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A Cynthia, mi porvenir.
¿Querías una fecha? 7 de noviembre de 2021.
El lugar te lo dejo a vos.
Pour ceux qui ont enduré l’infamie.
PREFACIO
Maneras de ver el mundo
Crear un símbolo es representar un mundo. Asociar una imagen con una ideología, con una memoria o con una religión. No hay símbolos neutrales, no existen imágenes completamente mudas. Todas dicen cosas sobre otras cosas: así es como funciona el lenguaje simbólico.
Antes de que los animalitos de la fauna originaria corrieran a los próceres también autóctonos de los billetes de curso legal en la era Macri, el sillón presidencial acogió en su asiento a un perro callejero. El sillón de Rivadavia pasó a ser, mientras duró la escena, el sillón del jadeante Balcarce. Fabricado en madera de nogal italiano, decorado en láminas de oro, la poltrona que estrenó Julio Argentino Roca a fines del siglo XIX —pero se adjudica por default de los historiadores a Bernardino Rivadavia— es un símbolo. Su boato y opulencia dicen desde el vamos que no es un sillón cualquiera, sino uno destinado a las asentaderas de alguien muy importante. En un régimen presidencialista como el nuestro, está reservado a quien encarna la máxima expresión del poder político.
Sin embargo, mientras Mauricio Macri lanzaba su gobierno firmando decretos de necesidad y urgencia a destajo —entre ellos, algunos tan irritantes como los que designaban a ministros de la Corte Suprema de Justicia sin acuerdo legislativo o suprimían todos los artículos antimonopólicos de la Ley de Medios—, sus equipos de comunicación eligieron, para retratar el momento histórico, viralizar una imagen a través de las redes sociales: la de Balcarce sentado en el sillón presidencial. “Los perros se adueñaron del mundo y son parte de la familia”, justificó Jaime Durán Barba, el publicista alegre del presidente.
En realidad, esa decisión inauguró una estrategia clave de Cambiemos: desacralizar y desdramatizar la acción de gobierno, sustraerla de sus disputas verdaderas. Crear una nueva simbología donde los conflictos inherentes a la política estuvieran ausentes. De todas las decisiones que Macri tomó como jefe de Estado, la que ordenó revertir, a través de la deshistorización y la desideologización de los discursos, símbolos y representaciones, el alto grado de politización que había alcanzado la sociedad argentina durante el período 2003-2015 habla con claridad sobre él, sobre su origen y sus propósitos.
Pero, más que nada, esa decisión habla del kirchnerismo.
Nueve años antes de que Balcarce tuviera sus cinco minutos de fama en la Casa Rosada, cuando todavía no existían ni las redes sociales ni los memes ni Netflix ni Instagram ni el pajarito de la red, un morocho de ojos achinados sonreía sentado en el mismo sillón presidencial. Néstor Kirchner lo tomaba por los hombros desde atrás, con complicidad. Su nombre: Juan Carlos Livraga. Sobreviviente de los fusilamientos de junio de 1956 en los basurales de José León Suárez. Protagonista del libro Operación Masacre, de Rodolfo Walsh, Livraga era el fusilado que vivió para contarlo. Su imagen también era un símbolo. En este caso, uno que remitía a medio siglo de agitada, convulsionada y, también, sangrienta historia nacional.
El homenaje de Kirchner lo sorprendió. “Pero, señor presidente, eso es para usted”, atinó a decir cuando el entonces jefe de Estado le señaló el sillón. “No, hoy te sentás vos”, ordenó el santacruceño. “Tenía mucha ilusión de conocer al presidente, y es un sueño haber estado con él siendo yo una persona común. Haber recibido su abrazo, cordial y sincero. Estoy orgulloso de tener un presidente tan simple”, les dijo luego Livraga a los periodistas.
Esa imagen, la de Livraga donde jamás pensó que iba a ser homenajeado, explotaba en significados. Aludía a dictaduras, a crímenes de Estado, a resistencias sociales, a persecuciones, a censuras, a peronismo y antiperonismo, a proscripciones y torturas, a detenciones ilegales y decretos prohibitivos, a consignas redentoras, ideales, liderazgos, desaparecidos, llantos colectivos, desgarros y alegrías populares también.
El gesto de Kirchner era una reparación.
El trayecto que va del reconocimiento al sobreviviente mítico de una dictadura, como Livraga, a la celebración trivial de una mascota, como Balcarce, es el que separa dos sensibilidades, tan distintas como distantes. Un gobierno puede ser definido, entre otras cosas, por los temas de conversación que propone y la manera en que lo hace. El macrismo original abrazó intencionadamente lo casual, los cursos de respiración, la conciencia verde y lo apolítico. Por el contrario, el kirchnerismo, también deliberadamente, ancló en imágenes y narraciones de fuerte contenido social, cultural, político e histórico.
