La internacional justicialista

Loris Zanatta

Fragmento

INTRODUCCIÓN

Argentina, América, el mundo: esos son los caminos por los que transita este libro. Explícito el primero, menos evidente —aunque omnipresente— el segundo, implícito y más en función de telón de fondo el tercero. Los tres caminos, corriendo cada uno por su propia pista pero vinculados entre sí todos ellos, forman el tejido que anima el relato entero, le proporciona personajes y hechos, ruptura y continuidad, trama y sentido. Porque en efecto, bastante más allá de las reflexiones y de los conceptos que expresa o sugiere, este libro es en primer lugar un relato. Su prioridad es reconstruir una historia, la de la proyección exterior del peronismo, y hacer de esa historia la ventana a través de la cual sea posible observar a América, y a partir de América también el mundo, en una época de grandes transformaciones: el fin de la segunda guerra mundial, el comienzo de la guerra fría. Es una historia conocida en buena parte, pero que en medida no menor sigue siendo desconocida. Una historia merecedora de una amplia síntesis que, al conectar entre sí sus diversos fragmentos, permita ver el fresco completo. Merece esa síntesis por sí misma, por ser el caso peronista lo bastante significativo para que el relato se expanda hasta abarcar tanto el marco americano como el ámbito mundial entero. Y también merecen la síntesis los rasgos distintivos de esa misma historia, que hacen de ella un test emblemático que sirve para identificar el sentido de los cambios que aquella crucial y delicada época histórica determinó.

De modo que el primero de los caminos por los que transita el relato es el que atraviesa la Argentina peronista, cuyas convulsivas peripecias sigue paso a paso. En tal sentido, conviene sentar la premisa de que el peronismo fue un régimen y un fenómeno expansionista. Lo fue de manera a menudo caótica, y jamás con las armas en la mano; lo fue más de palabra que en los hechos, a fuerza de trigo primero y de ideología más tarde; pero fue expansionista. Sus hombres, empezando por Perón, desmintieron y negaron, al menos en público, ese carácter expansionista, por más que a menudo se jactaran de él en privado. El hecho es que el peronismo aparecía precisamente así a ojos de países lejanos o próximos, de gobiernos amigos y enemigos. Por otra parte, ¿cómo podía no ser eso? ¿No se trataba acaso de un movimiento revolucionario fundador de un nuevo Orden, apóstol de un nuevo Verbo y, por lo mismo, tocado con un aura misional? ¿Por qué no pensar entonces que aquello que era bueno para los argentinos podía serlo también para otros?

El expansionismo peronista cuenta con una génesis y una historia. Esa historia ha hecho de él la vía de escape ideal del mito nacional argentino, ya de por sí orientado a la búsqueda de un destino manifiesto. Un país joven, rico y de rutilante futuro, formado preponderantemente por inmigrantes de linaje europeo reciente, ¿podía acaso evitar la tentación de apuntalar su frágil identidad mediante la búsqueda de sentido, unidad y prestigio fuera de las fronteras, mediante la proyección al exterior de su exuberancia? El peronismo fue la expresión coherente de esa pulsión expansionista. Tuvo éxitos ocasionales y difundió ideas destinadas a alcanzar amplia popularidad, pero fracasó; y su fracaso fue tan profundo y ruidoso que tendría consecuencias duraderas sobre las relaciones entre la Argentina y el mundo. Si el expansionismo peronista vino por un lado a coronar un largo proceso de construcción nacional, en otro aspecto fue la expresión fisiológica de la íntima naturaleza del propio peronismo; una naturaleza típica de los imperialismos de cualquier época y lugar, seguros por igual de que las virtudes intrínsecas de la civilización en cuyo nombre actúan les confieren un valor universal, y típica asimismo de los totalitarismos del siglo XX, todos igualmente impulsados por la vocación de redimir a la humanidad, devolviéndole la homogeneidad perdida y haciendo que los otros se vuelvan iguales a ellos.

El segundo de los caminos que la narración recorre es el de la guerra fría en las Américas. La guerra fría sirve de fondo a un escenario, el argentino y latinoamericano, que por entonces era una periferia remota de esa disputa, a punto tal que ha suscitado muy escaso interés entre los estudiosos, que con frecuencia lo relegan a la condición de mero apéndice del campo estadounidense. Lo cual es un error, si se considera la nueva luz que un punto de vista que parta de lo periférico puede aportar a la comprensión de la guerra fría, y si se tiene en cuenta el complejo entramado de relaciones entre Estados que la aludida adscripción al campo estadounidense mantiene en sombras. Sobre esta cuestión puede decirse que en América Latina la guerra fría fue el odre nuevo en que se echó el vino viejo, o el nuevo vocabulario que se adoptó para dirimir antiguas cuestiones. Fue lanza o escudo de Estados cuyo horizonte internacional era regional, y a los cuales facilitaba o inhibía —según los casos, y según las decisiones que se tomaran— la obtención de objetivos anteriores a ella misma: desarrollo económico, capacidad de liderazgo en el nivel regional, litigios por territorios, alianzas continentales. Y es que de hecho la guerra fría vino a instalarse en un sistema de Estados ya rico en roles y relaciones, en afinidades y repulsas, en jerarquías y clientelas, en potencias y en dependencias. Lejos de ser impuesta como un orden piramidal o una camisa de fuerza a la que, de la noche a la mañana, todos se vieran obligados a adaptarse, fueron los países de América Latina los que adaptaron la guerra fría a sus antiguas necesidades, a sus ambiciones o temores atávicos, ya fuera para dar legitimidad a un gobierno nuevo, para “caer bien” en Washington y obtener así valiosos réditos, para mantener a raya a un vecino temido o para tender puentes con aliados lejanos.

El tercero de los caminos de este libro es el menos visible y, a la vez, el de vuelo más amplio. Desde él, elevándose mucho más allá de las alternativas vividas por el peronismo, la mirada se tiende a más amplios escenarios. No es indispensable escalar esa cima, ni la narración impondrá el hacerlo, pero el hecho en sí revela de qué manera una historia menor puede echar luz sobre procesos históricos de gran importancia. Porque, en efecto, la parábola de la política exterior peronista es el reflejo de otra parábola de mucho mayor duración: la de la deseuropeización y la americanización de América Latina. ¿No estaba presente acaso, en la ambición peronista de reunir en torno a la Argentina a las naciones latinas de Europa y América, el sueño de un país que de ese modo se autoerigía en heredero dilecto de la cultura latina y católica europea, y que aspiraba a servir de puente natural entre los dos continentes? Y en su rivalidad con Washington, ¿no subyacía la tenaz resistencia de quienes recibían esa cultura en herencia al peso creciente que en América Latina tenía la cultura anglosajona y protestante, encarnada en el ideal panamericano caro a los Estados Unidos? Y por fin, ¿no fue el brusco despertar peronista —al ver que la añorada tierra europea era a su vez atraída a la órbita de Washington— la clara señal de una profunda evolución histórica? Y esa

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