POLVO DE MOMIAS
Un grato enterramiento llega en paz, tus setenta días han sido completados.
Tutmosis II
La farmacopea europea tradicional, hasta no hace muchos años, incluía productos algo exóticos para nuestras mentes acostumbradas a las precisas fórmulas químicas de los medicamentos que utilizamos. Contaban en ese entonces con el rojo polvo de basilisco, con la espirituosa mandrágora en todas sus formas, con el raro esperma de ballena, con los ubicuos excrementos de paloma, con el milagroso bezoar y los enhiestos cuernos de unicornio. Pero por sobre ellos reinaba un remedio a todos los males, fuente de curaciones milagrosas que sólo podía competir en capacidad sanadora con las reliquias de los santos (especializadas éstas en distintas partes de la anatomía aun antes que los profesionales del arte de curar). Se trata del polvo de momia, que los egipcios llamaban Sabu, expendido en forma de moliendas a ingerir o en su variable de mortajas, que aseguraban una pronta curación de cuantas enfermedades hostigaran a la doliente humanidad.
La palabra “momia” tiene su origen en la voz persa mummia. Los árabes usaban un término semejante, mummiya, que significa betún o cera mineral, sustancia empleada profusamente en el proceso de momificación de los cuerpos. Este proceso se inició en tiempos de Osiris, cuando éste fue descuartizado por su hermano Seth, y Anubis debió embalsamarlo para su viaje al país de los muertos. Aunque estas técnicas de embalsamamiento se remontan a las primitivas dinastías, fue durante el período entre XVIII y XXI (1500 a 1000 a. C.), cuando llegaron a su mayor esplendor. La creencia de que el espíritu del muerto (Ka) retornaría a ocupar su cuerpo hacía necesario preservarlo de forma tal que éste lo pudiera reconocer al volver de la otra vida.
El proceso utilizado era el mismo con el que Anubis embalsamó a Osiris. La técnica variaba de acuerdo con la jerarquía del fallecido, pero en todos se preservaba el corazón, lugar donde, suponían, se alojaba el alma. Ni el cerebro ni los ojos se conservaban. Estos últimos eran reemplazados por cebollas coloreadas y el primero era removido íntegramente con un gancho que se introducía a través de los orificios nasales, algo que se hace en algunas operaciones actuales de neurocirugía para extirpar la hipófisis. Una poco cuidadosa técnica podía dejar narices mutiladas, como la de Tausert, la poderosa sacerdotisa del dios Amón. Removidas estas partes comenzaba el proceso de embalsamamiento propiamente dicho, que era llevado a cabo por dos grupos de especialistas: los Parischistes, encargados de remover los órganos, y los Taricheutes, saladores, que introducían los compuestos necesarios para conservar al cadáver. Utilizando un cuchillo de obsidiana se realizaba una incisión vertical de unos quince centímetros sobre el flanco izquierdo del abdomen, a través de ella se retiraban todas las vísceras —intestinos, hígado y bazo— a excepción de los riñones y la vejiga. Por la misma vía cortaban la tráquea y el esófago, removiendo todo el contenido torácico, usando un gancho especial por la misma incisión abdominal, una suerte de grosera cirugía endoscópica. El corazón era devuelto a su lugar, continuando allí su viaje por la eternidad. Este órgano era considerado el sol interior, el Ka mencionado. En él se encerraba la esperanza de una vida eterna. Pero ese corazón debía enfrentarse a la corte de la muerte, curiosa corte ésta, conformada por Anubis, con cabeza de chacal y Ammit, el comedor de muertos, una extraña mezcla de hipopótamo, león y cocodrilo. El difunto debía hacer una confesión negativa, en donde enumeraba ante los cuarenta y dos dioses los pecados que no había cometido. Quizás de esta forma ahorraban tiempo, porque su lista de faltas era más larga que los Diez Mandamientos. Entre muchos otros pecados, consideraban punible el derroche de agua y “el haber multiplicado mis palabras más allá de lo que debería haber dicho”, circunstancia que impediría a abogados y políticos acceder al Olimpo egipcio. Si el corazón era encontrado culpable, le estaba vedada la compañía de los dioses y sólo servía de almuerzo al voraz Ammit.
Las cavidades eran lavadas con agua y vino de palmera. Allí se introducían mirra, canela y otras sustancias aromáticas. Los órganos retirados eran preservados separadamente en resina, recubiertos por una delgada tela de lino, puestos dentro de una vasija canope1 con representaciones de las cuatro cabezas de los hijos de Horus: una humana, una canina, la de un gavilán y la de un chacal. Estos recipientes, a veces, volvían a ser introducidos en la cavidad abdominal. Los órganos reproductores femeninos siempre eran removidos, no así los masculinos, que eran dejados en su lugar. Solamente en el caso de Seti I y Ramsés II los mismos se preservaron en un recipiente separado, vaya uno a saber por qué desgraciado accidente pre o post mortem.
Los egipcios conocían por experiencia que la sequedad del desierto permitía la deshidratación de los cuerpos y la conservación. Así los habían preservado durante las primeras dinastías. Pero este proceso llevaba mucho tiempo. Entonces recurrieron a métodos químicos de deshidratación, utilizando el natrón (solución de carbonato de sodio con bicarbonato sódico, una mezcla extraída del lago Ued-en-natrum2, de donde deriva su nombre).
Los egiptólogos tenían dudas acerca de cómo era usado este natrón. El libro del historiador griego Herodoto, principal fuente explicativa (ya que hasta ahora sólo se encontró el Papiro de Bulaq, donde se comenta superficialmente el tema), no precisa si era usado en solución o en polvo. Hechas las experiencias, se demostró que al sumergir los cuerpos en solución de natrón la carne tendía a desprenderse. Esto explicaría por qué existen momias con una pierna y tres brazos. En caso de dejarlos sobre polvo el cuerpo se preservaba mejor, aunque disminuyendo su tamaño. Este paso demoraba exactamente setenta días. A continuación, los embalsamadores, después de lavar el cuerpo, introducían resina caliente a través del orificio por donde habían extraído el cerebro.
El interior del abdomen era rellenado con liquen, aserrín, telas impregnadas en resina y algunas cebollas, como las utilizadas en reemplazo de los ojos de Ramsés IV.
Hasta acá, la momia era una especie de suela dura y poco flexible. Lo que se hacía era semejante a la salazón de un cuero vacuno, para promover la deshidratación. Luego comenzaba el proceso de curtido. Se coagulaban las proteínas usando aceites de cedro y de comino, trementina, incienso, minerales y grasas animales.