La célebre “grieta” también puede leerse como una frontera imaginaria entre estas dos maneras antagónicas de ver el mundo. Una zanja de Alsina conceptual que divide la Argentina kirchnerista de la macrista. Una politizada, otra despolitizada. Una que desborda de palabras y sentidos, otra que trata de inventarse desde el vacío y el laconismo. Una enraizada en acontecimientos significativos del pasado, otra que decide desenganchar de su legado siniestro.
Entre las cosas que más se le critican al kirchnerismo está el “relato” que construyó a lo largo de los años. La mayoría de las veces, la palabra “relato” es utilizada por el antikirchnerismo visceral como sinónimo de mentira grosera, como un puro artificio discursivo, una suerte de mera pantalla retórica destinada a traficar una política impostora, sin verdades reconocibles.
Si el “relato” recuperaba consignas emancipadoras de la década de los 70, era para encubrir que Néstor y Cristina se habían vuelto “multimillonarios” en Santa Cruz mientras sus compañeros de militancia morían en centros clandestinos de detención. Si reivindicaba a Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, era para usarlas como “escudos éticos” y blindarse de las críticas por la corrupción. Si cuestionaba la posición monopólica del grupo Clarín, era para acallar a la “prensa independiente”. Si estatizaba los fondos de la AFJP, era para robarse “la plata de los jubilados”. Si pretendía, a través de un memorándum con Irán votado en el Congreso de la Nación, hacer avanzar la investigación judicial por la voladura de la AMIA, lo que seguro estaría buscando era transar impunidad a cambio de petróleo. Si planteaba la generalización del uso de la SUBE, era para espiar a los ciudadanos y no para controlar más efectivamente los subsidios destinados al transporte.
Si hasta Néstor, cuando murió, no estaba en su ataúd. Todo fue —según Mirtha Legrand, vocera oficiosa del nuevo gobierno— un formidable ardid de la compañía teatral Fuerza Bruta.
La lista es infinita. No hay política ni gestualidad del kirchnerismo que no haya estado sospechada de ser engañosa. En ningún caso, según esta mirada dominante, el kirchnerismo podía ser honesto ni auténtico ni genuino en sus objetivos, sino una gran falsificación, una enorme tergiversación que había llegado demasiado lejos.
Pero el kirchnerismo siguió existiendo. Es una realidad efectiva.
Hace treinta años solo había kirchneristas en Santa Cruz, y hoy hablamos de una identidad desplegada en todo el territorio nacional. Podría haberse extinguido como le sucedió al menemismo, apenas un momento del peronismo mecido entre el Consenso de Washington y la caída del Muro de Berlín. Sin embargo, el kirchnerismo mantuvo un núcleo transgeneracional de simpatizantes únicamente comparable al peronismo original. Su centralidad en el mapa del poder actual es innegable. Buena parte de la política se define por el apoyo o el rechazo a su vital existencia. El macrismo mismo ha sido, en gran medida, una construcción erigida con base en una contraposición tangible. Siempre hubo derechas en la Argentina, pero una tan vigorosa, con tantos millones de votos en las urnas, solo fue posible por el antikirchnerismo militante de las fuerzas que lo integran.
¿Por qué el kirchnerismo pudo nacionalizarse de este modo excepcional? ¿Cómo se explica que haya sobrevivido a los ataques recibidos y a sus propios errores? ¿Por qué sigue interpelando a la sociedad, y todavía discute con las grandes mayorías sociales, en un diálogo abierto, descarnado y apasionado, cuál va a ser su lugar definitivo en la historia?
Nacido en una provincia sureña, con los rasgos característicos de un peronismo de feudo, el kirchnerismo genético es producto de una fuerte sociedad política, la que constituyeron Néstor y Cristina, que se conocieron en la ciudad de La Plata en la década de los 70 en medio de grandes luchas estudiantiles y obreras. Esa sociedad se reconoció como parte de una “generación diezmada” por la dictadura cívico-militar. Pero una parte sobreviviente, una narración refugiada en los mares del sur, quedó a la espera de un nuevo turno histórico que le permitiera volver a protagonizar su lucha por el poder inacabada.
De Río Gallegos a la Casa Rosada y del gobierno al llano, según la tesis de este libro, la experiencia kirchnerista podría dividirse en cinco etapas: la patagónica, la nacional, la aluvional, la cristinista y la neocristinista. Son cinco momentos de una misma construcción, pero distintos.
