Símbolos y fantasmas

Germán Ferrari

Fragmento

PRÓLOGO

En los últimos años fue avanzando en ciertos sectores de la sociedad la reivindicación de los muertos por la guerrilla en el marco de la violencia desatada en los setenta.

Aunque cuando Raúl Alfonsín dispuso su histórico juicio a los comandantes impulsó también el juzgamiento del liderazgo guerrillero, asentado en la “teoría de los dos demonios”, con el tiempo esta segunda finalidad quedó diluida. Posteriormente fue desechada por diversos fallos judiciales incluso el de la Corte Suprema de Justicia, que consideró prescriptibles los asesinatos perpetrados por las organizaciones armadas, basándose en una doctrina asentada en el orden internacional que bajo ningún concepto ha querido equiparar los atropellos del Estado, considerados “crímenes de lesa humanidad” (secuestros, robos de bebés, torturas, muertes ilegales, etc.), es decir perseguibles en el tiempo, con las acciones de quienes no detentaron el monopolio de la fuerza.

Detrás del lema “justicia para todos”, reiterado en los tiempos más recientes por quienes aspiran a equiparar los actos de la guerrilla con el terrorismo de Estado, se oculta una realidad más compleja, en la que se mezclan el dolor y el oportunismo político. Es un asunto muy delicado, cuyo esclarecimiento no debe dejar duda con respecto a lo odioso de toda muerte signada por la controversia política. El sufrimiento de numerosas familias por sus víctimas y sus reclamos de que sean reconocidas como parte de los tiempos más traumáticos del siglo pasado no deberían ser confundidos con la tipificación legal de esos hechos.

Es necesario iluminar la simplificación que suelen hacer diversos sectores de la sociedad cuando usan de manera indistinta los términos “terrorismo” y “guerrilla”. La politóloga Pilar Calveiro expresa al respecto: “Los movimientos armados latinoamericanos no fueron terroristas, salvo algún caso verdaderamente excepcional, como parece haber sido el de Sendero Luminoso; resulta importante señalar que guerrilla y terrorismo no son sinónimos, como afirma cierto discurso pretendidamente democrático. El terrorismo se basa en el uso indiscriminado de la violencia sobre población civil, con el objeto de controlar a un grupo o una sociedad por medio del terror. Las prácticas de las guerrillas latinoamericanas no se caracterizaron por este tipo de accionar sino por operaciones militares bastante selectivas, dirigidas contra el Estado, principalmente contra fuerzas militares y policíacas. Esta distinción es de primordial importancia en el momento actual, en que se tiende a fundir y confundir cualquier recurso a la violencia con el terrorismo, como forma de descalificación. En realidad, la asimilación de toda práctica violenta al fenómeno terrorista es una manera de desacreditar en bloque las violencias revolucionarias o resistentes para, al mismo tiempo, convalidar las estatales —siempre más poderosas y letales— como ‘necesarias’”.1

La derrota, aniquilación o dispersión de las organizaciones armadas y de todo aquello que se englobó como “subversión” acalló cualquier reclamo por las víctimas de la guerrilla: las FF.AA. habían “ganado la guerra”. Durante el gobierno de Alfonsín los nostálgicos de la dictadura presionaron de todas las formas posibles para impedir el Juicio a las Juntas y que se avanzara en las investigaciones sobre delitos contra los derechos humanos. La agrupación Familiares y Amigos de los Muertos por la Subversión (FAMUS) se hizo conocida por sus misas y solicitadas contra la democracia, pero nunca se interesó por investigar las acciones de la guerrilla ni por buscar justicia. Los indultos de Carlos Menem que beneficiaron a los militares fueron aplaudidos por la mayoría de esos sectores, que toleraron como un mal menor, primero, el perdón para los ex guerrilleros y, años más tarde, la autocrítica del entonces jefe del Ejército, Martín Balza. Pero todo cambió con la administración Kirchner y con el nombramiento de una Corte Suprema que fijó los marcos de enfoque judicial de la violencia heredada. La derogación de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, y los diversos fallos del máximo tribunal y de otros estrados menores, con la consecuente reapertura de los juicios, fueron tomados por aquellos grupos como avances intolerables. Pronto surgieron numerosas asociaciones que, a la vez que defendían a la última dictadura, reclamaban que los actos de la guerrilla fueran considerados “crímenes de lesa humanidad”. La consigna había cambiado: si la amnistía era imposible en la nueva coyuntura política, si no cabía la posibilidad de frenar las causas judiciales, entonces todos debían pasar por Tribunales, ex militares y ex guerrilleros. Así como en los ochenta el “revanchista” había sido Alfonsín, a pesar de sostener la “teoría de los dos demonios”, en el comienzo del nuevo siglo la calificación le era endilgada al matrimonio Kirchner, y se completaba con una conceptualización que trató de instalarse en la opinión pública: “el gobierno de los Montoneros”. Ese mote, con su carga despectiva, nunca se aplicó a las administraciones de Menem o de Eduardo Duhalde, que también tuvieron como funcionarios a antiguos miembros de la agrupación armada peronista. El porqué es obvio. Sin embargo, más allá de las declaraciones públicas de los Kirchner, su apego a los ideales montoneros es más una expresión de deseos, una remembranza envuelta en nostalgia, que una realidad concreta y palpable en su política de gobierno.

No debería descartarse que en un futuro se sucedieran cambios políticos y judiciales que avalasen la ampliación del concepto de “lesa humanidad” y quedaran igualadas las acciones guerrilleras con el terrorismo de Estado. De esta manera, quienes adhieren a una nueva “teoría de los dos demonios” podrían impulsar una amnistía como reivindicación histórica. Por ahora, la Corte tiene fijada una postura a favor de la continuidad de los juicios reabiertos contra represores y su criterio sobre los crímenes de lesa humanidad.

Básicamente en el mundo se acepta la opinión de los supremos jueces argentinos. Juan Méndez, presidente del Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ, por sus siglas en inglés), admite que “en el derecho internacional se reconoce que los crímenes de lesa humanidad y los crímenes de guerra pueden ser cometidos por agentes no estatales, como los grupos alzados en armas, con tal que se cometan como práctica masiva o sistemática y que respondan a un mando unificado y organizado”. “Es por eso”, aclara, “que el Estatuto de Roma que crea la Corte Penal Internacional no hace distinción entre agentes estatales y no estatales, y de hecho los imputados por la CPI pertenecen a ambas categorías.” Sin embargo, precisa: “Lo que me parece más difícil es encontrar una base fáctica en el caso argentino, por dos razones. En primer lugar, porque los delitos atribuidos a los alzados en armas en la Argentina no incluyen ataques a la población civil, ni la tortura al enemigo rendido. En segundo lugar, porque aun en los hechos que podrían ocupar una zona gris —como la toma de rehenes o la eliminación de un r

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