Con la piel y el subcutáneo convertido en un cuero terso y flexible, llegaba el momento de rellenarlo y envolverlo para su largo viaje. Las cavidades se atiborraban con resina. La incisión abdominal era a veces suturada. Las mejillas se rellenaban con telas para darles un aspecto más rozagante y el cuerpo era pintado de rojo, en caso de ser hombre, y de amarillo azafrán si era mujer.
Los brazos se colocaban en distintas posiciones, de acuerdo con lo que habrían de llevar al más allá. Los monarcas, que portaban sus bastones de oro y piedras preciosas, los tenían cruzados sobre el pecho. Como muy pocos conservaron sus ricos atuendos, ni sostuvieron por mucho tiempo sus cetros (sustraídos por generaciones de ladrones de tumbas), quedaron en una pose algo ridícula. Otras momias presentan los brazos a los costados o con las manos sobre el pubis.
Completado el proceso, lo único que faltaba era envolverla en metros de lino3, cosa que llevaba casi dos semanas. Este paso se llamaba Ges y se completaba recubriendo la tela con una goma, según contaba Herodoto. En una momia se encontraron dos ratones que, probablemente ebrios por el incienso y el vino de palmera, quedaron atrapados durante el proceso de amortajamiento y se mantuvieron así por estos 3.000 años como polizones en un viaje hacia otra vida.
La riqueza del sarcófago y de la máscara mortuoria estaba en directa relación con la importancia del personaje en cuestión. Hostigados a lo largo de los siglos por ladrones de tumbas, las generaciones posteriores optaron por no redundar en despilfarros, guardándose el oro y las joyas para los vivos y dejando las maderas y las pinturas para los difuntos.
Tan viejas como la humanidad son las diferencias sociales. Todos los hombres nacen iguales (bueno, no todos) pero no todos mueren igual. Muchos egipcios no podían oblar tales ostentaciones y debían recurrir a embalsamamientos menos costosos. Aquí el acceso a la inmortalidad se hacía literalmente por la puerta trasera. Era la evisceración “per ano”. Por ese orificio introducían un líquido graso llamado enebro cade, dejándolo dentro de la cavidad abdominal, mientras el cuerpo se mantenía en natrón. Una vez retirado el tapón, a los setenta días, los contenidos abdominales disueltos escapaban por su vía natural.
Para aquellos que hoy llamaríamos pobres de solemnidad, se purgaba el cuerpo con un desinfectante vegetal, probablemente con alto contenido tánico, llamado Syrmala, y se depositaba el cuerpo en natrón para su desecación y ulterior entierro.
Como acompañantes del viaje hacia mejor vida, los egipcios solían llevar a sus mascotas: toros, perros, cocodrilos y gatos. En 1859 exploradores británicos encontraron un enterratorio con 300.000 felinos momificados. No en vano el utilitarismo de Jeremy Ben tham había nacido en Inglaterra, porque se llevaron a los rígidos felinos para ser utilizados como abono en la rubia Albión.
Hasta hace pocos años, la princesa Makare ofrecía un misterio de difícil solución. Esta joven noble, sacerdotisa y virgen (ordene usted estas virtudes según su escala de valores) había sido enterrada con la momia de una criatura. ¿Qué hacía ese niño en el sarcófago de la sacerdotisa virgen? ¿Quién era? ¿Por qué estaba con Su Majestad? ¿Un hermano? ¿O acaso el fruto de tentaciones carnales que deshonraron su existencia a punto tal de serle insoportable persistir en este mundo? Todo un enigma que la ciencia resolvió al estudiar a la criatura con rayos X. Para sorpresa de todos y alivio de la dama, era el esqueleto de un simio, mascota de la princesa virgen y sacerdotisa, que de esta forma recuperaba el buen nombre y honor digno de sus virtudes intactas.
Hacia el siglo XV Europa fue invadida por lienzos de momias egipcias que garantizaban la curación de cualquier herida o úlcera cutánea. Magnífico desinfectante, se cree que además de la poderosa sugestión de ser tratado como un faraón, un hongo crecido entre las vendas podría haber sido responsable del desarrollo de un antibiótico como el del Penicillum notatum. De allí su capacidad curativa, que los galenos medievales usaban sin saber de gérmenes ni antibióticos.
Si las telas que recubrían las momias tenían ese poder, los antiguos médicos elucubraron las posibilidades terapéuticas de las mismas momias. Se estableció entonces una interesante corriente comercial entre Egipto y las principales ciudades europeas. Las momias machacadas y disueltas en vino con miel garantizaban curaciones tan milagrosas como la ingesta de reliquias de santos católicos.
El tráfico fue tan intenso, y los requerimientos de tal magnitud, que pronto se quedaron sin momias para ofrecer. Por ende, estos precursores de los ejecutivos de laboratorios multinacionales estimaron que, después de todo, las diferencias terapéuticas entre una momia de tres mil años y otra de pocas semanas no podían ser tantas. ¿Qué mejor que hacer momias último modelo? Por pocos dracmas se conseguía un cadáver que era prontamente tratado con natrón, utilizando el método reservado para ciudadanos de segunda (léase el de la puerta trasera), procesado y secado al sol con ayuda del alquitrán, y de esta forma a las ocho semanas podían contar con una momia casi indistinguible de las de sus antecesores. Y si alguna diferencia subsistía, desaparecía prontamente al ser reducida la momia a polvo, ahorrando en embalaje y presentándose en forma ready for use.
Ambroise Paré, el célebre cirujano de la corte francesa, le desconfiaba al producto, y mucho más cuando de boca de su colega, Gilles de la Fontaine, se enteró de esta práctica engañosa. Sin embargo, su prédica no fue escuchada y este negocio, como tantos otros, llegó a su fin cuando el califa de Egipto, deseoso de compartir los réditos de sus sacrificados empresarios, recargó sus trabajos con pesados impuestos que les quitaron su merecida retribución por tan desagradable tarea. El comercio de las momias cesó, no por falta de efectividad terapéutica, sino por codicia gubernamental (¡y algunos necios sostienen que la historia no se repite!).
Cuando los franceses comenzaron a interesarse en el arte egipcio, más allá de usarlo como blanco de sus cañones (Napoleón apuntaba a la nariz de la Esfinge para calibrar sus armas) y Champolion descifró el misterio de los jeroglíficos en la Piedra Roseta, se enteraron de las terribles maldiciones que podían caer sobre aquellos que perturbasen el sueño de sus momias, advertencias destinadas a espantar a generaciones y generaciones de ladrones de tumbas. La historia se ha cansado de demostrarnos que suculentas ganancias son un estímulo poderosísimo para correr los peores riesgos.
