Delirios

Marisa Grinstein

Fragmento

Leer la realidad no es algo sencillo. Un hombre puede sentirse un enviado de Dios y los que lo rodean lo creerán un mentiroso o un excéntrico. Ambas posibilidades pueden ser ciertas. Pero también es posible que ese hombre no mienta ni sea un excéntrico. Simplemente está convencido de ser un enviado de Dios y nada ni nadie lo harán pensar otra cosa. Ese hombre vive en un delirio místico y todas sus acciones estarán regidas por ese delirio.

Otro hombre podrá imaginar que su esposa ha sido sustituida por una doble: una mujer idéntica a la suya que, por razones insondables, ha ocupado el lugar de su esposa legítima con intenciones siniestras. Un poco por temor y otro poco por curiosidad, callará para ver cuál es el propósito escondido de esa impostora. La esposa, sin tener la menor idea de lo que está pasando, verá que su marido comienza a tratarla de una manera diferente y actuará, ella también, de manera anormal, como si no fuera la misma. Así, reforzará en él su idea inicial de que está frente a una doble y no frente a su verdadera esposa. La mujer no entenderá el delirio ni aun cuando él se lo confiese: supondrá que su esposo está pasando por una crisis cuyos orígenes ella desconoce. Y no es extraño que piense así. Para alguien habituado a la coherencia y a la razón, es impensable sospechar que otro pueda tener ese tipo de ideas perturbadas.

Muy pocos están preparados para admitir que personas de su círculo íntimo pueden estar sufriendo delirios, alucinaciones, locura. Se empieza por creer que se está frente a una conducta errática que no tardará en enderezarse. Y se suele cometer el clásico error de analizar la locura desde la racionalidad de la cordura.

Una mujer puede empezar por declarar su amor no correspondido a su ginecólogo y terminar acusándolo (absolutamente convencida de lo que está diciendo) de que su embarazo fue producto de esa relación imaginaria con su médico. No se trata de una estrategia para lograr que el médico se divorcie: la mujer vive y sufre y padece un delirio erotómano que trastocará su vida y la de quienes la rodean.

Hay delirios que son tan delirantes que no dejan lugar a la duda: destilan locura por todos los poros. Pero hay delirios más sutiles, que se van desarrollando poco a poco, envolviendo al delirante y a su entorno en un ambiente demencial que no suena a demencia sino a malentendidos y ambigüedades.

Un hombre cree que su esposa lo engaña porque recibe todo tipo de señales que le hacen ver la traición: voces interiores, sueños reveladores y mensajes cifrados que aparecen en las tapas de los diarios. Acusa entonces a su mujer de infiel y de puta, aunque sin revelar el origen de su información. Le explica, en cambio, que no hay nada de ella que él desconozca. En la vaguedad de esa frase residirá la futura comedia de enredos que podrá derivar en tragedia. Esa mujer no piensa que su hombre está delirando: supone que alguien le mintió a su esposo para arruinar su pareja. Y es que la primera reacción de los afectados por el delirio ajeno es tejer hipótesis lógicas que expliquen las conductas ilógicas.

Otra mujer, atrapada en una existencia banal y absurda, advertirá de pronto que ha sido elegida para participar en una estructura de poder que domina el mundo por medio de una máquina. En este caso el delirio, probablemente, le resulte funcional para darle un sentido a su vida. La medicación la ubicará en la realidad pero cada tanto ella abandonará las drogas antipsicóticas y volverá a sentirse parte de esa organización poderosa que la aleja de su vacío cotidiano.

También encuentra sentido en su vida una mujer que, por designios divinos, recibe la orden de tejer una alfombra kilométrica para que Dios camine sobre ella. Pasará entonces años enteros dedicada íntegramente a ese trabajo santificado.

En los episodios delirantes aparece también, con frecuencia, un pasado de conflictos y sufrimiento. Madres suicidas, escenas de misticismo exacerbado, castigos, encierros obligados y reiterados, abusos de todo tipo, soledad. “Por suerte escucho voces, porque nadie me habla nunca y no lo puedo soportar”, dice una mujer, recién internada en un psiquiátrico.

Otra mujer, víctima de un clásico delirio celotípico, se convence, erróneamente, de que su esposo y la prima del esposo mantienen una relación escondida. Y que además quieren quitarla del medio y dejarla en la calle. Para evitar la ruina económica que los amantes le preparan, la mujer empieza a vender todas las cosas que fueron comprando con el tiempo. Ella y su marido terminan viviendo en una casa vacía, durmiendo en un colchón sobre el piso y comiendo con cubiertos de plástico. El delirio era evidente pero el marido soportó, día tras día, el desmantelamiento del hogar, y escuchó, horrorizado pero sin reacción alguna, los argumentos delirantes de la mujer. Y esos argumentos pueden ser de una lógica certera y una creatividad deslumbrante.

Resulta difícil determinar el límite entre las conductas desmedidas y la aparición cierta de un delirio. Un hombre, mortificado por los maltratos de su madre, puede revivir su sufrimiento una y otra vez hasta el cansancio, aunque su madre ya haya muerto hace décadas. Y puede, por qué no, empezar a hablar con la muerta. Nadie se asombraría demasiado: quién más quién menos, muchísima gente habla con sus muertos. Pero la obsesión podría crecer hasta que el hombre robe el cuerpo de su madre muerta para hablarle cara a cara. Y luego, ya internado en un instituto, acudir a la inventiva que genera el delirio y escribirle un libro de poemas de cinco tomos, casi ilegible del principio al fin: “Canciones de cuna para un hijo atormentado y canciones de amor para una madre que murió pero que sigue estando”.

Algunos de manera más exagerada, otros en un estilo más sutil, estos delirantes se desmarcaron de la delgadísima línea que serpentea entre la normalidad y el desvarío. Y los que formaban parte de sus vidas desquiciadas no entendieron a tiempo lo que pasaba: les costaba advertir que estaban conviviendo con alguien que padecía un trastorno grave en su forma de percibir la realidad. Al fin, cuando se daban cuenta, ya era muy tarde para casi todo.

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La vidente

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