Doscientos años pensando la revolución de mayo

Jorge Gelman
Raúl Fradkin

Fragmento

Introducción
Miradas múltiples: entre el combate político, la labor académica y la construcción de identidades

Los festejos para el Bicentenario de la Revolución de Mayo en la Argentina se producen en un clima de moderado entusiasmo. Si bien hay múltiples iniciativas al respecto, que provienen tanto del ámbito privado como del Estado, la importancia otorgada por este último a estos homenajes está muy lejos de la trascendencia que tuvo para el gobierno argentino la conmemoración del primer centenario en 1910. Para entonces, a las clases dominantes y a los elencos gobernantes les sobraban motivos para celebrar y mostrar los éxitos de un recorrido secular que había conducido desde un territorio mal ensamblado y todavía muy marginal en el concierto internacional en 1810 a una nación que les parecía destinada a integrar el batallón de las más prósperas y progresistas del orbe.

Es evidente que las incertidumbres del momento presente, así como el recorrido errático desde 1910 hasta hoy, dejan menos lugar para el optimismo y la confianza en el futuro. Ello no obsta para que 2010 se haya convertido ya en un terreno fértil para la batalla de interpretaciones y para la proliferación de intentos más o menos lícitos de apropiación de la fecha para fines diversos. Este simple hecho pone de manifiesto que el pasado no es sólo un territorio de circunstancias que han transcurrido ya irremediablemente, sino también un terreno de combates desde el presente, de disputas por asignar sentidos a un determinado recorrido y desde allí posicionarse ante el presente.

El pasado, o mejor dicho, las interpretaciones del pasado han sido necesarias para pensar el presente, para justificar acciones y dar legitimidad a actos de grupos o de gobiernos, pero también fueron y son utilizadas para combatir contra esas personas o grupos y dar legitimidad a otras propuestas alternativas. Obviamente, la Revolución de Mayo ocupa un lugar de privilegio en esas interpretaciones y en estas disputas. No podría ser de otro modo en la medida que fue consagrada como el momento mismo de nacimiento de la Nación Argentina, aquel momento liminar en que asomaba a la faz de la Tierra “una nueva y gloriosa Nación”. Es por eso que, desde el momento mismo en que se estaba produciendo, comenzaron a elaborarse explicaciones sobre esta revolución y no cesaron de plantearse nuevas intervenciones sobre ese momento “fundacional” hasta el presente. Recorrerlas es, de alguna manera, internarse en un territorio plagado de incertidumbres y diversidad de perspectivas. Así, la Revolución de Mayo no fue sólo lo que sucedió sino lo que sucesivas generaciones y apropiaciones intelectuales hicieron con lo que pensaban que había sucedido.

El objetivo de este libro, por lo tanto, no es contar “la historia” de la Revolución de Mayo, sino justamente intentar dar cuenta de ese largo recorrido interpretativo, aportando por un lado un análisis sobre quiénes fueron los principales autores y diagnósticos elaborados sobre esos acontecimientos trascendentales, pero también —y sobre todo— poniendo a disposición del lector una amplia selección de fragmentos de las obras que consideramos representativas de las opiniones de los mismos, para que tenga a mano una parte de esos originales sobre los que trabajamos.

Si intentamos la difícil tarea de reconstruir lo que el “argentino medio” de hoy (entelequia que promedia a una campesina jujeña con un obrero de una fábrica en el Gran Buenos Aires o un empresario ‘nacional’ con oficinas en Miami) piensa sobre la Revolución de Mayo, seguramente encontraríamos una síntesis de los contenidos básicos que han tenido las fiestas escolares, en las que se exaltaba la intervención de un pueblo, guiado por un grupo de líderes abnegados y preclaros (Belgrano, Moreno, Saavedra, los infaltables French y Beruti, etc.), que encabezaron un movimiento para sacar del gobierno local a los “españoles” que explotaban a estas tierras y a su gente para beneficio de los intereses de un monarca hispano. Ese relato intentaba que no quedara lugar para la duda y construyó la imagen de la armonía de un “nosotros” del cual sólo quedaban excluidos “ellos”, los “españoles” o “peninsulares”.

Aunque en extremo simplificado a los efectos de una representación escolar, este relato fue construido básicamente por un cúmulo de intelectuales, entre los que destacó Bartolomé Mitre, en la segunda mitad del siglo XIX. El fundador del más que centenario diario La Nación, primer presidente de la república unificada en 1862 y autor, entre otras obras, de la Historia de Belgrano y de la independencia argentina, señaló con énfasis algo en realidad novedoso, aunque a nosotros nos parezca tan “natural” que suele sorprender —y molestar— cuando se escuchan voces disonantes: Mitre postuló que antes de 1810 existía una “nación argentina”, o mejor dicho una nacionalidad argentina caracterizada por una serie de rasgos que la enaltecían, identificaban y a la vez diferenciaban del resto del espacio colonial español y la dotaban de absoluta originalidad al tiempo que predestinaba su futuro derrotero. Esa nación en ciernes se encontraba sojuzgada, asfixiada por una retrógrada dominación colonial y bastó la aparición de una coyuntura de debilidad de la monarquía hispana para que una elite preclara pudiera interpretar la necesidad histórica y encabezara un movimiento revolucionario que acabaría por constituir la República Argentina.

Entre el último cuarto del siglo XIX y los inicios del XX, diversos intelectuales con influencia en el Estado argentino consideraron que era imprescindible dotar al pueblo argentino de una identidad nacional que le diera una fuerte cohesión y que sirviera para enfrentar un conjunto de dilemas (amenazas en la mente de las elites gobernantes) que aportaban, entre otras cosas, la inmigración masiva europea, los procesos de urbanización e industrialización incipientes, la conflictividad social en aumento y la difusión de ideas que cuestionaban la legitimidad del estado “burgués”, etcétera.

Se planteó así una gigantesca operación cultural en distintas etapas y frentes, que buscó afanosamente la nacionalización de esas masas de origen inmigratorio y la construcción de una identidad común, única y homogénea, en la que se pudieran sentir reconocidas millones de personas que arrastraban tradiciones muy disímiles. En esa operación cultural, el pasado jugaba un rol destacado y los relatos de Mitre y de otros historiadores se ubicaron en el centro del discurso oficial.

El ímpetu de este proceso fue tal que no sólo estas ideas se convirtieron en el sentido común histórico de la población argentina sino que, además, prácticamente toda la obra historiográfica posterior, inclusive la que se postulaba como enfrentada con la ‘historia oficial’, partía de los mismos supuestos que había construido Mitre, al menos en cuanto al carácter inevitable del proceso revolucionario. Desde esta perspectiva la “Nación”, la “República”, se habían de constituir necesariamente hacia 1810. Aunque las fuerzas que llevaban a ese resultado podían variar, incluso sustancialmente como ver

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