La maldición más conocida tuvo como víctima a lord Carnavon, financiador de la expedición de Carter, que descubrió uno de los pocos recintos reales todavía intactos, la famosa tumba de Tutankamón. Dicen que no menos de 16 personas murieron en forma misteriosa después de haber tenido contacto con el faraón4. Algunos inculparon a un antiguo virus olvidado por los tratados de microbiología que retornaba después de 3.500 años de sueño egipcio a vengar el perturbado reposo del monarca.
Sin embargo, hubo una momia poco conocida, pero particularmente vengativa, responsable de la muerte de 1.522 personas. En 1912 fue embarcada hacia América, como un pasajero más del Titanic.
1 Canope: almirante egipcio que condujo a Isis y Osiris en su viaje a la India. Fue elevado a la categoría de Dios.
2 Ubicado entre El Cairo y Alejandría.
3 Se usaban entre 1.000 y 1.500 metros.
4 No así Carter, que sobrevivió varios años más.
EL PRIMER MAUSOLEO SE HA PERDIDO
What’s past and what’s to come
is strew’d with husks
and formless ruin of oblivion.
W. Shakespeare, Troilus and Cressida
El rey Mausolo de Caria murió en el año 353 anterior a nuestra era. Su esposa Artemisa, dolida por su pérdida, construyó un enorme enterratorio en Halicarnaso, sobre la costa sudoeste de la actual Turquía. Artemisa era tan devota de su querido cónyuge que bebió sus cenizas disueltas en vino. De esta forma los dos se rían uno.
Los romanos conquistaron Caria un siglo más tarde y llamaron “mausoleo” a esta tumba notable, nombre que pasó a la posteridad como sinónimo de edificio funerario. De este enterratorio, que fue una de las siete maravillas de la Antigüedad, nada ha quedado.
Cuando los turcos invadieron la zona hacia el año 1400 se apoderaron de grandes piezas de este monumento. No fueron los únicos que asistieron a su destrucción. Los caballeros hospitalarios de San Juan construyeron el Castillo Petronium, en Bodrum (nombre actual de Halicarnaso), haciendo uso de las piedras de la antigua maravilla.
En el siglo XIX los ingleses se llevaron lo poco que quedaba al Museo Británico, donde hoy se puede ver la enorme estatua de Mausolo y Artemisa, la pareja cuyo amor venció a la muerte y al olvido, aunque poco pudo contra el desinterés, la desidia y la codicia de los hombres.
LA GUERRA POR UN CADÁVER
Alejandro Magno, 356-323 a. C.
Me estoy muriendo con la asistencia de demasiados médicos.
Alejandro en su lecho de muerte
Alejandro Magno, antes de comenzar su campaña a Persia, se detuvo en Ilión, nombre de la antigua Troya, para rendirle homenaje a Aquiles, que según la tradición se hallaba allí enterrado.
“Oh, joven afortunado, que has tenido a un Homero como heraldo de tus hechos heroicos”, exclamó. Alejandro no tuvo esa suerte, mucho de lo que de él se sabe proviene de los escritos de coetáneos —Aristóbulo, Tolomeo y Nearco— cuyos textos nos han llegado incompletos. Fue Plutarco, doscientos años después, quien comparó a Alejandro con Julio César.
Al morir, Alejandro dejó un imperio, pero a nadie que lo gobernara. Tenía un hijo ilegítimo, Heracles, y su compañera Roxana dio a luz un niño poco después del fallecimiento de Alejandro. Todos murieron víctimas de intrigas políticas y el imperio se dividió entre sus generales, que pretendieron continuar la gesta de Alejandro.
De allí la importancia de conservar el cadáver del líder como fuente de legitimización, circunstancia habitual en el mundo griego. Su cuerpo conservado en miel fue conducido por Tolomeo a Egipto, más precisamente a Menfis, donde debía ser sepultado cerca del oasis de Siwah, porque Alejandro era considerado por los egipcios como hijo del dios Amón. Arrideo fue el encargado de transportarlo en una fastuosa carroza. Pero Pérdicas, el hombre fuerte de Babilonia, ordenó el desvío hacia Agigai, lugar tradicional de enterramiento de los monarcas macedonios. Al sepultar a Alejandro junto a su padre Filipo se hubiese reforzado la idea de un imperio dominado por macedonios, que constituían la parte más importante del ejército. Pero Tolomeo, jerarca de Egipto, no quería perder este cadáver, fuente del aura carismática que brota de los muertos ilustres.
En Siria, Tolomeo esperó el cortejo fúnebre frente a un ejército y se apoderó, no sin pelea, de los restos de Alejandro. Ésta fue la excusa perfecta para que Pérdicas declarara la guerra a su antiguo compañero.
En el año 321 a. C. Pérdicas marchó hacia Egipto con el único objetivo de apoderarse del cadáver de Alejandro. Mientras tanto, Tolomeo condujo al cortejo fúnebre hacia Menfis y después fue llevado a Alejandría, donde se estableció un culto local al fundador de esa ciudad. Para este nuevo dios, Alejandro, construyó un regio mausoleo, donde no sólo se enterró al emperador sino a todos los reyes de la dinastía de Tolomeo, que de esta forma adquirían frente a sus súbditos la ascendencia divina propia de un faraón.
La campaña de Pérdicas resultó un fracaso. No pudo cruzar el Nilo y a poco fue asesinado por sus propios hombres. De esta forma, Tolomeo conservó el cadáver de Alejandro y la suya fue la única dinastía de los generales macedonios que subsistió por siglos, hasta que la hermosa Cleopatra VII Filopater —esposa del César y amante de Marco Antonio— murió despechada, víctima de la picadura de un áspid.
La tumba de Alejandro se ha extraviado. Nadie sabe en qué lugar se encuentra este panteón, donde el cuerpo del conquistador yace en un féretro de oro y cristal5. Hoy este cadáver, por el cual sus generales se enfrentaron en una guerra sin cuartel, probablemente se halle en el fondo del mar, descansando de su glorioso pasado.
5 Hasta el año 2005 se habrían hecho ciento treinta y un intentos para ubicarlo.
MORIR COMO UN ROMANO
Que la tierra te sea leve.
Frase con la que los romanos despedían a sus muertos
Cuando una bala golpeó la cabeza del general Mitre durante el sitio de Buenos Aires, con la cara bañada en sangre y sostenido por su edecán (que por una de esas cosas de la vida era el sobrino de Juan Manuel de Rosas), exclamó: “Quiero morir de pie como un romano”.