La patagónica podría ser su fase fundacional, hasta 2003. La nacional va desde 2003 a 2008. La aluvional o silvestre, desde fines de 2008 hasta 2011. La cristinista responde a su etapa doctrinaria, es decir, los gobiernos de Cristina Kirchner, en especial el último, el de mayor confrontación con los factores de poder real. Y la neocristinista, que contiene la revalorización de sus hijos pródigos, como Alberto Fernández, Hugo Moyano o Sergio Massa, frente al gobierno de Mauricio Macri y sus consecuencias.
Cada corte histórico devuelve un kirchnerismo distinto, porque el calendario de acontecimientos difiere del anterior y lo resignifica todo el tiempo como movimiento político. ¿Es el kirchnerismo patagónico idéntico al neocristinista? ¿En qué se diferencia su etapa doctrinaria de la aluvional?
Y así como su gravitación es ineludible, la pregunta que sigue es inevitable: ¿qué pasó para que tres gobiernos democráticos consecutivos, originados en el voto popular obtenido en elecciones transparentes y legítimas, hayan sido resumidos por la prosa judicial y mediática como una simple “asociación ilícita”, que embaucó a millones de personas para robar dinero público que luego habría ocultado en bóvedas secretas o enterrado en contenedores, como los narcos, en algún lugar impreciso de la estepa patagónica?
Hay algo de reduccionismo en asociar la génesis de una identidad política a un acontecimiento puntual y determinado. Según quién lo mire, el peronismo pudo haber nacido con el golpe del 43 o con la movilización del 17 de Octubre del 45. Pudo tener así un origen conspirativo y cuartelero, o ser el producto de una sublevación popular. Quizás el peronismo nació varias veces, y cada vez que lo hizo fue pareciéndose más a su futuro que a su pasado.
Con el kirchnerismo tal vez suceda algo parecido.
¿Surgió en una unidad básica santacruceña en la década de los 80 o con la pelea por la 125 en 2008? ¿Fue con el discurso del 25 de Mayo de 2003, cuando Néstor asume la presidencia, o con Cristina despidiéndose ante una plaza colmada en diciembre de 2015? ¿Lo galvaniza la imprevista muerte de su padre fundador o las leyes que hizo votar en el marco del Bicentenario, después de la derrota con Francisco de Narváez? ¿Lo definen sus políticas públicas incluyentes o los muchos enemigos que fue ganándose con el correr de los años?
Plantearse estas preguntas contribuye a comprender el desarrollo del movimiento que transformó la política argentina del siglo XXI. Y revela de qué modo una parte de la sociedad conquistó, y sigue conquistando, los sentidos, las libertades y los derechos que deseaba concederse para llegar a ser más plural y más feliz.
El futuro de ayer es ahora, un buen tiempo para sumergirse en su espesura.
1
La política desidealizada
Antes de la hecatombe de 2001, la política agonizaba. Durante toda la década de los 90, el más crudo posibilismo había ganado a la dirigencia. No estaba permitido plantear otro plan económico que no fuera el neoliberal surgido del Consenso de Washington, ni negar la supremacía de los Estados Unidos como vencedor de la Guerra Fría tras la caída del Muro de Berlín. El nuevo consenso dominante llamaba a generar mucha riqueza para que algún día esta derramara naturalmente como solución a la pobreza, consideraba la seguridad social como un gasto a ser suprimido y cuestionaba el empleo como derecho vitalicio.
Solo estaba aceptado lo posible, y lo posible era la convalidación de todas las premisas anteriores como verdades inapelables. A la acobardada política de los 90 le quedaba entonces la administración condicionada de las tensiones provocadas por la desigualdad —esa misma que los Estados de Bienestar, ahora con el comunismo en retirada, habían conjurado con alguna relativa eficacia desde la Segunda Guerra Mundial— y por la impunidad de los crímenes horrendos sin juzgar, sin horizonte de rebeldías, afanes justicieros o arranques emancipadores.
El acatamiento del nuevo orden mundial convirtió a las democracias de la región en experiencias restringidas al ejercicio del voto, a veces con ofertas electorales alternativas, pero siempre reportando a un mismo universo conceptual. La política pasó de la consigna “liberación o dependencia” de los 70 al “democracia o dictadura” de los 80, para, finalmente, aterrizar casi atontada en el “no hagamos olas” dominante.
