Necromanía

Claudio R. Negrete

Fragmento

PRÓLOGO

Desde los tiempos anteriores a la Revolución de Mayo, la historia argentina registra una sucesión de excesos con la muerte. En el lugar que en la actualidad ocupa la Plaza de Mayo se solían depositar los cuerpos de los muertos que no tenían familia. Hasta 1593 funcionó la primitiva Catedral de Buenos Aires en la manzana donde actualmente se ubica la casa central del Banco de la Nación Argentina, y junto a ella había un camposanto donde se enterraban los cuerpos de los primeros habitantes de estas tierras, muchos de ellos sin identidad, pobres, negros e indios. Ese lugar era conocido como “el hueco de las ánimas” y se dice que quienes eran abandonados allí no merecían el cielo. En el Cabildo también eran dejados los muertos pobres que no tenían dónde ser enterrados; se les colocaba una lata a un costado para que la gente pusiera monedas y así reuniera el dinero para darles sepultura. Después los ataban a la cola de un caballo y los llevaban hasta el cementerio. En el recorrido quedaban destrozados.

Dos años después de la Revolución de Mayo, un esclavo llamado Ventura denunció que los españoles conducidos por Martín de Álzaga, héroe de las Invasiones Inglesas, planeaban apoderarse de Buenos Aires con la complicidad de Montevideo. El Primer Triunvirato llegó a la conclusión de que la información era cierta y procedió a detener y ejecutar a los implicados. Treinta y tres españoles fueron fusilados y colgados durante tres días en las horcas ubicadas en la Plaza de la Victoria, frente al Cabildo. Y, entre ellos, se encontraba el mismísimo Martín de Álzaga. Fue una ejecución multitudinaria. Dicen los relatos de la época que “su muerte fue tan aplaudida que cuando murió se gritó del público espectador ¡viva la patria! varias veces. Aun en la horca lo apedrearon y le proferían a su cadáver mil insultos, en términos que parecía un Judas de sábado santo”.

En los años posteriores a la Revolución de Mayo era común ver en lugares públicos los cuerpos de los ahorcados o empalados por la autoridad, o las cabezas de los asesinados que iban de un lado al otro como trofeos de guerra. Muchos años después, el famoso perito Moreno llegó a tener miles de cráneos y huesos de indios que habían sido asesinados en las sucesivas campañas del desierto. Para que no cayera en manos de sus enemigos federales, los seguidores del general Juan Lavalle se llevaron su cadáver recorriendo miles de kilómetros con destino a Bolivia hasta que se les pudrió. Dos ministros del presidente Julio Argentino Roca se robaron los dientes del general Manuel Belgrano cuando sus restos fueron levantados de la tumba con motivo de la construcción del monumento que hoy los conserva. Y las cenizas de Lola Mora estuvieron durante años enterradas bajo la vereda de la capital tucumana. Más tarde, en esa misma ciudad, las necesidades políticas hicieron llevar los restos de Juan Bautista Alberdi para que Palito Ortega terminara siendo gobernador de esa provincia. El cuerpo de Evita fue momificado, manoseado, orinado y escondido tras recorrer miles de kilómetros entre continentes y sufrir un exilio de casi dos décadas. En cambio, el del general Juan Perón pudo tener un homenaje póstumo, pero en medio de un tiroteo y sin importar que su cadáver estuviera mutilado en varias partes. Su padre conservaba en la casa familiar la calavera de Juan Moreira, y el llamado Capitán Gandhi de la revolución que derrocó al presidente se paseaba con el cráneo de Juancito Duarte para atemorizar a peronistas. López Rega quiso repatriar el cadáver de Evita con la intención de salvar el gobierno de Isabelita, pero antes los montoneros secuestraron el féretro con el general Aramburu dentro para forzar un canje de muertos. También Lopecito imaginó un Altar de la Patria donde pondría a todos los muertos ilustres del país, empezando por él, desde ya.

Los músculos del cuello de Alicia Muñiz fueron robados para que no se culpara a Carlos Monzón de haberla asesinado. Las cenizas de Pappo descansan en una plaza del barrio de la Paternal, donde sus fans se juntan a escuchar y tocar su música. Zulema Yoma dice que le robaron la cabeza de su hijo Carlitos Menem, y a quien esté dispuesto le muestra el video de la autopsia. En plena investigación por el asesinato de María Soledad Morales se robaron de la Catedral de Catamarca el corazón momificado de fray Mamerto Esquiú, que luego fue encontrado en un techo, y años después se lo llevó un loco que terminó tirándolo a la basura. Las canchas de fútbol están sembradas con las cenizas de fanáticos; las de Mercedes Sosa fueron repartidas entre Tucumán, Mendoza y Buenos Aires; y las de Tomás Eloy Martínez, despedidas con música de Mozart y Astor Piazzolla, y gin tonic con papas fritas. Los fieles seguidores de la Difunta Correa, Gardel, Gilda, Rodrigo o el Gauchito Gil peregrinan hacia sus tumbas para pedir milagros. Una vez asesinada, se intentó cremar el cadáver de María Marta García Belsunce para que no se supiera la verdad de su crimen. Los rostros de los muertos por los atentados a la embajada de Israel y la AMIA, de Cromañón y de las víctimas de la violencia que nos recuerdan las Madres del Dolor deambulan por las calles de las ciudades encabezando las marchas que reclaman justicia. Los policías de la Bonaerense se meten en ataúdes para protestar porque no les dan los elementos para cumplir con su trabajo. Y los desaparecidos no son otra cosa que muertos castigados con perversión porque se les ha negado el derecho a ser despedidos por sus seres queridos; se los quiso condenar al olvido.

Cuando se realizaron las elecciones de 1983, un equipo de la televisión colombiana llegó a Buenos Aires para hacer la cobertura del retorno de la democracia en la Argentina. Hicieron varias notas sobre las posibilidades de cada partido y de los candidatos, y cuando se contactaron con una de las agrupaciones nuevas preguntaron con algo de desconcierto e ingenuidad: “¿Y éstos a qué muerto siguen?”.

En el momento del anuncio de que Río de Janeiro había sido elegida como la sede de los Juegos Olímpicos de 2016, se vio por televisión al presidente Luiz Inácio Lula da Silva y a Pelé abrazarse y llorar de felicidad mientras decenas de miles de brasileños ganaban las calles bailando de alegría. Paralelamente y en los mismos informativos internacionales de televisión la noticia más importante de la Argentina eran los llantos de despedida de los familiares de los soldados muertos en la Guerra de Malvinas, que viajaban a las islas para inaugurar un cenotafio. Cuando un brasileño se juega a fondo con un amigo o tiene un compromiso suele decir: Pode contar comigo para o que der e vier, o también: Pode contar comigo para toda a vida. Ambas expresiones quieren decir conceptualmente que “podés contar conmigo para siempre”. En cambio, nuestra cultura nos enseñó a decir: “A vos te sigo hasta la muerte”. Y así se sucede una serie de expresiones que muestran esa costumbre a pararnos siempre sobre la muerte: “Si pierdo el trabajo, me mato”. En términos futbolísticos, “sos un muerto hijo de puta”, y a la peor zona del Mundial la llamamos “zona de la muerte”. Si hay mal de amores: “Me muero si no me llama”. La amenaza también dice presente: “Andate de aquí porque te mato”. Y los adolescentes tienen incorporada la siguiente frase: “Qué garrón, me muero…”. En política es común escuchar: “Se murió la candidatura de…”, y cuando un proyecto no tiene futuro se afirma que “va en

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