Matar al virrey

Miguel Betanzos

Fragmento

I

Venían de Angola, de Mozambique, de Guinea, de Senegal, después de atravesar el océano en bodegones mugrosos y húmedos en los que apenas había sitio para acurrucarse. Echados sobre tablones y ligados con hierros en los tobillos, los esclavos negros traídos por la fragata Elizabeth pasaban las horas hundidos en aquel hoyo infecto, hacinados como animales y revueltos entre la pesada oscuridad que inundaba la bodega. Mientras aguardaban el desembarco se removían entre los cadenajes, algunos se rascaban las sarnas, se despiojaban o disputaban algún trozo de pan arrojado por los cocineros. En la cubierta superior, bajo los aires fríos del otoño, don Antonio Velazco trataba los últimos detalles con el capitán del barco inglés. Como funcionario oficial del Virreinato del Río de la Plata, se le ordenaba registrar el cargamento, comprobar el buen estado de salud de los esclavos y sólo entonces firmar la autorización para el desembarco. Vestía un pomposo atuendo de oficial real, llevaba las manos a la espalda, el mentón erguido y hablaba con un acento tan engolado que semejaba uno de los actores del teatro de La Ranchería. A su izquierda, asomado al estrecho ventanuco de la bodega, su sobrino Augusto curioseaba los rostros de la negrada, sus magras estampas y sus pieles amorenadas y relucientes. Su mirada se cruzaba con aquellos ojos temerosos y ardientes que parecían espiarlo con un temor de fiera acorralada, mientras sentía los espesos vahos a catinga que emanaban desde el fondo. Era mediados de mayo y comenzaban los primeros fríos. El Elizabeth se mecía sobre el oleaje manso del río, anclado a una milla de la costa bajo un cielo que amenazaba con descargarse en tormenta de un momento a otro. Después de echar una mirada a los registros del barco, don Antonio Velazco hizo un gesto a su asistente, un cirujano oficial que llevaría a cabo la inspección sanitaria de los negros. ¿Está usted listo doctor?, le preguntó. Cuando Su Merced lo ordene, asintió el otro. Un minuto después ambos descendieron a la bodega seguidos del capitán, apretando las narices entre el amontonamiento de cuerpos sucios, enfermos, llenos de úlceras, arrojados como cadáveres en medio de aquella suerte de fosa mortuoria. Era necesario revisar minuciosamente a aquellos negros que, luego de tres o cuatro meses de viaje, solían llegar atacados de escorbuto, comidos por la tisis, por la viruela, por calenturas de toda especie o infectados por alguna peste mortal y contagiosa que era imperioso descubrir antes de que bajasen a tierra. Con una notable pericia el cirujano se movía entre los cuerpos malolientes de la negrada. Echaba un vistazo general, luego examinaba detenidamente las axilas, las ingles, la boca y por último los dedos de los pies, que con frecuencia estaban agusanados y en carne viva. Iba seguido de cerca por el capitán inglés, quien se veía preocupado y temeroso de que alguna peste hubiese caído ya entre los negros de su cargamento, obligándolo a permanecer allí, anclado a bordo del navío, en una forzosa cuarentena que tal vez acabase por liquidar a todos los esclavos. La sola presencia de un negro enfermo era suficiente para desechar toda la carga, aunque casi siempre era posible sobornar al cirujano o aliviar el problema echando al negro infectado al agua. Velazco iba detrás del cirujano y observaba de reojo su poco envidiable tarea, mientras de a ratos llevaba a sus narices un lienzo perfumado en agua de colonia. Entretanto, se ocupaba de registrar el número de esclavos sanos, de los aptos para el trabajo y la servidumbre, y anotaba prolijamente los defectos de éste, tuerto del ojo derecho, o la destemplanza y flaqueza de aquél, víctima del hambre padecida durante el viaje, o la frecuente enfermedad de la melancolía a la que llamaban banzo, y que tantas veces se apoderaba de los negros alejados de sus tierras y abandonados a la deriva, reduciéndolos al extremo de no tomar alimento alguno y dejarse morir, de a poco, en esos oscuros ataúdes en que se transformaban los sollados de los barcos negreros. En un momento dieron con uno de esos negros moribundos, que yacía tirado sobre sus propios orines y estaba hecho casi una mortaja. Éste no cuenta, dijo Velazco mirando al capitán, mientras pateaba el hombro del negro que apenas se removía en el suelo. ¿Por qué no?, protestó el inglés, usted sabe muy bien que el contrato dice que cuenta toda pieza viva. Éste no cuenta señor, insistió Velazco, y no quiera usted meterme el perro; lléveselo a otro puerto si quiere, o déjelo en Martín García, pero no voy a dejar que baje a tierra este saco de huesos. El capitán simuló un gesto de indignación. Sabía que ése y muchos negros más de su cargamento, reventados por las pésimas condiciones del viaje, no eran piezas vendibles en ningún mercado del mundo. Pero aun así procuraba sacarle partido a la situación. La culpa no es mía señor, rezongó, hace ocho días que tengo el barco anclado aquí; ¡ocho días, y ustedes ni siquiera se dignan a aparecer! ¡este negro estaba bien cuando llegamos! Enseguida pareció ofuscarse aun más, y como atacado en su buena fe de negociante se largó a resaltar la excelente calidad de su mercadería, negros jóvenes y fuertes, oriundos de la franja costera del África y por lo tanto en mejor condición física que aquellos atrapados en el interior del continente, que sólo eran embarcados tras una fatigosa marcha de cientos de millas que los debilitaba demasiado y hacía mermar su valor como pieza de trabajo. ¡Pero con los fríos de aquí, siguió, se pierde tanto infeliz negro que si ustedes se empecinan en sus demoras me van a echar abajo el negocio! En eso intervino el cirujano. Nadie le manda a llegar a este puerto en invierno, dijo, y además, con esos borujones de carne sancochada que les da de comer a los negros, me extraña que todavía le queden algunos en pie. ¡No me diga cómo hacer mi trabajo!, chilló el capitán, y dirigiéndose una vez más a Velazco le advirtió: Señor, no se sorprenda si un día de éstos le cae una demanda de parte de la Compañía. ¿Demanda?, repitió Velazco en un tono de leve ironía, pues se me hace que usted no está en posición de entablar ninguna demanda, capitán. Y luego, con un cierto aire de sorna en la mirada, señaló una pequeña portezuela contigua a la bodega, tras la cual se adivinaban largos pasillos repletos de mercaderías de fabricación inglesa, cuchillos, cucharas, peines de asta, tijeras de acero, tornillos, botones de metal, medias de seda, vasos, sombreros, que el capitán inglés traía consigo para vender de contrabando. Aquellos depósitos constituían el verdadero negocio, ya que el comercio negrero siempre estaba sujeto a pérdidas, naufragios, motines, epidemias fatales o alguna violenta fluctuación de la moneda que arreciaba con las ganancias. En cambio, la portentosa variedad de las mercancías inglesas cautivaba a los mercados españoles, cuya precaria industria se agotaba en el trabajo de unos pocos artesanos faltos de herramientas e incapaces de competir contra las manufacturas inglesas. El capitán advirtió las intenciones de Velazco, supo que era mejor callarse la boca antes que ser denunciado por contrabandista y se arrepintió de su anterior bravuconada. Está bien, está bien, balbuceó, usted gana señor Velazco, pero le repi

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