Puños y pistolas

Rubén Furman

Fragmento

NOTICIA SOBRE ESTE LIBRO

Este libro se originó en un comentario que escribí sobre la biografía de Rodolfo Walsh publicada en 2006 por Eduardo Jozami. Lo que más impresiona de su lectura es el singular recorrido ideológico y político del autor de Operación Masacre. Criado en un ambiente católico, su primera militancia política había sido la Alianza Libertadora Nacionalista (ALN), la organización juvenil que hacia 1940 alarmaba a los porteños con sus marchas en escuadra, haciendo el saludo romano con el brazo extendido y dando mueras a los judíos, los comunistas y al imperialismo anglosajón. Walsh acompañó “por derecha” —como alguna vez dijo— el nacimiento del peronismo pero lo abandonó luego de que Perón sumara a la Argentina al sistema interamericano de defensa regenteado por los Estados Unidos, pocos meses después de asumir. De modo que ya no tenía ninguna relación con la organización cuando la Alianza se convirtió en un mero grupo de choque paraestatal encargado de aterrorizar a los enemigos del peronismo, y hasta miró con simpatía al golpe militar-clerical que lo derrocó en 1955. Su historia tenía muchos puntos de contacto con la de Jorge Ricardo Masetti, el “Comandante Segundo”, que a mediados de 1963 instaló en la selva de Orán la primera guerrilla guevarista argentina. En pocas palabras: el autor de la Carta Abierta a la Junta Militar asesinado en 1977 tras ser jefe de la inteligencia de los Montoneros y el primer comandante guevarista de la Argentina “venían del mismo lugar”, el grupo más activo del nacionalismo filofascista argentino de los años de la Segunda Guerra Mundial. Surgió entonces la idea de escribir una historia de la Alianza rastreando claves que explicaran el camino de estos hombres formados en el “nacionalismo de acción”, de raíz conservadora y católica, a las posiciones de izquierda radicalizada por las que murieron. Se trataba de eludir explicaciones ramplonas, como la de que los “extremos se tocan”, y también versiones propagandísticas.

En abril de 2007 entrevisté en Montevideo a Emilio Gutiérrez Herrero, el último testigo vivo de la fundación del grupo en 1937 y un precursor de las consignas que luego levantó el peronismo —“Nación Libre, Poderosa y Justa”—. Me sorprendieron sus recuerdos vívidos y algunas definiciones: Alianza (sin el artículo, como la llamaron siempre sus integrantes) había tenido una fundación, a instancias de militares uriburistas que la emparentaban con las milicias blancas anteriores y el nacionalismo oligárquico. Pero luego había tenido dos “refundaciones”, la primera con Tacuara y la segunda con Montoneros. Lo que me sugería el nonagenario Gutiérrez Herrero es que se trataba de una misma “tradición” política-cultural, una categoría usada por los historiadores y filósofos para encadenar fenómenos o procesos que se referencian en identidades comunes en tiempos diferentes. En su primera “refundación”, un grupo juvenil que se apartó de la ALN a raíz de la pelea de Perón con la Iglesia católica retomó un antisemitismo rabioso que superaba incluso al del grupo madre. Pero cuando un sector se mezcló con el peronismo de la Resistencia, se convirtió en la primera guerrilla urbana de ese signo, mientras que otra rama se integró a la derecha peronista violenta hasta desembocar en grupos como la CNU (Concentración Nacionalista Universitaria) o al antiperonismo de la Guardia Restauradora Nacionalista. Los primeros Montoneros también se nutrieron del mismo caldo nacionalista y católico, pero ese proceso maduró en las condiciones de la prolongada proscripción del peronismo y del nuevo clima de ideas de los años sesenta. En ese nuevo mundo ya no había un duce para admirar sino insurgencia juvenil y revolucionaria, que eran hijas de la Revolución Cubana y de la descolonización del Tercer Mundo. También la Iglesia católica, en cuya juventud estudiantil militaban muchos de esos muchachos, buscaba acercarse a la enorme mayoría de desposeídos de su grey a través del Concilio Vaticano II y la Teología de la Liberación. Las historias, simbologías y personajes se entrelazaron. Los montoneros de los setenta retomaron en su emblema la tacuara gaucha que originalmente había dado nombre a la revista de los estudiantes de la Alianza y luego a la organización de los jóvenes anticomunistas y antijudíos que terminaron peronizados. Todos reivindicaban al rosismo y a los caudillos federales, y execraban el régimen liberal posterior a Caseros pero —y esta es la curiosidad— la estación de llegada de esa identificación quedaba en la otra punta del mapa ideológico.

Otro ex aliancista, el periodista y escritor Rogelio García Lupo, me dio su versión: la Alianza original tuvo similitud conceptual con la Falange Española pero sólo un sector minúsculo de la militancia juvenil aliancista de los cuarenta giró a la izquierda en los prodigiosos años sesenta, atraídos por su líder, Fidel Castro, en el que veían a un par: un muchacho nacionalista educado por los curas y tan decidido a pasar a la acción como ellos. La mayoría, en cambio, siguió bajo la influencia del cura Julio Meinvielle, un furioso anticomunista y antijudío que adoctrinó a varias generaciones de jóvenes nacionalistas con las ideas que florecieron en los cuarteles en 1966 y 1976. Tacuara logró desplegarse recién cuando la Iglesia católica movilizó en 1958 a los partidarios de la educación “Libre” y sacó a la calle a los alumnos de los colegios religiosos en contra de la educación “Laica”, sostenida por el viejo tronco de los “democráticos”. José Luis de Imaz, un intelectual “orgánico” de la Iglesia que pasó del aliancismo al properonismo y luego a embanderarse con la oposición católica que gestó el golpe del 55, me acercó la idea de “las dos Alianzas”, una facha y “bienuda” hasta la llegada del peronismo y otra posterior “con los gérmenes de la Triple A”, la Alianza Anticomunista Argentina que quizás no casualmente recogió aquel nombre. Aníbal D’Angelo Rodríguez, que en 1945 fundó la revista estudiantil Tacuara, me manifestó su convicción de que la agrupación no había sido otra cosa que parte de la lucha mundial contra el comunismo que se expresó en los fascismos europeos, y que siempre creyó que Perón había pervertido al nacionalismo. Silvina Bullrich, la escritora costumbrista de la clase alta y divorciada del principal agitador de la Alianza de esos tiempos, Arturo Palenque Carreras, describió en sus memorias la misma convicción, con detalles desprejuiciados sobre la moda “nacionalista” que se apoderó de los chicos de buena familia en los años de la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto. Menos conocido es que ese nacionalismo facho también gravitó en la formación de Mario Roberto Santucho, el jefe del ERP, cuyos dos hermanos aliancistas tuvieron fuerte ascendiente sobre él, más que su hermano mayor comunista. Por las filas de la Alianza también pasaron el gobernador bonaerense de 1973, Oscar Bidegain; el dirigente obrero y figura de la Resistencia peronista, Sebastián Borro; el ministro de Educación la última dictadura, Carlos Burundarena, y el escritor Dalmiro Sáenz, entre tantos otros.

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