Mitre no murió entonces, sino que tuvo la suerte de hacerlo muchos años más tarde. De todas maneras, la frase quedó sin que pueda saberse de dónde había sacado el general esta idea sobre que los romanos morían de pie, algo que, por otro lado, raramente ha cían.
Los romanos cultivaron algunas costumbres funerarias que han llegado hasta nuestros días. Muchos de estos ritos tuvieron su origen en los griegos. La misma palabra cementerio en griego significa “lugar para dormir”. En varias civilizaciones es común la asociación entre la muerte y el sueño; de hecho, para los griegos Hipnos, el dios del sueño, es hermano de Tánatos, el dios de la muerte, ambos hijos de la Noche y Erebo. Mientras que a Tánatos lo representaban como un hombre salvaje y barbado, su hermano, el sueño, era un adolescente de gracia inquietante. Según los griegos y los romanos, los espíritus de los muertos viajaban al mundo subterráneo del Hades, donde corrían los cuatro ríos: Styx, Achéron, Cocyte y Phlegethon. Caronte era el barquero encargado de llevar las almas de los muertos a través de estos ríos. En el Hades se juzgaban los méritos del difunto. Los justos podrían gozar eternamente de los deliciosos Campos Elíseos, mientras que los condenados eran precipitados al Tártaro, donde serían quemados o, en su defecto, sometidos a prolongadas torturas, como la de Tántalo, condenado a levantar una piedra eternamente por osar desafiar a los dioses.
Las almas no podían alcanzar los Campos Elíseos si antes no eran enterradas. En caso de que el occiso hubiese muerto lejos de su hogar, los deudos construían un cenotafio donde reemplazaban al cuerpo del difunto por un monumento al que llamaban coloso.
Antes del entierro el cuerpo era lavado (tarea sólo permitida a las mujeres mayores de sesenta años), perfumado, cubierto de flores y vestido de blanco en un sudario (endyma) y dispuesto sobre una gruesa manta (stroma) para presentarse ante el juez que valoraría sus actos. Éste se llamaba Cerbero, representado muchas veces como un perro (de allí el cancerbero). En el caso de los romanos, vestían al muerto con una toga púrpura. Solían además colocar una moneda en la boca del muerto o sobre sus ojos, el danake, con el que pagaban el óbolo al barquero Caronte.
La exposición del cuerpo (llamada prótesis entre los griegos) tenía lugar en el hogar del difunto el día posterior al deceso. El cadáver se colocaba sobre una armazón de madera en la que se preparaba la cama (kline). Según Plinio, era costumbre entre los romanos conducir el cadáver hacia su sepultura con los pies hacia adelante (costumbre que de una forma u otra continúa hasta nuestros días). Una vez velado, el cuerpo era transportado al enterratorio. Los funerales griegos duraban tres días, mientras que los romanos podían prolongarse hasta una semana.
El cortejo fúnebre (o pompé) estaba precedido por músicos seguidos por las lloronas, que con fuertes gritos expresaban el dolor por la pérdida del ser querido. Esta imagen de la mujer llorando —la pleuresse, como le dicen los franceses— se ha prolongado en el arte mortuorio. No era extraño que algunas de las lloronas romanas fuesen además prostitutas —las bustuariae— que de noche tenían la costumbre de ofrecer sus servicios entre las mismas tumbas que habían frecuentado horas antes. Eros y Tánatos en su máxima expresión.
Los invitados al entierro asistían a un banquete luego de la inhumación, costumbre que los romanos llamaban refrigerium y que solía durar varias horas.
De no cumplir con estos ritos, los familiares serían castigados por los lemures, sombras fantasmagóricas de los muertos errantes. El entierro era un derecho de todos los ciudadanos, que como cualquier otra actividad humana se convirtió para los romanos en un acto legal asentado en sus códigos.
Además de enterrar a sus muertos, los romanos también solían cremarlos y guardaban sus cenizas en lugares llamados columbarii (palomares), término que aún se usa para denominar a los edificios donde se conservan las cenizas de los difuntos.
Una vez inhumada la persona, ingresaba al culto privado de los manes, los dioses del hogar. Dos fiestas del año romano se consagraban a ellos; una, la parentalia, en febrero (para los romanos el último mes del año), momento propicio en que las almas volvían a la tierra. En esas fechas se suspendía toda actividad para permitir la libre circulación de estos espíritus. Las familias aristocráticas solían usar en esta oportunidad caretas de cera, hechas con la máscara mortuoria de sus ancestros. De esta costumbre proviene el carnaval, un rito funerario lúdico, donde los enmascarados se identifican con los muertos en su rol de reprimenda y bendición.
La otra fiesta era los días de lemuria, en mayo, cuando las almas visitaban las casas de sus parientes. Entonces el pater familia cumplía un rito donde enunciaba nueve veces “Manes exite paternis”. Caminando descalzo y sin volverse, el padre lanzaba hacia atrás habas negras contra los lémures con la finalidad de apaciguar a los muertos y neutralizar su peligrosa invasión. Acompañaba estas palabras levantando el dedo medio (al que llamaban impudicus o infamis) expresando así el desprecio hacia estos espectros invasores. Vemos entonces el origen de muchas de nuestras costumbres, aun las menos elegantes, mientras otras se han perdido y algunas han llegado a nosotros transformadas por los usos cristianos.
Dos mil años más tarde, la muerte de los seres queridos sigue creando entre nosotros tanto desasosiego como lo hacía entre los hombres y las mujeres de este imperio perdido, que ha subsistido entre nosotros a través de leyendas, mitos, costumbres y ritos.
MORIR COMO UN ROMANO II
Y como se sabe, cada muerto tiene su apropiador.
Hernán Brienza, El Loco Dorrego
La protección de los sepulcros en Roma estaba garantizada por la ley, ya que los consideraban propiedad de los dioses. Toda agresión al monumento mortuorio era castigada. El robo de cadáveres (Extrahere corpis) o la profanación del mismo (Spoliare cadaveris) se sancionaban con las penas más severas, incluso con la muerte. Para los romanos, como para casi todos los pueblos de la Antigüedad, la tumba era un lugar sagrado, el sitio donde el cielo y la tierra se tocaban. La palabra sanctus viene de sancire, que significa delimitar. El sanctio de los romanos era la demarcación los lugares sagrados para protegerlos del contacto profano, como hoy hacemos con nuestras iglesias.
