Elena Holmberg. La mujer que sabía demasiado

Andrea Basconi

Fragmento

I

La mañana del miércoles 20 de diciembre de 1978, Elena Holmberg se levantó temprano. Revisó su rutina del día: debían plastificar el parqué de su departamento del octavo piso de Uruguay 1127 y tenía que comunicarse con una abogada para terminar los trámites de transferencia de su Fiat 128 Rural. Se puso un solero con falda paisana de seda natural con tréboles, y las sandalias Petunia de taco chino, en pos de superar su metro sesenta y cinco. Peinó su pelo corto, intentando esconder las canas entre los mechones castaños. El verano en Buenos Aires no era como en París, pero ella intentaba mantener el charme francés con unas gotitas del perfume Hermès que llevaba siempre en el auto. Repitió el ritual de sus accesorios: el anillo con el escudo de la familia, la cadena de oro y el reloj Movado al que le había hecho grabar sus iniciales. Salió hacia el Ministerio de Relaciones Exteriores. Había arreglado con su amigo y compañero de trabajo Gustavo Urrutia para llevar a los periodistas franceses, la aristócrata Laure Boulay y el fotógrafo Bruno Bachelet, a almorzar al Club Náutico de Olivos. Los periodistas, que trabajaban para la revista Paris Match, estaban en la Argentina con la intención de hacer una nota sobre la “verdadera historia” y “no sobre esas patrañas” que los “subversivos” gestaban en el exterior sobre el país.

Las violaciones a los derechos humanos de la dictadura militar comenzaban a conocerse en Europa. Las embajadas acumulaban denuncias sobre secuestros y desapariciones de personas y se lo hacían saber a aquellos militares o funcionarios argentinos que se acercaran a las sedes diplomáticas. Las masacres de Fátima y la Noche de los Lápices se conocían más en Europa que en la Argentina, y los exiliados habían iniciado una campaña de difusión sobre lo que pasaba en el país, logrando llegar a los principales diarios del mundo. La Junta Militar estaba preocupada por el alcance que estaban teniendo las actividades de los exiliados y de las organizaciones internacionales de derechos humanos. Buscando la forma de tapar el sol con un dedo, decidieron implementar lo que se conoció como la lucha contra la “campaña antiargentina”. El objetivo de la dictadura era revertir los efectos de la difusión que tenían las torturas, los secuestros, las desapariciones y los asesinatos convirtiéndolos en las llamadas “operaciones del terrorismo internacional”. Todo lo que se dijera o se publicara sobre la Argentina en relación con los derechos humanos sería, entonces, una serie de mentiras, patrañas y falacias.

La base de esta estrategia sería el Centro Piloto de París, una dependencia de la embajada argentina en la capital francesa. Elena Holmberg fue, en un principio, quien estuvo al frente de ese centro y trabajó duramente para contrarrestar la “campaña antiargentina”. Hasta que fue enviada de vuelta a su puesto en la Cancillería. El Centro Piloto de París nació luego de que el comandante en jefe de la Armada, Emilio Eduardo Massera, realizara un viaje personal a Italia entre fines de 1976 y principios de 1977. El Almirante estaba convencido de que sería recibido como un héroe, pero tuvo una profunda decepción al notar que los medios europeos les daban mayor importancia a las denuncias sobre las violaciones a los derechos humanos que a su presencia. De regreso a Buenos Aires, lo habría comentado en una reunión de la Junta Militar, lo que dio origen al desarrollo del Centro Piloto en la embajada parisina.

Elena era diplomática de carrera, hija de una familia patricia argentina y prima hermana del ex presidente de facto Alejandro Agustín Lanusse. Fue la primera mujer en graduarse del Instituto del Servicio Exterior de la Nación. En 1972 había estado destinada a la embajada argentina en París, donde más tarde estuvo al mando del Centro Piloto, hasta que en los últimos meses de 1978 se ordenó sorpresivamente su traslado a Buenos Aires sin que se cumpliera el período completo de destino en el exterior.

Gracias a las gestiones de Elena, los periodistas franceses de Paris Match, recién llegados a Buenos Aires, habían logrado acceder a la Casa Rosada y planeaban entrevistar al presidente de facto, Jorge Rafael Videla.

Cuando arribó ese día al ministerio, Elena se encontró con los problemas que se repetían desde que había vuelto de París, pero a esa altura —llevaba cuatro meses en el área de Ceremonial de Cancillería, después de seis años en la embajada argentina en Francia— había decidido que hacerse “chiquitita” era lo mejor para evitar un sumario administrativo. Curiosamente, temía que los marinos del ministerio siguieran interfiriendo en su trabajo. Ella, que no se caracterizaba precisamente por ser miedosa, les temía a los hombres de la Armada.

Cerca del mediodía, pasó a buscar a los franceses por el Hotel Presidente y los llevó a Olivos, donde se encontraría con Urrutia quien, como socio del Club Naútico, había tramitado el acceso para el almuerzo.

La comida transcurrió sin sobresaltos ni conversaciones de tono político. Fue, más bien, un intercambio de experiencias entre París y Buenos Aires. Cuando terminaron, Elena les prestó su auto a los periodistas y se volvió con Urrutia en uno de los Ford Falcon del ministerio. Pasaron por San Fernando porque ella debía retirar unos vestidos y cerca de las 16 se bajó del auto oficial en la intersección de avenida Alvear y Rodríguez Peña pues tenía que pasar por el médico. Era un día complicado: también había acordado ir a cenar a la casa de su amiga Josefina con los periodistas franceses. Pero ella estaba acostumbrada al trajín de los protocolos sociales. Sabía cómo estar siempre impecable y llegar a horario a todos lados. Le debía ese aprendizaje a su trabajo en Prensa de la embajada en París.

Salió del médico y volvió al trabajo. Tenía que revisar su agenda para el día siguiente y, además, los periodistas le dejarían el Fiat en el estacionamiento del ministerio. Se fue alrededor de las 19. Saludó a sus compañeros de oficina y se despidió de Urrutia, luego de arreglar que él la llamaría cerca de la una de la mañana, después de la cena en lo de Josefina, para encontrarse.

Desde su regreso a Buenos Aires, Elena y Urrutia tenían una amistad íntima.Aunque ambos eran solteros, a ella, que pisaba los 48, le preocupaba un poco la diferencia de edad —él era casi diez años menor—. Pero por entonces tenía preocupaciones más angustiantes, como sus desinteligencias con los marinos del ministerio.

Desde la ventana de su oficina, Urrutia la vio conversando con un embajador y su mujer, la miró subirse al Fiat 128 y saludarlo con la mano. Algo lo distrajo y desvió la vista. Cuando volvió a la ventana, Elena ya no estaba. Y ya no volvería a estar.

Entre las 20 y las 21, Elena volvió a su departamento. Estacionó su auto sobre la calle Uruguay, entre avenida Santa Fe y la calle Arenales, donde lo dejaba habitualmente, y salió otra vez. Esa noche de verano porteño, Elena se cruzó con una pareja joven, él de traje claro y ella, una rubia de pelo largo.

En un edificio vecino, un hombre y su empleada,Mónica,se preparaban para cenar. De pronto, en medio del ruido de los colectivos, se escuchó un grito: “¡Socorro!” El hombre se asomó a la ventana del cuarto piso de Uruguay 1064, y vio cómo un Chevy celeste encerraba a un Fiat 128 Rural justo en la entrada del garaje Uruguay. Víctor, el encargado del garaje, también presenció cómo subieron por la fuerza a Elena a

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