Mamá Antula

Ana María Cabrera

Fragmento

María Antonia de Paz y Figueroa, más conocida como Mama Antula, nació en Santiago del Estero en 1730. Algunos dicen que fue en la capital, otros la ubican más al sur, en Silípica. Por aquellos años la provincia pertenecía al Virreinato del Perú y era un punto intermedio entre Lima, la capital, y el puerto de Buenos Aires.

Santiago era una ciudad de paredes de adobe quemadas por el sol y aire sofocante y seco, con fuertes y constantes vientos que levantaban torbellinos de polvo. Las crecientes del río Dulce producían la emigración de familias hacia las verdes serranías de Tucumán y Córdoba, sede episcopal desde 1699. Pocos habitantes habían quedado en Santiago, pero todos luchaban contra la aridez del suelo y la hostilidad del clima.

A fines del siglo XVI, el obispo Vitoria creó la primera escuela de la región, y más tarde el obispo Trejo fundó el Seminario Diocesano de Santa Catalina. La ciudad estaba poblada por españoles e indios, una mezcla de razas que fue configurando la cultura del lugar. Mientras las negras esclavas lavaban la ropa junto al río, las señoras parloteaban sentadas en las puertas de su casa. Pero las celebraciones en días de santos y las tertulias familiares rompían con la monotonía cotidiana.

María Antonia nació en el seno de una familia de militares y regidores que habían dejado España para lanzarse a la aventura del Nuevo Mundo. Su madre, Andrea de Figueroa, era una mujer menuda y clara llegada al nuevo mundo desde el sur de España. Su lugar era la casa, las tareas cotidianas. Cuentan que mientras cocinaba junto a sus esclavas solía cantar cancioncillas de su tierra y bailar a escondidas soledades y pasodobles.

Su padre, Francisco Solano de Paz, se desempeñaba por orden del rey como encomendero de una humilde comunidad de indígenas, a quienes ordenaba y dirigía. Llevaba el nombre del santo del folclore, Francisco Solano, quien arribó desde España en el siglo XVI. El misionero franciscano evangelizaba tocando su violín y se lo veneraba en celdas y pequeños oratorios. El padre de María Antonia también amaba la música. Era un hombre de vasta cultura, alto, con el pelo y los ojos oscuros, que caminaba con gallardía. Su sola presencia infundía respeto entre los indígenas que gobernaba.

María Antonia tenía tres hermanas: María Andrea, Catalina y Cristina. María Andrea era rubia como su madre y algo gordita; la del medio, Catalina, era soñadora y melancólica y Cristina era una morocha de rasgos moros, que amaba la música y la poesía. A las tres les gustaba quedarse durante largas horas junto a su madre, interesadas en las tareas del hogar. Pero María Antonia, a diferencia de sus hermanas, prefería siempre rezar.

Ella era la mayor; alta y delgada, tenía los ojos celestes y el pelo largo y oscuro. Solía salir a conversar con las mujeres que se reunían en el beaterio y escuchaba la misa diaria con los jesuitas. La familia recordaba que siendo María Antonia muy niña, era habitual encontrarla de rodillas ante el Cristo de palo santo que un indígena le había regalado a don Francisco.

El hogar era acogedor, de techos bajos y amplias galerías. El comedor tenía una gran mesa de algarrobo, sillas y un sillón hamaca para que la señora de la casa pudiera tejer. Paredes de adobe para resistir las inclemencias del clima. Más atrás estaban las habitaciones de las hijas y de los padres. Al fondo se veía un gran patio con aljibe que separaba la casa de los señores de las habitaciones de los esclavos. Entre ellos una cálida cocina. Desde allí un envolvente aroma unía a los dueños y a la servidumbre.

En la finca de los de Paz y Figueroa solían hacerse tertulias a las que acudían todos los vecinos. Las veladas duraban horas, y comían en abundancia y bailaban. Doña Dolores, una vecina risueña y joven, era una asistente infaltable. Estaba casada con don Pedro, un campesino tosco y muy poco comunicativo. El matrimonio vivía muy cerca de la finca.

Una de esas noches, rodeados de ricas empanadas y pasteles de dulce de membrillo, el dueño de casa quiso bailar un escondido con doña Dolores. Una danza donde lo esquivo y la conquista se confunden.

Don Pedro, su marido, fruncía el ceño y no paraba de tomar vino. Al final del baile Dolores recitó “Salí escondido, salí, salí que te quiero ver; aunque las nubes te tapen, salí si sabés querer”. Fue entonces cuando el marido furioso se lanzó sobre su esposa. La agarró del pelo y la sacó arrastrando por el piso. Los gritos de la joven se confundieron con el rasgueo de la guitarra.

Todos los vecinos comenzaron a retirarse en silencio. Cuando ya no quedaba nadie, y después de apagar las luces de la sala y del comedor, doña Andrea de Figueroa, la señora de la casa, se persignó. Sus hijas lloraban. Las invitó a sentarse en el patio, bajo el cielo sin estrellas.

—De vez en cuando, a las mujeres les hace falta una golpiza para entender quién es el hombre de la casa —y agregó—: ahorita se van a dormir, niñas. Y recuerden lo que decían mis abuelos y los abuelos de mis abuelos, “Mujer honrada con la pata quebrada y en casa”.

María Antonia no pudo conciliar el sueño.

—Madrecita, no entiendo. —Desde que tuvo uso de razón empezó a conversar con la Virgen María—. El marido golpea a su mujer porque baila y canta. Mi papito le grita a mi mamá y ella no dice nada. ¿Le tendrá miedo?

—Se tapó la cabeza con las sábanas.

Con frecuencia, desde la habitación de sus padres llegaban los gritos de él y el llanto de ella. La pequeña sufría en silencio, y aquella noche se quedó dormida entre lágrimas.

A María Antonia le encantaba pasar tiempo afuera de su casa y a todos les era imposible tenerla quieta. Mientras que sus tres hermanas jugaban a las muñecas y aprendían a coser, ella siempre prefería estar con otra gente.

A escondidas de su padre visitaba a los indígenas de la encomienda, y como no entendía del todo su lengua se comunicaba con los niños a través del canto. Compartían juegos, comidas y canciones, y así, de a poco, fue aprendiendo el quechua santiagueño. Disfrutaba viéndolos bailar y escuchar su música ancestral: las flautas y quenas incaicas parecían silbidos del viento en la montaña.

María Antonia, siempre guiada por su simpatía y curiosidad, se acercó también a los gauchos. Los observaba trabajar la tierra y aprendía sobre cultivos y cosechas.

Más de una vez don Francisco le gritaba a su hija “¡Vuelva a la casa!”, y al ver que su niña no hacía caso agregaba: “¡Desobediente! Una niña decente no se mezcla con esa gente. Una mujer no debe salir tanto de su casa”.

A María Antonia la entristecía esa actitud de su padre. “Diosito, si todos somos hijos tuyos, ¿Por qué?”, se preguntaba la niña cuando rezaba.

Desde muy pequeña María Antonia sintió que “esa gente” necesitaba amor. No le importaron las amenazas de su padre; era más fuerte su deseo de estar con esas personas. Enfrentó todo tipo de penitencias: ayuno, golpes y encierros. Todas las noches María Antonia rezaba entregando su dolor al Señor y a la Santa Madre.

Por las mañanas aprovechaba la llegada o salida de la servidumbre para irse de la casa. Los indígenas y gauchos se alegraban al verla llegar. Cam

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