Además del valor simbólico que los romanos daban a los enterratorios, éstos también tenían una jerarquía política. El ejemplo más destacado fue el de Julio César (100-44 a. C.), muerto violentamente durante los idus de marzo. Su muerte significó un brusco corte en el sistema político vigente. El asesinato del César no suscitó ningún júbilo entre el pueblo, al contrario, éste se mantuvo a la expectativa de los acontecimientos. Había temor e inseguridad.
En un primer momento, los conspiradores se hicieron dueños de la situación. Muchos esperaban que obrasen en forma vengativa. Marco Antonio, segundo de César, se vistió como esclavo para poder huir de la ciudad, pero no fue necesario ya que los conspiradores actuaron con benevolencia. Durante las primeras 24 horas se limitaron a permanecer en el Capitolio, mientras Marco Antonio organizaba el entierro del César. Cinco días más tarde se montaba un espectáculo funerario muy del gusto de la plebe. Durante el sepelio se leyeron las actas testamentarias de Julio César. Suetonio recuerda que al ser anunciada la fecha de los funerales se levantó una pira en el Campo de Marte, junto a la tumba de Julia, la hija que César tanto amara. Dentro del templo de Venus Genetrix se instaló un lecho de marfil y a la cabecera se lucieron las vestiduras del César aún manchadas de sangre. Durante los juegos fúnebres se cantaron algunos versos escogidos especialmente, como El juicio de las armas de Pacuvio: “¿Acaso los salvé para que se convirtieran en mis asesinos?”, decía en franca alusión a los asesinos del César. Todos ellos, menos Brutus, habían sido capturados por pertenecer a la facción de Pompeyo, y en lugar de ser ejecutados habían sido perdonados por César y favorecidos con puestos públicos.
Marco Antonio hizo conducir el cadáver al foro y exponiéndolo como estaba, con las heridas abiertas, pronunció un discurso en el que recordaba las grandes acciones de Julio César. “Sólo tú saliste invicto de las luchas con todos los adversarios. Tú has sido el único que has vengado a tu patria ultrajada, al poner a sus pies las tribus salvajes que incendiaron Roma.”
La muchedumbre agitada ante la descripción del asesinato se enfureció al punto de salir en búsqueda de los magnicidas. Después se apoderaron del cuerpo de César. Algunos quisieron conducirlo a la estancia donde había sido asesinado, y otros al Capitolio, para allí quemarlo. Finalmente fue colocado en una pira en el Foro, donde se procedió a su cremación.
El cónsul Marco Antonio logró por medio de este rito mortuorio apropiarse del carisma del dictador muerto. En un momento de vacilación entre los conjurados, la influencia póstuma del César fue decisiva. Si ellos hubiesen arrojado el cadáver al río, borrando todo trazo del César en esta tierra, quizás otra hubiese sido la historia. Así lo reconoce Cicerón en su segunda Filípica, cuando le recrimina a Marco Antonio ese panegírico que desató la furia de la plebe contra los asesinos. Con esta maniobra Marco Antonio se convirtió en heredero del César, aunque éste nada le había dejado en su testamento. Su heredero fue el joven Octavio, el futuro Augusto, primer emperador romano. Durante el sepelio surgen dos sucesores: uno testamentario y otro simbólico ritual.
Después de vencer a los enemigos de Julio César, ambos herederos se enfrentaron entre sí. De la victoria de Octavio sobre Marco Antonio en Actium nacerá el Imperio, fruto del poder que emanó de esa tumba sagrada.
EMPERADORES PERDIDOS
La muerte de los emperadores representaba circunstancias muy especiales. Augusto, el primer emperador romano, recibió honores sin precedentes que finalizaron con su cremación pública en el Campo de Marte. Su esposa, Livia, con quien estuvo casado quince años, permaneció cinco días enteros frente a la pira funeraria, después de los cuales juntó los huesos de su esposo y los colocó en el mismo mausoleo que ella ocuparía años más tarde. Terminada la ceremonia de la cremación pública, Livia presidió un banquete en el Palatino que duró tres días.
Al igual que Julio César, Augusto fue deificado después de muerto. Livia ordenó construir el templo al Divino Augusto y ella misma se convirtió en su máxima sacerdotisa. A un hombre que dijo haber visto a Augusto subir a los cielos le concedió un millón de sesterces, una cifra extraordinaria, ya que un legionario ganaba sólo novecientos sesterces al año. Al morir Livia quince años más tarde, el Senado decretó que todas las mujeres del imperio deberían observar un período de luto, para honrar a dama tan distinguida.
Considerando que el Foro yace en ruinas y los mausoleos de Augusto y Adriano han sido modificados tantas veces que casi nada queda de su inicial esplendor, causa asombro que la columna de Trajano siga en pie después de dos mil años de guerras, saqueos e invasiones. Ésta se encuentra en el foro de Trajano, cerca del Quirinal. En él se exhiben más de 2.500 figuras a lo largo de 220 metros, en dieciocho tambores de mármol de Carrara, narrando las proezas de este emperador en su lucha contra los dacios (que ocupaban el actual territorio de Rumania). La parte inferior relata la primera guerra (100-102 AD) y la superior el segundo conflicto (106-107 AD). El último bloque retrata a los dacios abandonando sus tierras ante el imbatible avance de sus enemigos, derrotados en las batallas, pero no en su honor. La obra fue dirigida por Apolodoro de Damasco.
En el año 113 de nuestra era el monumento que ocupaba el ápside de la columna de cuarenta metros honraba la memoria de Trajano (53-117 AD), que aparece más de sesenta veces retratado y cuyas cenizas fueron aquí atesoradas junto a las de su esposa Plotina en una urna de oro. Sin embargo, ni Trajano ni Plotina se encuentran en esta tumba épica.
Los comentarios de Trajano sobre la guerra contra los dacios se han extraviado y si no fuera por algunos escritos laudatorios de Plinio, poco se sabría de este emperador guerrero, que para colmo fue reemplazado por San Pedro6 en esta columna, paradójico recuerdo de sus glorias olvidadas.
6 La imagen del emperador fue reemplazada por la de San Pedro en 1588, siguiendo las instrucciones del papa Sixto V.
“RECUERDOS” SACROS
Los cuerpos de los santos, mártires y otros que viven ahora con Cristo, cuerpos que eran miembros y templos del Espíritu Santo, que un día se levantarán por Él y serán glorificados en la vida eterna, deben ser venerados por los creyentes;
Dios da muchos beneficios a los hombres a través de ellos.
