Mano a mano con el diablo

Carlos Mancuso

Fragmento

Capítulo 1

EL DIFÍCIL OFICIO DE SER EXORCISTA

Soy un cura exorcista. Enfrento con frecuencia al diablo y lo conmino a abandonar esos cuerpos que decidió poseer. Lucho contra el demonio. Nada más y nada menos. Es una tarea muy pesada, que representa un esfuerzo que supera los límites conocidos como “humanamente posibles”. Es el combate de un humano contra las fortalezas más antiguas del Universo. La mía, queda claro, no es una actividad sencilla.

Mi objetivo final es tratar con personas que sufren una enfermedad anímica, contraída por voluntad propia: la posesión es consecuencia, en líneas generales, del hecho de trabar una “amistad peligrosa” con una entidad diabólica. Porque no hay que imaginar a Lucifer caminando por las calles y eligiendo un cuerpo para ingresar en él. Cuando el Mal decide habitar un cuerpo, lo hace porque el poseído lo convocó, porque selló con él algún tipo de pacto o porque fue víctima de algún embrujo.

Los infectados con esta dolencia, que no es ni física ni orgánica, sino mucho más difícil de diagnosticar y de sanar, en ocasiones pueden curarse y dejar de depender del Maligno. En otros casos, el cuadro es más persistente y pueden llegar a ser necesarios varios encuentros de exorcismo antes de lograr que el cuerpo sea liberado.

¿Cómo ataca el diablo? Con voluntad de hacer daño y con garras terribles, que, de cierta manera, me recuerdan a la electricidad: son invisibles pero tangibles y tienen la capacidad de mover al mundo. Una entidad malévola que se permite tocarme el hombro, pero a la que sé de antemano que no podré ver, aunque me dé vuelta a la velocidad máxima que mi cuerpo permita. A pesar de los años que llevamos de “vernos las caras”, no desarrollamos ningún tipo de relación. El diablo nos odia a todos, a la humanidad en su conjunto. “En el infierno no hay camaradería, cada uno se ocupa de su llanto y su dolor.” El exorcista debe entender que el demonio no tiene ninguna inquina personal contra él. Es el cuerpo poseído su objetivo en ese momento puntual.

La presencia del diablo no difiere mucho de los espectros imaginados por directores de cine y televisión para sus obras de ficción: colores irisados entre azulino y rojizo, tremulantes. También se hace presente en forma de molestos sueños recurrentes y de delirios febriles. Porque el alma está en un estado febril, en el que sufre fluctuaciones extraordinarias capaces de atemorizar a un desprevenido.

La temática del exorcismo aparece una y otra vez en películas de terror y en folletines baratos. En esas “obras de arte”, se ve un cuerpo poseído capaz de vomitar líquidos verdes, producir movimientos frenéticos en el mobiliario de la habitación o hablar con una voz que el cine ha determinado como “demoníaca”. Pero nada de eso ocurre en la realidad. Toda esta información errónea, fantástica, abundante, dificulta la tarea del exorcista.

¿Qué es lo que sí se ve durante la ceremonia? Los cruentos refucilos que se notan cuando el poseído se retuerce desesperado, ronca, maldice con palabras soeces. El endemoniado adopta posturas espantosas, tira trompadas y patalea. A simple vista, para quien no sabe que hay una fuerza maligna habitando ese cuerpo, se trata de la misma persona que minutos antes de ese horrendo espectáculo estaba, tal vez, sentada tranquila como agua de un pozo.

La relación frecuente con el diablo es ardua. Suelo sumergirme en profunda meditación y advertir halos de colores tenues que me rodean y me instan a proseguir, me trazan guías espirituales viables para seguir desandando el camino y alivianar el paso de mis semejantes, mantenerlos a salvo, evitarles el desaliento. No es raro que me sienta atacado por malos vientos. Y que logren dañarme. Pero nunca tendrán la capacidad de doblegarme. Siento que estoy en una orilla, la de la luz, y que del otro lado está la orilla sombría. Y que mi misión es tender el brazo de un borde al otro, intentar ser un puente de salvación, evitar que algún desprevenido sienta atracción por ese abismo, en el fondo del cual ataca el diablo con su imán cruel, sin tregua ni pausa.

En estos años, mi tarea se lleva a cabo en el Hogar Sacerdotal. Por eso, es en los instantes en que el imán del bajo fondo intenta desbordarme cuando me encomiendo al Altísimo, eterno vencedor en esta disputa, y me encanto en una tenue silueta frágil de franciscano de Asís, de San Francisco, el poverello (así fue llamado, debido al voto de pobreza que hizo durante su juventud), rodeado de avecitas del campo, bajo un cielo pálido de la Umbría, esa provincia italiana que dio la estampa de San Francisco y de Santa Clara de Asís, pero también la de Santa Rita de Cassia. En los momentos más duros de la batalla me transporto allí y siento cómo el mar de agua purísima y un conjunto de salmos bellos me rodean.

La ensoñación no puede extenderse. Porque enseguida advierto que me queda mucho sendero por transitar, sufrir y conquistar. Y que es una tarea que debo hacer para el bien de los rebaños de Dios. Cuanto más palpables son las miserias espirituales, más grande es la desesperación del cura que incursiona en esos suburbios, en esos pantanos, por encontrar material laudable, por acercar bienestar y salvación. La faena es tremenda.

A cada instante, se repetirán los gritos de quejas, de dolor, de pesadumbre. Quien posee al Gran Oscuro en su interior no consigue ni un instante de paz. Algunos suplican, saben que llegaron a esa situación por culpa, por descuido, por falta de fe o desidia. Sus manos son como flores secas y es mi obligación tomarlas con cuidado, para que no se deshagan en mis propias manos.

Debo admitir que en medio de alguno de estos trabajos sentí debilidad, pensé en lo agradable que podría ser descansar en un lecho tranquilo, dormir hasta muy tarde. Es en esa flaqueza cuando aparecen nuevas fortalezas. Porque decidí vivir del lado de la luz. Del lado que impulsa a dejar las comodidades y lanzarnos al desierto, en búsqueda de ánimas pesarosas, de almas que tropezaron con una crueldad innombrable, que les impide crecer, reproducirse, inseminar espiritualmente a las personas que habitan. Estos refuerzos, que llegan justo cuando mis capacidades de exorcizar corren el riesgo de minimizarse, avivan mi fuego interior, un fuego muy blanco, eucarístico y de pasión saludable, aunque apenas evidente para no atemorizar al paciente.

Dediquemos unos párrafos al enemigo. ¿Qué es el diablo? Sabemos qué no es: no es un mito ni un continente. De ser un mito, carecería del poder de hacer daño, podría representarse mediante una imagen, una cartulina o a través de un cuento o una leyenda curiosos. De ser un continente, se lo podría vaciar igual que a un balde de agua o a una botella de vino. Es una realidad palpable, plausible de matar y corromper.

El diablo es, existe solo y separado. Contenido dentro de su propio ser y a la espera de un continente, o sea, el futuro endemoniado. Acecha a su posible víctima igual que un gato a un ratón y, a su manera y medida, le da caza de un zarpazo y se introduce en su naturaleza con tal pasión que la víctima, e

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos