Gabriela

María Del Sol Peralta
Fernando Amato

Fragmento

CAPÍTULO I

EL DÍA QUE APAGARON LA LUZ

Los rayos de sol iluminaban los extensos sembradíos que se desplegaban a la vera de la ruta 3 casi como una ostentación deliberada de la primavera. Los neumáticos del Fiat Duna quemaban el asfalto desde hacía cientos de kilómetros. Cada vez más veloces, como queriendo ganar una alocada carrera. Los otros autos quedaban atrás tan rápido como los postes del alambrado. Así era desde que habían partido de Buenos Aires aquella mañana del viernes 18 de noviembre de 1994. Sin embargo, no había prisa. Pero ella era así. Manejaba frenética, como siempre que las preocupaciones laborales invadían sus pensamientos. Aunque fuera un viaje de placer.

Gabriela Michetti volvía una vez más a su Laprida natal. A ese paraje tranquilo donde lo que sobra es tiempo para ponerse al tanto de la vida de los otros, donde la siesta es sagrada, donde el almacén es “el” almacén y no hay ni siquiera un bar para tomar un café al mediodía. Un pueblito situado a 480 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires que, a lo largo de toda su historia, se había mantenido por debajo de los diez mil habitantes.

Y volvía como vuelven los hijos pródigos de todo pueblo perdido en los confines de la pampa gringa. Volvía con sus sueños realizados. Radiante, con el amor de su vida y su hijo acompañándola.

Ya de adolescente se juntaba con su primer noviecito en los fondos de la parroquia para fantasear que eran marido y mujer. Y ahora, antes de cumplir los 30, los deseos de una familia bien constituida se habían hecho realidad. Lautaro era la consumación del amor y de sus anhelos de ser madre. Además, Michetti había logrado hacerse un lugar en la gran ciudad. Regresaba con un título universitario y un trabajo no muy bien remunerado, pero altamente calificado como asesora técnica en comercio internacional. Era directora de Relaciones Internacionales de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, que comandaba el menemista Jorge “Topadora” Domínguez. Nada podía ser mejor para ella.

Dentro del auto se respiraba felicidad. En el asiento del acompañante, junto a Gabriela, iba su hermana Silvina, su amiga, su compañera de cuarto de toda la vida hasta su casamiento. Atrás iba el nene de apenas dos años y junto a él estaba Eduardo, que era a la vez un marido exitoso para contentar a los padres y un esposo con pinta para exhibir ante sus amigas el domingo en la misa.

Estaba por reencontrarse con sus afectos familiares y con sus amigos de toda la vida, sabiendo que ella, líder indiscutida de la escuela y de la parroquia, había llegado a serlo también en la Capital. Todos iban resplandecientes. Conversaban sobre lo bien que le había ido a Michetti en la reunión que había organizado el día anterior con la Cámara de Comercio Argentino Brasileña.

Como todos, tenía debilidades y fortalezas. Para ella, conducir era una pasión y una descarga. Se sentía segura al volante.

—Gabriela, ¿hace falta que manejes así? Mirá, vas a 160 con este autito de porquería. Y encima alquilado. Nos vamos a matar.

—Tranqui, Sil. Si sabés que yo sé manejar. ¿No, gordo?

—Sí, claro, hasta que no sepas más —le contestó Eduardo.

Apenas el Duna blanco comenzó a transitar la avenida San Martín, en la entrada del pueblo, empezaron los saludos de cortesía con los vecinos. Solo diez cuadras más adelante los esperaba el “centro”, donde la San Martín se une con la Pereyra y donde el semáforo de tres tiempos parece desentonar con un lugar que nunca conoció la modernidad. A un costado, la plaza Pedro Pereyra, y alrededor suyo toda la vida social del poblado: la Municipalidad, la Parroquia Santa Ana y la Escuela N° 1 “Narciso Laprida”, donde Gabriela concurrió por siete años con su guardapolvo tableado. Doblando por la Pereyra, a tres cuadras, justo en la esquina con Hipólito Yrigoyen, está el hermoso chalet de piedra de los Michetti, con un estilo marplatense. Apenas llegaron, bocinazos y saludos. Mamá Martha y papá Mario salieron felices a recibirlos. Hacía rato que no los veían y los extrañaban mucho. Esa noche se quedaron en casa charlando.

En Laprida, la tranquilidad también suele llevar a la rutina. En la mañana del sábado, como solía hacer en cada viaje, caminó las dos cuadras que la separaban de su boutique favorita. Sabía que sus vecinos iban a estar observándola. Entonces eligió con cuidado su vestuario y se puso un pantalón negro y una camisola hindú de color verde. En el camino se cruzó con todos. Con María de los Ángeles Lázaro, Mariángeles, su amiga de toda la vida. Su vecinita de enfrente, su compañera del jardín, la primaria y la secundaria. Quedaron en verse más tarde. Se cruzó también con Jorge Benassi, el “Coto”, y se saludaron con cariño. Aníbal Fernández, otro amigo y homónimo del dirigente kirchnerista, pasó con su auto y le hizo un chiflido de esos que les hacen a las chicas lindas. Aníbal siempre fue el más bromista de sus amigos y le encantaba incomodar. Ellos no se habían ido de Laprida; formaron allí sus familias y seguían disfrutando de la tranquilidad pueblerina. Gabriela se alegraba al verlos y añoraba aquellos viejos buenos tiempos, aunque su espíritu inquieto siempre había tenido un destino de mayores ambiciones.

Tardó casi media hora para hacer sus dos cuadras y llegar a Lo de Baby, un pequeño negocio, siempre sobre la Pereyra, que es una suerte de casa de ramos generales con un poco más de charme. Vende ropa de marca y también artículos de decoración. A Gabriela le encantaba visitarlo porque podía elegir tranquila y comprarle algún regalito a su madre. Además era amiga de la dueña, “Baby” Alacid, quien había sido su única compañera de curso en la Alianza Francesa lapridense.

—Gabi, qué alegría.

—Hola Baby, ¿cómo has estado?

—Como siempre. Todo tranquilo. ¿Lo trajiste al Lauti? Quiero verlo.

—Sí, después pasate por la casa. Qué linda esta fuente de madera, me matan los patitos que tiene. Me la voy a llevar.

Después del almuerzo, Michetti fue a conocer la casa que estaba construyendo su amiga María de los Ángeles y llevó a Lautaro para que lo viera. Apenas bajaron del auto, el nene se tropezó en la vereda en construcción y se lastimó la rodilla. La casa estaba abierta. Adentro, su amiga estaba pintando una puerta y la vio entrar con Lautaro llorando.

—Uh, Lauti, ¿qué pasó? Tu mamá me va a matar. ¡Hola Gabriela!

—Mariángeles, qué hermosa está quedando la casa.

—Por ahora es un desastre. Mirá lo que es esto y lo que soy yo…

Se rieron un rato del aspecto de María de los Ángeles y decidieron verse a la noche para ir a tomar un café después de cenar.

Gabriela volvió pronto a lo de sus padres porque los Michetti tenían que asistir al momento más importante de la semana. Acostumbrados a remolonear un poco más los domingos a la mañana, la familia siempre prefirió compartir la misa del sábado a la tarde. En la misa suele reunirse el pueblo, es el único momento y el único lugar en todo Laprida donde puede producirse un pequeño atascamiento de tránsito y cueste encontrar un lugar para estacionar. El servicio religioso en la Parroquia Santa Ana es una tradición lapridense, donde todos se miran, se observan las ropas y se cuentan las novedades de la semana.

Para muchos, además, es su gran encuentro con Dios. Martha Mic

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