Concilio de Trento
Una reliquia es una parte del cuerpo de un mártir o santo atesorado como recuerdo de su permanencia entre nosotros. Durante la Edad Media no sólo tuvieron valor religioso, sino que aseguraban bienestar para el espíritu, además de sanación para el cuerpo. A comienzos del siglo XVI, el monje agustino Martín Lutero, en su Tratado de reliquias se opuso a las Indulgencias y a la idolatría que aparejaban las mismas, pues en torno a ellas giraba un próspero negocio del que se beneficiaban monasterios, órdenes religiosas, señores feudales y regiones enteras de Europa.
Diversos concilios intentaron poner coto a estas especulaciones mortuorias y exageraciones rayanas con el paganismo. “Destiérrese absolutamente toda superstición en la invocación de los Santos, en la veneración de las reliquias y en el sagrado uso de las imágenes”, aclaraba el Concilio de Letrán en 1563.
Casi desde su concepción como Iglesia y siguiendo la tradición judía, los primitivos cristianos trataron de conservar restos, utensilios o ropas de aquellos que rodearon a Cristo o continuaron su palabra. Un recuerdo imperecedero siempre necesita amarrarse a algo concreto. Santa Elena en el año 326 viajó a Tierra Santa y recuperó la Santa Cruz, la corona de espinas, la túnica de Nuestro Señor y el velo de la Verónica. Todas estas reliquias y muchas más de inconmensurable valor fueron llevadas a Constantinopla. En esta ciudad también se encontraban los restos del apóstol San Andrés, el evangelista Lucas y San Timoteo, primer obispo de Éfeso, entre muchos otros beatos y santos. Desde allí los obsequios, los robos y las guerras se encargaron de diseminarlos por el mundo, y la codicia de los hombres, de multiplicarlas como los panes y los peces. Porque se conocieron no menos de cuarenta sudarios y treinta y cinco clavos de la Verdadera Cruz. En el año 638 esa cruz descubierta por Santa Elena fue nuevamente robada por los infieles y recuperada por los cruzados. Los ejércitos cristianos se aglutinaron a su alrededor durante la batalla de Hatin. Pero la sed y Salatino fueron más. La Cruz7cayó una vez más en manos musulmanas. Uno de los jeques de Salatino la ató a la cola de su caballo al entrar en Damasco. Hoy quedan pocos restos de ella en la iglesia Santa Croce in Gerusalemme, de Roma. Muchas otras partes están diseminadas por el mundo, sin que nadie pueda saber si pertenecieron o no a la Santa Cruz.
Durante el Medioevo la Iglesia se lanzó a una frenética búsqueda de estas santas reliquias, prestándose a excesos y falsedades en este “tráfico de órganos” beatificados, casi la única fuente de curación en una medicina que había perdido los refinamientos de los griegos y egipcios. San Agustín, obispo de Hipona, sostenía que todas las enfermedades eran causadas por los demonios y la única forma de removerlos era con la fe, auxiliada ésta por los restos de santos. La gravedad de la dolencia obligaba a veces al recurso extremo de ingerir dichas reliquias, como de hecho se hacía.
Tales costumbres condujeron a un trascendental mercado de huesos, cabellos, corazones y otras partes de la anatomía, con cotizaciones en alza o baja según los milagros atribuidos a tal o cual objeto de veneración.
Poseer una de esas reliquias era casi obligatorio para cualquier templo. En el año 787, un Concilio General había decretado: “Si a partir de hoy se encuentra a un obispo consagrando un templo sin reliquias sagradas será depuesto como trasgresor de las tradiciones eclesiásticas”. De una forma u otra, la Iglesia estaba propiciando la falsificación de reliquias o la aparición de mártires de dudosos antecedentes. Según el Depositium Martyrum en el año 354 se honraban cincuenta y dos víctimas de las persecuciones religiosas. Setenta años más tarde la cifra se elevaba a ciento treinta mártires sin que se hubiesen registrado más persecuciones a lo largo de ese tiempo. Esta multiplicación de santos se debía a la necesidad de contar con reliquias para las nuevas iglesias. Las basílicas y catedrales aumentaban su jerarquía y su atractivo de peregrinación cuantas más poseían. Las reliquias eran uno de los pocos estímulos para arriesgar el pescuezo en esa época, donde pocas razones invitaban al turismo (que siempre era de aventura).
El robo de San Marcos, reproducción de la obra de Tintoretto.
Cualquier monarca o noble que se preciase de tal debía poseer varias piezas santas en su colección, para su mayor gloria y la de su corona. Después de la toma de Constantinopla, los precios de estos objetos de devoción se multiplicaron, no por escasez sino por exceso de demanda. Cualquier método se convirtió en válido para obtenerlos.
Los mercaderes de Venecia dicen haber robado a San Marcos, aunque su traslado pareció más una transacción comercial que una sustracción premeditada. Hacia el año 827, Venecia, prominente ciudad comercial, sólo contaba con las reliquias de un santo de escasa fama, San Teodoro. Como el califa de los sarracenos, que había tomado Alejandría, amenazaba con destruir las iglesias católicas para construir un suntuoso palacio, los mercaderes venecianos ofrecieron a los sacerdotes egipcios trasladar a su ciudad el cuerpo de San Marcos, que corría riesgo de ser profanado a manos de los infieles. Para no despertar sospechas cambiaron el cuerpo del santo por otro cadáver menos milagroso y durante su salida de Egipto recubrieron la reliquia con jamones, alimento que causaba repugnancia en los sarracenos. Al inspeccionar la carga en la frontera, los aduaneros exclamaron: ¡Kanzir! ¡Kansir! (cerdo, cerdo), sin continuar examinando el contenido. Una vez en Venecia, los restos se ocultaron en un lugar secreto de la capilla del Dux. En el año 976, durante una revuelta, el Dux fue asesinado y la capilla incendiada. San Marcos pareció extraviado para siempre, hasta que al concluirse la nueva iglesia en su honor, reapareció el famoso sarcófago. Según algunos, el propio Marcos sacó un brazo de su tumba para indicar dónde se encontraba. Desde entonces Venecia es San Marcos y San Marcos es Venecia, aunque su historia no termina ahí, ya que los coptos en Egipto han reclamado por siglos su parte del santo sustraído. Por intermedio del papa Paulo VI, el obispado de Alejandría pudo contar con una porción de San Marcos, que viajó en avión el 24 de junio de 1968. Lo curioso del caso es que los venecianos jamás abrieron la sepultura del santo para esta beata devolución. Cabe preguntarnos qué le habrán devuelto los venecianos a los pobres coptos. Pero no fue ésta la única historia de robos sacros institucionalizados…
Los marinos de Bari, también ansiosos por tener un santo a la altura de sus riquezas, se lanzaron contra la ciudad de Mira para recuperar los restos de San Nicolás, 775 años después de muerto y mil años antes de que éste se convirtiera en Santa Claus. A pesar de cierta resistencia, los italianos pudieron llevarse los restos del santo hasta las naves, asistidos —según ellos— por la bendición de Nicolás, que allanando las dificultades en forma milagrosa consentía su traslado.
