto, tras la crisis del kirchnerismo con el campo, en 2008, cuando comenzó a tensarse sin parar la relación entre el poder y la prensa, me encontré más de una vez consultando mi propia obra para poner a la luz de aquellos hechos de hace sesenta años situaciones similares que comenzaban a darse de nuevo, en columnas que me pedían en el diario La Nación. La apurada sanción de la nueva ley de medios, el hostigamiento constante al Grupo Clarín y la historieta en torno de Papel Prensa me convencieron de que había llegado la hora de reeditar Perón y los medios de comunicación. Es que, a pesar de su antigüedad por narrar episodios sucedidos seis décadas atrás e investigados por mí hace ya más de un cuarto de siglo, recobraban inesperada actualidad.

Por eso mismo la obra se presenta sin cambios tal cual fue publicada en 1984, aunque con un necesario gran capítulo preliminar nuevo que tiende paralelismos y diferencias entre las distintas administraciones justicialistas que se han sucedido en el tiempo desde 1946 hasta 2011 en sus contradictorios comportamientos respecto de los medios de comunicación. Allí se entremezclan textos inéditos con fragmentos de notas publicadas por mí relacionadas con el tema desde 2002 en La Nación.

La reciente embestida oficial del Gobierno contra los medios que pretenden ser independientes se viene dando en un contexto internacional de diversas acechanzas al periodismo provenientes de los cambios en los consumos, el impacto tecnológico que horizontaliza la comunicación más que nunca gracias a las activas redes sociales (que borran las fronteras entre emisores y receptores, volviéndolos indistintos) y la aparición de mandatarios mucho más intensamente involucrados con la comunicación (Sarkozy, Berlusconi, Chávez, Correa, Piñera, Cristina Kirchner, etcétera).

“Cada vez tenemos más presidencialismo y menos Estado; asistimos al gobierno comunicador obsesionado por lo mediático como estrategia política para dominar el mercado de la opinión pública, una batalla comunicativa por el relato de la historia y por la hegemonía política. Gobernar es, entonces, ganar la batalla de la información”, apunta Omar Rincón, profesor asociado de la Universidad de los Andes, Colombia, en La palabra empeñada / Investigaciones sobre medios y comunicación pública en Argentina (Centro de Competencia en Comunicación para América latina de la Friedrich Ebert Stiftung, Buenos Aires, 2010).

Cuando Rincón habla de “presidentes hipermediáticos que son más entretenedores que estadistas, celebrities que políticos, que están creando un nuevo formato televisivo llamado gobernaren-pantalla” no lo dice pensando en alguien en particular, sino en varios jefes de Estado de nuestra región. Tipifica así a los que gobiernan “desde la lógica de la confrontación (lógica de la ficción), convirtiendo a los ciudadanos en espectadores de su espectáculo mediático”, un mecanismo que se explica mejor “desde la lógica de la telenovela y el melodrama que desde la argumentación política: menos opinión pública argumentativa, más democracia emocional, espectacular, entretenida y amorosa”.

El kirchnerismo enlaza esta corriente novedosa combinado con un déjà vu de lo realizado por los padres fundadores del justicialismo a mediados del siglo pasado. Con un plus a su favor: lo que entonces parecían recortes arbitrarios contra la libertad de expresión hoy se presentan como necesarias denuncias hacia los “excesos de las corporaciones mediáticas”, que tienen en sus propios seguidores un núcleo duro de fieles creyentes, y un núcleo blando, mucho más amplio, que sin creer a rajatabla todo lo que dice el Gobierno, ha comenzado a descreer del rol del periodismo tal cual lo conocimos, es decir como único intérprete autorizado de la verdad.

Los desprolijos ataques a la prensa por parte del poder, que en verdad buscan acallar las voces que le son incómodas, dejó expuestas debilidades, soberbias, limitaciones y arbitrariedades de la industria de la comunicación que, acostumbrada a emitir sus largos monólogos frente a una audiencia callada y sumisa, de pronto se encuentra con un ida y vuelt

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