Gordos

Mauro Fulco

Fragmento

Introducción

Nací ochomesino, y la balanza marcó dos kilos con 650 gramos. Según mi mamá, fui un bebé prematuro; para mi papá, en cambio, una especie de murciélago sin alas, con la cabeza cónica y pelos por doquier, características todas que se encargará de recordar en las fiestas familiares. Las primeras horas en esta vida las pasé dentro de una incubadora, amarillo a causa de una bilirrubina a la que muchos años después Juan Luis Guerra supo cantarle. Pero no me acuerdo.

Tengo casi treinta años, soy gordo y me dicen Pochoclo. Eso sí puedo recordarlo. Para cualquier persona que me haya visto, mi sobrepeso no es una primicia. Es mera observación. Las publicidades de calzoncillos con abdominales marcados como una plancha de ravioles no son más que un chiste para mí. Una demostración de lo que nunca seré, una muestra de lo inalcanzable. Los afiches que publicitan productos saludables no están inspirados en mi anatomía, sino en mi desesperación, en mis ganas de archivar la barriga, la papada, las piernas con forma de Torgelon y el culo tamaño king size. Uno no pide demasiado, no le exige a la vida poseer el torso cincelado. Con mucho menos que eso me conformaría.

Pero no. Ni las largas sesiones dentro del gimnasio, ni las estrafalarias y múltiples dietas sufridas, ni los —pocos— ordenados planes alimenticios que intenté seguir, ni las abstinencias feroces de atracones que retornaron como más feroces atracones para confirmar la teoría nietzscheana del eterno retorno. Ni siquiera una racha atroz de negativas a la hora de la conquista amorosa consiguieron tornear en mí ese abdomen que parece dibujado como caparazón de tortuga. El amor por los asados, los postres varios, la devoción por las pastas, el aceite de las frituras, las harinas en cantidad. Todo suma calorías, pero también placer, en una ecuación que no me es del todo favorable, por decirlo de alguna manera amable. Lo dijeron Los Decadentes, “soy una víctima de mi debilidad”.

Ante todo, quiero aclarar que mi gordura nunca fue mórbida. No soy y nunca fui de esos gordos que ocasionan giros de cabeza o codazos cómplices. Nunca sufrí en carne propia las miradas mal disimuladas ni los suaves toquecitos entre los amantes, esos que mueven el codo de soslayo, como si fuera una gracia. No. Tampoco viví la discriminación ni los comentarios crueles o burlones referidos a mi condición física. Lo mío siempre fue más relativo. Soy lo que las abuelas llaman “morrudo”, pertenezco a esos especímenes que las madres nombran como “de huesos grandes”, los técnicos de fútbol denominan como “pesados” y las chicas llaman “gordito”.

La idea de este libro es poder reflexionar sobre las vicisitudes que afrontamos todos aquellos que alguna vez intentamos rebelarnos contra la genética, que nos dejamos llevar por la gula o que nos cuesta entregarnos a las múltiples razones que nos hacen tomar la decisión de dejar de ser lo que somos, o lo que los demás ven en nosotros: gordos.

Las dietas más locas y menos efectivas, las excusas que (nos) ponemos para abandonarlas luego con la misma prontitud con que las adoptamos, las anécdotas y los padecimientos. Las consecuencias de esos caminos transitados a base de hambre y privaciones. Desde la infancia pasando por la adolescencia, la relación con el sexo opuesto y la adultez, las modas y las diferentes maneras de llevar la gordura.

Esta historia —la del relato que tiene entre manos— tiene un comienzo, como todo. Si usted, querido lector, se hubiera encontrado en la misma situación en la que me hallé, sin dudas podría ser el autor de estas líneas. Entendería el porqué de este libro y también cómo la editorial aceptó publicarlo.

Después de un eterno peregrinar por doctores y doctorcitos, licenciados e iluminados con dietas mágicas, chamanes y chantas; luego de atravesar infinidad de recomendaciones de todo tipo, una vez que los amigos y los enemigos gastaron su batería de consejos para bajar los kilos de más, toqué fondo. Nada de ver la luz al estilo Víctor Sueiro ni encontrarse con Mefistófeles a la usanza del Fausto. Mi fondo fue mucho más palpable, como un sorpresivo cachetazo de revés con la guardia baja.

Invierno congelado en Buenos Aires, ocho de la mañana, un madrugón astronómico para un periodista un tanto aburguesado. Años atrás, a esa hora hubiera estado en plena digestión de un par (tres, para precisar, pero la matemática del gordo intentaré explicarla luego) de medialunas, galletitas o de cualquier alimento que contenga un sopesado equilibrio entre mantecas, harinas y aceites. Ahora que me aproximo a las tres décadas, y que los horarios del oficio no finalizan nunca antes de las diez de la noche, ocho y media de la mañana es lo mismo que decir las cuatro. Un madrugón despreciable.

Pero estábamos en aquella mañana invernal. Ese día, detrás de un biombo de farmacia, me encontré —otra vez— frente a un tedioso pesaje en una balanza electrónica como las del Mercado de Hacienda. Es más, en esas circunstancias, la cara debe ser igual que la de las vacas, que esperan el mazazo en medio del cráneo para convertirse en media res. “Es diferente —me recomendó mi amiga Vanesa—. Una vez que te enganchás con el grupo se te vuelve indispensable. Andá, pesate y ves”. Cuando terminé de corroborar mi calamitoso estado, estaba firmando el vale para comenzar esa nueva dieta. Es como esos sorteos en los que uno se gana —ilusos— un viaje a Camboriú con todo incluido, pero resulta que después hay que pagar el pasaje y la comida. Imposible no entusiasmarse al principio y desilusionarse a continuación.

Frente al aparato medidor de kilos sobrantes la vida se detiene. En realidad, una balanza tiene como finalidad determinar el peso de un ser humano, pero para aquellas personas para las que la palabra peso viene antecedida de forma invariable por el prefijo “sobre”, una balanza es peor que un dentista con Parkinson o un lanzador de puñales miope. Es un instante en el que una máquina te hace chocar de frente contra un camión con acoplado. Momento tenso si los hay el de certificar las sospechas, el de numerar lo que el cuerpo ya sabe, lo que la ropa indica a fuerza de apretujones. Nadie mejor que uno conoce cuándo se encuentra el límite entre el homicidio y el mero apretujón. Es que el botón que aprieta el pantalón puede ser un arma del demonio: es simple, si uno hiciera fuerza abdominal, el minúsculo circulito se convertiría en un balazo calibre 38 directo a la anatomía de algún otro, y uno iría a dar con sus huesos a la cárcel. Por gordo nomás.

Fue un techo. Tocar las tres cifras era demasiado para cualquier morrudito que mida 1,73. En criollo, era más fácil saltarme que pasarme por el costado. Después del encuentro con esa cifra sorprendente, me hallé sentado en una especie de grupo de autoayuda. Era como una película de Woody Allen donde los enfermos exponen sus miserias: “Hola, soy Ana, tengo ochenta y cuatro años y no quiero estar acá porque no bajo nunca de peso. Hago este tratamiento por tercera vez, y las otras veces me dio resultado, pero volví a subir; tengo seis nietos a los que amo y sé

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