Conflictos armados, acuerdos diplomáticos, nupcias reales, regalos empresariales o simplemente robos eran la forma en que estas reliquias cambiaban de mano. Ejércitos conducidos por reyes, nobles y caballeros cruzaban el medio mundo conocido, dispuestos a recuperar algún santo recuerdo. San Luis de Francia trajo de Tierra Santa la corona de espinas de Nuestro Señor Jesucristo y construyó la Sainte Chapelle para albergarla. Pagó mucho más por estas espinas que por todo el edificio donde se la venera.
Otros no fueron tan afortunados y debieron conformarse con algunas plumas del arcángel Gabriel o con el aguamanil que utilizara Jesús durante las bodas de Caná (estos dudosos recuerdos santos eran parte de la colección de Andrés II de Hungría), además del prepucio de Cristo, leche de la Virgen, cabellos de Noé, escamas del leproso curado por Cristo y otros elementos de incierta procedencia y dudosa jerarquía. Semejantes sinsentidos obligaron a Roma a regular su práctica a través del Concilio de Letrán y el dogma De Pignoribus Sanctorum, por el cual se establecían severas pautas para declarar el estado de santidad.
Cada parte de la anatomía de los santos adquiría diferente cotización. Encabezaba la lista, como no podía ser de otra forma, la cabeza. Le seguían los brazos y las piernas. Menos buscados eran los dedos y los dientes. Las reliquias reemplazaban a las acciones, los títulos y los bonos en un mundo sin Bolsa de Valores.
En caso de ser un santo relevante, las partes podían subdividirse. La cabeza de San Juan Bautista, que tantos desvelos danzantes le ocasionara a Salomé, terminó con la cara en Amiens, su calota en Rodas, la nuca en Nemours, el cerebro en Nugent le Retron, la mandíbula en Besançon y un pedacito de oreja en Saint Flour en Auvergne.
San Hugo de Lincoln peregrinó a Saint Maximin la Sainte Baume, en el sur de Francia, para venerar los supuestos restos de Santa María Magdalena, y mordió dos pedazos del brazo de la Santa, con la sana intención de llevarse a casa un souvenir. Cuando le llegó el turno de presentarse ante el Creador, San Hugo fue prontamente decapitado después de muerto para que sus reliquias sufriesen un rápido aumento en la cotización eclesiástica.
Durante la Reforma las reliquias sufrieron una merma de valores, ya que Lutero veía en ellas un remedo de prácticas paganas y un vil negocio, fuente de enriquecimiento ilícito por parte de inescrupulosos merodeadores que rapiñaban las catacumbas. Después de todo, para Lutero no hacían falta intermediarios ante el Señor.
En Inglaterra, Enrique VIII, siguiendo la prédica luterana y en su afán de cortar todo tipo de lazo con Roma, redujo el número de reliquias comenzando con los restos de San Thomas Becket. El cuerpo del santo fue quemado. En algún momento, el libidinoso monarca, trastornadas sus facultades por los estragos que hacía la sífilis sobre su cerebro, jugó con la peregrina idea de juzgar los huesos del santo por ofensas a la corona que había cometido cuatrocientos años antes. Quizás concibió la parodia como una maniobra para cohibir a su canciller Tomás Moro, en el que adivinaba la intención de emular a su antecesor. No hizo falta montar esta farsa. Apresado y recluido en la Torre de Londres, Santo Tomás fue ejecutado meses después, por no estar dispuesto a aceptar a Enrique VIII como jefe de la Iglesia Anglicana. “Fiel servidor del Rey, pero mayor del Señor” fueron sus últimas palabras, antes de que su cabeza rodara sobre el patíbulo. Ésta fue expuesta en una pica en el Puente de Londres. Su hija, para evitar tal ignominia, sobornó a los guardias con intención de recuperarla pero fue apresada en el intento. A su muerte llevó lo que quedaba de su padre a su propia tumba. Como mártir de la Iglesia Católica, Santo Tomás fue elevado a los altares. En 1824, su sepulcro fue abierto y expuesta su cabeza en la Catedral de Canterbury. Hoy Santo Tomás Moro es el patrono de los políticos, actividad que seguramente ha de suscitarle más de un dolor a su cabeza cercenada.
También intentó Enrique VIII hacer desaparecer los restos del rey Eduardo Mártir, pero advertidos sobre el ilícito, los monjes escondieron los restos del santo monarca. Éstos permanecieron ocultos por casi quinientos años hasta 1931, cuando fueron accidentalmente desenterrados por un jardinero. El dueño de las tierras donde se erigía el antiguo convento murió veinte años después, dejando a su descendencia esta santa herencia. Los deudos no se pusieron de acuerdo sobre qué destino dar a las reliquias, por lo que durante más de treinta años estuvieron hospedadas en la caja fuerte del Midland Bank esperando cristiana sepultura.
La intención de acumular reliquias llegó durante la Edad Media a extremos insospechados. En el Diccionario crítico de reliquias e imágenes religiosas, Collin de Plancy (1793-1887) dice haber encontrado ocho brazos de San Blas, treinta y dos dedos de San Pedro, once piernas de San Matías, diez cabezas de San Léger y tres cuerpos de Santa Agnes. Henri de Richard, en su libro sobre reliquias, al referirse a la cantidad de cápsulas que dicen contener leche de la Virgen, afirma, quizás exageradamente, que con todo eso bien podría hacerse un camembert.
