Mitre Montonero

Eduardo Míguez

Fragmento

1. La revolución

Aquella mañana tibia y húmeda del 26 de octubre de 1874 en los campos de Los Médanos en el departamento de El Tordillo, al este de Dolores, el General observaba los ejercicios de su tropa. Acababa de desembarcar de la cañonera Paraná, que lo había transportado desde Montevideo hasta el barroso puerto del Tuyú. Falto de hombres y equipos, ni siquiera había podido traer a tierra todo el armamento que lo acompañaba desde Montevideo en una goleta y un pailebote. Había supuesto que sus tropas lo esperarían a su llegada para auxiliarlo en esa tarea; pero por las condiciones del terreno, la constante lluvia y el acoso de las fuerzas oficiales, el ejército constitucional había faltado a la cita. Sólo lo esperaban unos pocos hombres de la guardia nacional del partido del Tuyú, firmemente controlado por autoridades mitristas, bajo el mando del coronel Matías Ramos Mejía. Éste había recibido la instrucción de defender la costa a todo trance y mantener unas fogatas en la playa, la señal convenida para indicar a Mitre que podía desembarcar. Luego de hacerlo, el jefe de la revolución y su comitiva, junto a los hombres reunidos en Tuyú con su vestimenta gaucha, se trasladaron al campamento en una estancia amiga para comenzar la instrucción de la tropa.

El General vio acercarse un gran movimiento de fuerzas, sin alarma, pero tampoco con alegría. Sabía, por los chasques, que era el ejército que había reunido su principal apoyo en la provincia, el general Rivas. Cerca de cuatro mil hombres. Pero sabía también que eran pocos los soldados de línea bien armados. El grueso estaba compuesto por guardias nacionales de los partidos en los que habían podido ser movilizados por los revolucionarios. En el mejor de los casos, armados por lentos fusiles de avancarga, o con tercerolas y revólveres, armas de escasa eficacia a cierta distancia. Mitre vivía gracias a ello, ya que allá por el año 1852 un tiro distante había rebotado en la débil protección de la guarda de su kepis militar, rompiéndole el hueso en medio de la frente, pero sin penetrar. La cicatriz que lo acompañaría toda la vida no dejaba de ser una distinción a su valor. La mayoría de sus reclutas, sin embargo, estaban armados con tacuaras con media tijera de esquilar atada en la punta; todo un símbolo de la montonera. Peor aún, junto a las tropas marchaban los lanceros de Cipriano Catriel. Se trataba de una parcialidad indígena que hacía ya varias décadas, desde los tiempos del padre del actual líder, vivían allegados a los establecimientos fronterizos de Azul y Tapalqué. Era difícil no ver en todo aquel rejunte el típico material de una montonera.

Esto, sin duda, desanimaría al General. Más de veinte años atrás, en la época en que se identificaba con la lucha contra Rosas y los caudillos, había escrito un tratado en el que, en línea con pensadores de su época, señalaba:

La guerra es necesaria, la guerra es útil […] porque las sociedades como los individuos necesitan desarrollarse por la acción; porque el espíritu que engendra es el espíritu salvador de las naciones; porque por ella triunfan las grandes ideas y las grandes verdades que honran la humanidad, porque se arraigan las virtudes republicanas que hacen la gloria y felicidad de las naciones.

Y en ello, su ejército constitucional justificaba plenamente su acción en la reivindicación de la limpieza del sufragio y de las instituciones de la República. Pero para que la guerra fuera eficaz, los medios debían hacer progresar el fin. La guerra civilizadora debía llevarse a cabo de manera ordenada, por ejércitos disciplinados en la tradición europea. La montonera era por su forma una contribución a la barbarie: “La montonera existía en la masa de la población, diseminada en nuestras campañas, independiente, rebelde al yugo de la disciplina, huyendo del ruido de la civilización que va invadiendo el desierto”. Esa montonera espontánea sería derrotada por la disciplina y el orden, traídos desde el núcleo civilizador de Europa. El error era que “los hombres de inteligencia que la han querido extirpar no han encontrado otro medio que hacer uso de la misma montonera para destruir una con otra, sin advertir que así daban pábulo al incendio”. Seguramente, se refería a José María Paz, que en sus memorias jugaba con la idea de combatir el fuego con el fuego. Pero ahora se veía él mismo en el medio de todo lo que detestaba. De todo contra lo que había luchado, no sin eficacia, por más de un cuarto de siglo. Como decían sus enemigos, sin que él pudiera evitar dar motivos para justificarlo, era jefe de una montonera.

Derrota electoral

Las circunstancias que llevaron a esta situación se remontaban al menos a un año y medio atrás, a comienzos de 1873. Mitre estaba en una misión diplomática en Paraguay cuando sus partidarios lo proclamaron candidato para la presidencia de la República, en la elección que tendría lugar un año más tarde. Él declaró que aunque no ambicionaba volver al cargo estaba dispuesto a asumir la candidatura ante la demanda del verdadero pueblo. Desde entonces, sus partidarios, encabezados por La Nación, el periódico del propio Mitre, habían trabajado por su candidatura. Frente a ella, se habían postulado las de Manuel Quintana, Adolfo Alsina y Nicolás Avellaneda. La primera no logró despegar. La constitución establecía que: “El presidente y vicepresidente durarán en sus empleos el término de seis años; y no pueden ser reelegidos sino con intervalo de un período”. Alsina ejercía la vicepresidencia, por lo que la legalidad de su postulación era cuestionable. Pese a ello, su candidatura avanzaba, aunque con poco apoyo en el interior. Avellaneda contaba con el respaldo del gobierno, y de varias provincias. La Nación denunciaba a ésta como una candidatura oficial, sin apoyo del verdadero pueblo, sostenida por una confabulación de autoridades o “liga de gobernadores”.

En este estado de cosas se llegó, en enero de 1874, a unas elecciones de diputados nacionales. Las elecciones presidenciales serían en abril, por lo que el clima estaba especialmente caldeado. Los mitristas y La Nación desarrollaron una estrategia precisa. Primero convocaron a una convención partidaria para confeccionar la lista de candidatos. Argüían que, frente a las postulaciones armadas a último momento y por un cerrado círculo de dirigentes, los liberales o el Partido Nacionalista (las denominaciones que los mitristas utilizaban para designarse a sí mismos) dejaban que el pueblo eligiera libremente a quienes los habrían de representar, en una convención partidaria. La convocatoria a la convención encabezaba todos los días el periódico. Efectuada ésta, la lista de candidatos tomó su lugar.

Los alsinistas denunciaban que todo esto era una parodia, y que las candidaturas habían sido acordadas e impuestas por un pequeño y viejo núcleo dirigente. Cuando ellos elaboraron su propia lista, que incluía a figuras de renombre, como Carlos Pellegrini y Martín de Gainza (ministro de Guerra de Sarmiento), encabezada por el obispo de Buenos Aires, Monseñor Aneiros, los mitristas la deslegitimaron, aduciendo que era una alquimia de nombres juntados a último momento en la desesperada búsqueda de votos, y que incluso algunos de ellos, como Aneiros, tenían simpatías por los nacionalistas. Descontaban que el pueblo respetable estaba masivamen

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