Progresismo

Gustavo Noriega
Guillermo Raffo

Fragmento

01. El Partido Comunista argentino 02. Bernardo Noriega 03. Pasaron las grullas 04. Hamlet en ruso 05. Stalin 06. Mentiras de la prensa imperialista 07. El Enepé 08. Novedades de la Unión Soviética 09. Pinochet 10. 1974 11. El día en que Noriega portó armas

Milité en la Federación Juvenil Comunista entre 1973 y 1974. En el 73 estaba en cuarto año de la secundaria y en el 75 entré en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA. A partir de ese momento, todo lo que antes me parecía apasionante, lo que se devoraba mi tiempo libre, pasó a ser una incomodidad. Muy rápidamente, las consignas, los cantitos, los objetivos finales (“la dictadura del proletariado”) me empezaron a resultar embarazosos y carentes de sentido. Se abría delante de mí un mundo menos enfático pero con recursos inagotables y un horizonte infinito: el de la ciencia. Antes de eso, supe ser de izquierda.

Había llegado al Partido Comunista de la manera en la que eso se hacía en los setenta, por herencia. Mi papá había estado afiliado desde siempre. Era una de sus características personales que yo, de niño, imaginaba eternas, como ser viejo, petiso, de San Lorenzo, malhumorado o pianista. Papá era del PC y eso implicaba muchas cosas. Reuniones en mi casa con decenas de personas fumando y el resto de los familiares recluidos en sus piezas, prensa partidaria que traía regularmente y que fue despertando mi interés de a poco, a medida que me hacía adolescente; un disco con una tapa extraña que contenía un discurso de Fidel Castro, un grabador de casete que le había dado el Partido para pasarle “informes” y que yo usaba para escuchar rock. Mi familia, como tantas otras familias afectadas por el comunismo, veía en el cine versiones rusas de Hamlet, o Pasaron las grullas, entre otras fuentes de un tedio incalificable. En algún momento —calculo que a mediados de la década del 60— papá comenzó a estudiar el idioma ruso, alegando que era el lenguaje del futuro. No creo que haya durado más que un par de meses. Cuatro décadas después es fácil burlarse de su infinita miopía y no me faltan ganas de hacerlo. Al mismo tiempo, ese es uno de los pocos momentos de la vida de mi padre que me provocan una ternura similar a la que me generan mis hijos, cuando se encuentran con que el mundo es demasiado grande, e incomprensible.

Lo del idioma ruso describe a papá como un estúpido fanatizado sin remedio y quizás lo fuera a veces, pero no todo el tiempo. Bernardo Noriega era una persona muy inteligente, nacida en un hogar humilde de Boedo, que por mérito propio se elevó por sobre su clase social desventajada y se convirtió en un muy conocido pianista de jazz (su nombre artístico era Ken Hamilton) y en presidente del sindicato de músicos. Como fui un hijo tardío (nací a sus cuarenta y pico), no viví ni su gloria musical ni la gloria de la Unión Soviética. Cuando tuve uso de razón, ya se había conocido el informe Jruschov sobre Stalin, que descorrió el velo sobre alguna parte de sus muchísimos crímenes y de las enormes torpezas que llevaron a la URSS al estancamiento económico.

Salvo por algún elogio puntual a su heroísmo y determinación durante la Segunda Guerra Mundial, en casa no se mencionaba a Stalin. Tengo el vago recuerdo de algún matiz (“Después se mandó algunas macanas”, o algo así), y eso es todo. La palabra “Stalin” no circulaba en el departamento de Coronel Díaz y Arenales. Para Bernardo, el autoritarismo nunca fue un problema. Esto es algo que, evidentemente, compartía y sigue compartiendo con los militantes del Partido Comunista. La muerte de millones de soviéticos y el encarcelamiento de tantos otros eran detalles sobre los que no valía la pena pronunciarse, o “mentiras de la prensa imperialista”.

Bernardo Noriega parecía estar realmente convencido de que en la Unión Soviética se vivía en un tipo de sociedad avanzada, que iba a marcar el rumbo de toda la humanidad. Dijo una vez, luego de uno de sus viajes, genuinamente conmovido, que había visto entre los ciudadanos soviéticos atisbos del Hombre Nuevo. Nos contó que, en un transporte público, uno de los pasajeros había pasado al interior del vehículo sin abonar la tarifa que debía depositar en una máquina. Y que él había visto cómo otra persona sacaba una moneda y pagaba la tarifa del otro, sin siquiera decírselo. Conservo un recuerdo vívido del momento en el que contó la anécdota (en los sillones del living) pero no tengo ningún registro del efecto que me provocó.Hoy, en nuestra vida cotidiana, soviético es un término algo despectivo que refiere a cuestiones estéticas, y la palabra ruso suele ir acompañada de “mafioso”.

El entusiasmo de papá superaba los obstáculos más infranqueables. No me refiero sólo a lo que tuvo que haber visto, sin duda, durante sus viajes a la URSS en la década del sesenta, sino también al material que traía a casa, producido y bendecido por el partido. El periódico se llamaba Nuestra Palabra (se le decía “Enepé”). Confieso que aun hoy la evocación me provoca un retintín de la excitación de la época. También había otras publicaciones más áridas, como Cuadernos de cultura, que dirigía Héctor P. Agosti, y Relaciones Internacionales, un cuaderno finito con notas de política mundial. Aparte de Enepé, la única que tenía ilustraciones era una revista con fotos llamada nada más y nada menos que Novedades de la Unión Soviética.

El PC era reconocido enemigo de la lucha armada. Aun así, durante mi breve militancia experimenté unos simulacros muy torpes de instrucción militar y, un día, anduve con una pistola en el cinto porque se decía que “venían los fachos” al local de Araoz y Juncal. Por suerte los fachos no vinieron nunca, porque no tenía la menor idea de cómo usar esa pistola y me aterraba sentir el acero en contacto con el cuerpo.

Mi anécdota más tragicómica y reveladora es del año 1974. Pinochet venía de visita a la Argentina. Nos llamaron a una reunión y el responsable “militar” nos dio una larga charla durante la cual fuimos convocados a una acción contra el auto del dictador chileno cuando este estuviera yendo de Ezeiza a Buenos Aires. La acción era un disparate que no contemplaba el uso de armas de fuego. El plan era que un grupo terminara dando vuelta el coche, con el techo en el piso y las ruedas al aire, sin dañar a Pinochet. Como mi pudor era más poderoso que mi capacidad de análisis militar, lo que más me preocupó fue la indicación de que, un día antes de la acción, nos teníamos que rapar la cabeza. La idea de dar vuelta el auto de Pinochet me resultaba relativamente factible, pero no entendía cómo podría justificar ante mis padres aparecer completamente pelado de un momento a otro. Se hizo un silencio durante la reunión, y cuando me animé a excusarme de participar —el corte de pelo al ras había inclinado la balanza— nadie me escuchó, porque justamente en ese momento nos revelaron, a los gritos, que sólo se tr

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