Él o vos

Andrés Fidanza

Fragmento

EL CIUDADANO

De Narváez se formó en un liceo militar durísimo en el frío de Canadá. No tiene amigos con quien charlar sus angustias ni está atado a sus vínculos esenciales. A su hermano Carlos lo echó como a un perro de Casa Tía. Y a su papá le prohibió conocer a sus nietos.

No pierde el tiempo en buscar nubes con forma de animalitos. No fuma ni toma alcohol, no le gustan los dulces ni las salsas. A media mañana, come copos con leche. Tiene la disciplina de un monje zen. Cree en la filosofía oriental y, si se concentrara en extremo, podría caminar sobre brasas ardientes.

Se viste sobrio. Al igual que Batman, tiene mil trajes en la gama del azul. Lee poco, principalmente encuestas. Literatura, nada. Política, apenas. Asegura que leyó y releyó Conducción política, la recopilación de clases que dio el General Perón en la Escuela Superior Peronista y que De Narváez adquirió en un remate de Christie’s.

Prefiere que gane River, pero tampoco se hace mala sangre si pierde. Le gusta mucho y podríamos decir que es fan de la música de Alejandro Lerner. Escucha su poesía trágica mientras corre y hace crol en su pileta privada de Barrio Parque, porque tiene un iPod resistente al agua.

Jugó al polo. Llegó a tener siete de hándicap, lo que es buenísimo, casi nivel de elite en el deporte de elite. Pero una tarde entendió que era el más flojo de los ocho players en cancha y, entonces, renunció. Se bajó del caballo y no volvió a jugar.

Heredó Casa Tía de su abuelo, un checo que escapó del nazismo. Sin romantizar el pasado, eliminó radicalmente la cultura familiar de la empresa. Despidió a la vieja conducción de inmigrantes, profesionalizó su dirección e incorporó las técnicas más modernas del management. Hasta que en 1999 vendió Tía a un precio glorioso: 630 millones de dólares al Exxel Group.

Evolucionó de supermercadista a empresario polirrubro, incluido un armado financiero potente y tranquilizador. Consideró pegarse un tiro con una Magnum 357, pero a último momento canceló la operación. En los años noventa permutó ritualizado matrimonio con su novia desde los doce por vida loca. Se volvió a casar con una chica platense de clase media, abogada, católica, guapa, inteligente y con conciencia social. Una Evita 2.0.

A partir de 2000, entregó su cuerpo a otra experiencia extrema. Reconvirtió su capital dinero en capital político: separó cincuenta millones de dólares y apuntó su mirada láser a lo más alto de la representación burguesa. Se preparó con un rigor loco para entender sus reglas. Acumuló clases de historia, oratoria, teatro, periodismo y peronismo. Lo couchearon los mejores y así, sin miedo al ridículo, le puso implantes a su ignorancia.

Fundó un partido, un protopartido más bien, la operación de un solo candidato, a decir verdad. Conectó con la racionalidad económica del PJ. Exploró el Conurbano y cerró trato con los brokers relegados del kirchnerismo. Más que un sentimiento, una ideología o una pasión, a De Narváez el peronismo le funciona como un know-how.

Utilizó la videopolítica como nadie. Pero hizo más que eso. Se benefició con el derrumbe del sistema de partidos, aprovechó la legitimidad que otorga la ilegitimidad reinante y creció al calor del descrédito que, mayoritariamente, todavía generan los asuntos públicos.

De Narváez no se pregunta qué hizo Mao Tse-Tung, se pregunta qué está haciendo China ahora.

De Narváez es Zelig y es Tarzán. De liana en liana fue menemista, duhaldista, kirchnerista, macrista, alfonsinista, saáista y un poco sciolista. Pero su convicción más genuina, la narvaecista, nunca se manchó a lo largo de ese viaje.

De Narváez no es Mauricio Macri ni Julio Cobos, no es Cristina Fernández, Carlos Reutemann ni Ricardo Alfonsín. Es mucho más disociado que esa selección de figuras públicas. No es tan WYSIWYG, como dicen los yanquis por el acrónimo “What You See Is What You Get”. De Narváez contiene multitudes, amontona capas de simulación.

Si bien no fue un self-made man de los negocios, sí lo fue de la política. De Narváez es un colorado extraño, antiargentino en sus costumbres. Es un empresario político al estilo estadounidense que, pudiendo vivir en estado de relax, tomando Martinis en el Waldorf Astoria, elige unos mates hechos con agua de pozo en Esteban Echeverría.

“No alcanza con enumerar lo que un hombre hizo, hay que decir quién es”, afirma Charles Foster Kane, el personaje exuberante que imaginó Orson Welles para la película El ciudadano. Kane era un megalómano, un millonario vano que acumulaba mansiones, estatuas, empresas, animales, bibliotecas, hombres y mujeres. Era el dueño de un multimedio al que, en un momento, se le dio por la política y fue candidato a gobernador.

En adelante, intentaremos resolver el enigma grandilocuente, sociológico y existencial que nos propone Kane —¡quién es realmente un hombre!—, aplicado esta vez a su par justicialista.

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