La Argentina no llegó al “que se vayan todos” por peripecia climática. Transformar un estado de cosas injusto no es lo mismo que administrar la miseria con las plantillas Excel de la tecnocracia. A medida que extraviaba el camino de sus misiones fundamentales, la política se fue vaciando de propósitos. El relato de aquellos años aprendió a resignar ciertas palabras. “Monopolio” u “oligopolio” fueron reemplazadas por “mercado” o “emprendedores”. A los “pobres” se los comenzó a llamar “sectores vulnerables”. La “igualdad”, según los diccionarios del Banco Mundial, trocó en “equidad”. La “injusticia” en “inequidad”. “Militantes” en “operadores políticos”. “Socialismo” en “capitalismo popular de mercado”.
El posibilismo es una ideología que le quita ideal a la política. No es ausencia de ideología, sino una que le asigna al escepticismo la centralidad en los análisis. Las cosas se desidealizan cuando salen mal. El escepticismo, entendido como la atenuación de las convicciones, las afirmaciones y los compromisos, es la contracara de la idealización.
Podría decirse que la política nacional, cuando se sintió desarmada e impotente frente a los cambios producidos en el mundo, con un Francis Fukuyama decretando el fin de la historia, se refugió en su versión más escéptica. Sumado al tajo del genocidio, a la derrota de toda una generación idealista que pretendía cambios revolucionarios en el país, encarnó en una política muda de sueños, carente de vocación transformadora.
Algunos dirigentes que todavía deciden en el país —en su gran mayoría, no todos— eran ya dirigentes, algunos de ellos funcionarios, otros diputados o intendentes, cuando las atrocidades cometidas por el terrorismo de Estado eran ampliamente conocidas y, sin embargo, muchos estaban de acuerdo en que no debían ser juzgadas porque esto podía comprometer la gobernabilidad democrática, trabajosamente conseguida durante la transición. No se trata de un reproche moral a destiempo, aunque también sería válido hacerlo. Ni siquiera de imputarles, a la distancia, complicidad por omisión. Pero esa “gobernabilidad democrática”, basada en la impunidad de crímenes que la humanidad repudia, era hija de un temor internalizado por una generación aniquilada por el genocidio.
Mientras el Estado no se hizo cargo del trauma social derivado nada menos que de un dantesco exterminio colectivo, los reclamos por memoria, verdad y justicia sobrevivieron en las calles, en las casas, en los organismos de derechos humanos, en los sindicatos y en expresiones testimoniales autónomas.
La experiencia luminosa iniciada por el alfonsinismo con el Juicio a las Juntas sucumbiría con las posteriores leyes de Obediencia Debida y Punto Final, escenario sombrío agravado por los indultos del menemismo y sus políticas de pacificación y reconciliación, que intentaron clausurar medio siglo de profundas y hasta sangrientas controversias nacionales legalizando un orden, el de la impunidad y el olvido.
No se trata de desconocer que el alfonsinismo lidió con una transición sumamente peligrosa, acorralado por planteos militares, jaqueado por el endeudamiento sideral heredado y los recurrentes golpes de mercado. El Juicio a las Juntas, piedra angular de la democracia argentina moderna, hito que restableció el Estado de Derecho en el país, superó al de Núremberg porque fue hecho por jueces argentinos y en territorio nacional. No comprender que, entre todas las variables de democracia posibles en la década de los 80, Alfonsín decidió tensionar hasta donde su propia correlación de fuerzas se lo permitió sería restarle méritos ciudadanos a alguien que verdaderamente los tuvo y se jugó por ellos.
Equiparar los crímenes perpetrados por el Estado terrorista con los cometidos por las organizaciones armadas fue un exceso nacido de sus ansias de sobrevivencia. Con el diario de varios lunes sobre la mesa, su “teoría de los dos demonios” puede ser leída como una imperfecta y odiosa salida del laberinto de sus problemas por arriba. Pero Argentina venía de la “autoamnistía” del último presidente de facto, Reynaldo Bignone, no de la Toma de la Bastilla. El Partido Militar, aunque replegado, conservaba su poderío, y las corporaciones económicas, que finalmente habían aceptado una transición más o menos ordenada de la dictadura, de ninguna manera querían ver inaugurado un proceso de revisionismo continuo sobre lo ocurrido en el periodo 76-83 que las comprometiera en investigaciones de delitos de lesa humanidad.
Esa revisión podría dejar en evidencia —como ocurrió entrado el siglo XXI, con el kirchnerismo en el gobierno— que la sangrienta historia reciente necesitó la complicidad de grupos empresarios. Una cosa era ser reconocidos como “capitanes de la industria”, mote que les adjudicó el alfonsinismo, y otra admitir que habían sido beneficiarios de la nueva matriz productiva resultante del terrorismo de Estado.