Sin ir tan lejos, ni con tan aristocráticos antecedentes, la humilde aldea que era Buenos Aires se vio adornada por múltiples reliquias. Las más destacadas fueron las que Carlos III donara a los monjes recoletos a principios del siglo XVIII, hoy expuestas a las puertas de la Iglesia del Pilar. Cráneos, tibias, falanges y rótulas se despliegan en el trabajado altar, albergando restos de San Pedro, Santa Marta, Santo Tomás, Santiago Apóstol y una constelación de santos y mártires generalmente ignorados por los habitantes de Buenos Aires, que sí recuerdan y homenajean con flores los restos de la Madre María en la Chacarita. La señora de Subiza (nombre de la Madre María) creía firmemente en la transmutación de las almas de cuerpo en cuerpo hasta adquirir la perfección necesaria que les abriese las puertas del Paraíso. Su prédica (siguiendo los lineamientos de su maestro, Pancho Sierra), sus beneficencias y las supuestas curaciones (que le costaron un juicio por ejercicio ilegal de la medicina) fueron las causas de un mito popular que ha convertido su tumba en lugar de peregrinación por su fama curadora. La fe cura. Sea a través de Cristo o con la intermediación de santos o beatos, sea a través de escapularios, reliquias o de huesos de animales.
Los restos de Santa Rosalía de Palermo fueron objeto de especial veneración, dados los milagros que los devotos le atribuían: sanaciones, concesiones y gracias por los rezos que a ella dedicaban. Cuando se estudiaron sus huesos detenidamente se llegó a la conclusión de que no pertenecían a la santa en cuestión, sino a un rumiante, del género capra hirsutis. Eran, en definitiva, las reliquias de una santa cabra.
7 La proliferación de cruces hizo suponer que habría más de una. Sin embargo Renault de Fleury estudió las existentes y perdidas. Según él, la suma de todas estas partes del ‘‘rompecabezas’’ teológico apenas completa una cruz.
SANTOS ROBADOS
Furta sacra
El robo de reliquias durante la Edad Media fue una lucrativa actividad que, si bien no contó con el apoyo de la Iglesia, sí gozó de cierta tolerancia para su ejecución. He aquí una breve reseña de algunos santos perturbados en su eterno reposo durante esta furta sacra, como dio en llamarse a esta sustracción sistematizada de reliquias.
- Las aviesas intenciones del archidiácono Rufus de Turín fueron castigadas al caer muerto mientras intentaba hurtar un dedo del disperso San Juan Bautista.
- San Marcelino fue sustraído de su tumba en Roma por uno de los ladrones de reliquias más conocidos durante la Edad Media, Deusdona. Éste vendió las reliquias al abate Einhard, ávido coleccionista que atesoró los divinos restos en el convento de Helingenst, junto a otras partes y porciones de santos y mártires, convirtiendo al monasterio en obligado centro de peregrinación.
- Santa María Magdalena murió en Provence, al sur de Francia, adonde había viajado huyendo de las persecuciones religiosas. Desde allí, de forma poco clara (no podemos desechar procedimientos non sanctos), fue conducida a Vézelay y ubicada en la cripta de Saint Maximin la Sainte Baume, donde todavía se encuentra en exposición.
- Los restos de San Pantaleón, mártir de Nicomedia, fueron comprados por el abate Ricardo de Saint Vanne a un soldado que los había sustraído durante el saqueo de Commercy.
- Las reliquias del papa San Sebastián I fueron hurtadas por un monje de Trani en 1160.
- Al romántico San Valentino, un sacerdote de Jumièges le robó la cabeza en Lazo para su posterior exposición. El resto del santo yace en Dublín.
¿Que tienen en común Rusia, Grecia, Escocia y la esclavitud? Es simple: ¡San Andrés!
San Andrés fue uno de los doce apóstoles que predicó en Grecia, el Mar Negro y el Cáucaso. Fue el primer obispo de Bizancio y murió en Patras de Acaya, hoy Grecia. La tradición cuenta que fue crucificado en una cruz en forma de “X” (crux decussata), sin clavos, amarrado. En esa incómoda posición y a lo largo de dos días estuvo predicando la palabra de Dios. Su cadáver fue trasladado por orden de Constantino a Constantinopla. ¿Cómo llegó a Escocia? San Regulus tuvo un sueño donde Dios le ordenaba llevar los restos del Santo al “fin del mundo”. Regulus tomó —debería decirse sustrajo— un diente, el radio, la rótula y algunos huesos de la mano de San Andrés. No sin pasar por desventurados episodios, llegó a Escocia, lugar que Regulus consideraba, en su limitado discernimiento geográfico, “el fin del mundo”. En Ara construyó una iglesia, que pronto fue lugar de peregrinación. Las reliquias parecen haberse extraviado durante la Reforma. La cabeza del santo fue trasladada a Roma en 1462 después del saqueo de Constantinopla y colocada en la Basílica de San Pedro. En 1969 Paulo VI le entregó a la comunidad escocesa unas reliquias de San Andrés que se atesoran actualmente en la Catedral de Santa María, Edimburgo, mientras que otras se guardan en Patras, lugar donde fue ejecutado.
La cruz en forma de X inspiró la bandera de Escocia —o de San Andrés—. De allí pasó a la Union Jack inglesa y a la bandera confederada de los Estados Unidos durante la guerra de Secesión. San Andrés jamás debe haberse imaginado que el símbolo de su inmolación por el cristianismo y su amor a la humanidad podría pertenecer a una nación conquistadora o a otra que defendió la esclavitud como institución y que perdura en los actos del Ku Klux Klan.
Éstas son algunas historias de santos robados. Llamará su atención que muchos de los sustractores eran sacerdotes, algunos de ellos reconocidos devotos. No veían en ello mal alguno, porque decían que el santo, al permitir su traslado, consentía el acto. En caso de no ser así, de una forma u otra el santo haría conocer sus deseos. Si no, miren cómo terminó sus días Rufus de Turín.
SANTOS INCORRUPTOS
Polvo eres y al polvo volverás.
Génesis 3:19
Muy pocos son los que escapan de esta condena bíblica. Porque algunos, con olor a santidad y vidas ejemplares, perseveran incorruptos entre nosotros. Desde la Antigüedad hubo pueblos que por cuestiones religiosas intentaron conservar nuestros despojos mortales incólumes con rudimentarios métodos de embalsamamiento. No sólo los egipcios se destacaron en este arte. Los incas, los lamas tibetanos, los japoneses, ciertos pueblos de Dinamarca y Siberia mantuvieron a sus muertos listos para reencontrarse con su alma.
A veces los factores climáticos los asistieron —el calor seco, las tierras salinas, espacios sometidos a irradiaciones, el frío y ciertas enfermedades— para ayudar a mantener los cuerpos en un estado de conservación semejante al que presentaban en vida. Y digo semejante, porque esas momias frías y secas sólo eran tristes remedos de glorias pasadas. Las causas de muerte asisten en la preservación de enfermos deshidratados y emanciados mejor que los que mueren por infecciones. En las zonas pantanosas del norte de Europa, el agua fría con alto contenido de á