Una democracia frágil
En 1975, tras dos años de gobierno peronista, la renta nacional se dividía en partes iguales entre trabajadores y empresas. Durante la dictadura cívico-militar, esa relación fue alterada regresivamente. Un caso vale como ejemplo. Loma Negra, por entonces del clan Fortabat, afincada en Olavarría, antes del golpe del 76 tenía un costo laboral del 19 por ciento. Cuando Alfonsín fue elegido presidente, luego de que la dictadura asesinara al abogado de la Asociación Obrera Minera —Carlos Moreno—, suspendiera el derecho a huelga y aterrorizara a los trabajadores reclamantes de la empresa durante siete años, ese mismo costo representaba solo el 9 por ciento, según datos oficiales de la Oficina de Investigación Económica y Análisis Financiero de la Procuración General de la Nación.
En todas las actividades pasó algo parecido. El combate contra la guerrilla fue una fenomenal excusa para que las patronales ajustaran cuentas económicas con sus trabajadores y el sindicalismo organizado. La dictadura produjo un reparto desigual del ingreso, volviendo a instalar el patrón de distribución de la riqueza anterior a la vuelta de Perón, lo que se tradujo en un incremento exponencial de las rentabilidades empresarias y en una feroz caída del salario real.
“Nuestro objetivo era ir hacia una economía de mercado, liberal. Queríamos también disciplinar al sindicalismo”, confesaría Jorge Rafael Videla varias décadas después del golpe, entrevistado por Ceferino Reato para su libro Disposición final. La confesión de Videla sobre los desaparecidos. “Se quedaron cortos, tendrían que haber matado a mil, a diez mil más”, le reprocharon grandes empresarios que lo frecuentaban, siempre según su propio testimonio.
Los hechos no lo desmienten.
La Junta Militar que presidió intervino la mayoría de los grandes sindicatos y federaciones, comenzando por la CGT. Hasta 1979 se habían intervenido cincuenta y siete de las principales organizaciones obreras y se les había retirado la personería jurídica a ocho. El 90 por ciento de los trabajadores desparecidos o asesinados fueron activistas gremiales. Según la presentación que hizo la CTA en 1998 ante el juez Baltasar Garzón, en España, de los treinta mil desaparecidos, el 60 por ciento fueron obreros.
Una democracia frágil no soportaba tanta verdad. El alfonsinismo no pudo con tanto. Su propio partido había aportado trescientos diez intendentes a la dictadura. La responsabilidad civil en la autoría ideológica del golpe del 76 ocuparía espacios marginales en los relatos oficiales, hasta el siglo XXI.
Punto y seguido
El menemismo, a diferencia del alfonsinismo, que había vacilado entre el juzgamiento y el perdón legislativamente discriminado según los rangos, promovió una lectura de guerra fratricida donde todos los sectores tenían algún tipo de responsabilidad. Desde su condición de ex preso político, Carlos Menem decretó indultos beneficiando tanto a mandos militares como a ex guerrilleros y encaró, con el aval de la Iglesia Católica, un movimiento por la desmemoria colectiva, tratando de clausurar medio siglo de controversias mediante un abrazo con Isaac Rojas y la repatriación de los restos de don José Manuel de Rosas. Dejó, eso sí, abierta la posibilidad de buscar a los chicos apropiados por pedido de Abuelas, y hasta la última etapa de su segundo mandato insistió con su idea de demoler la ESMA y levantar allí un monumento a la Unión Nacional, copia del franquista Valle de los Caídos, en España.
Pero tampoco la solución llegó así. Ni con los castigos a medias. Ni con la impunidad total de los crímenes.
Los libros son artefactos misteriosos. Tienen efectos que, muchas veces, van más allá de sus posibilidades aparentes. En 1995 salió publicado El vuelo, una larga entrevista de Horacio Verbitsky al marino Adolfo Scilingo, quien revelaba por primera vez cómo se habían arrojado detenidos-desaparecidos al mar desde aviones de la Armada Argentina. Y causó una enorme conmoción pública.
El vuelo convirtió el punto final del Nunca más de la Conadep en un punto seguido. Reabría el debate sobre las crueldades omitidas. Dos años después de su publicación, el juez Garzón ordenó la prisión de Scilingo y la captura internacional de otros diez ex jefes de la Armada por considerarlos responsables del “diseño, desarrollo y ejecución” de un “plan criminal de eliminación sistemática de personas”.
La resolución de Garzón hablaba de asuntos que en nuestro país, por entonces, eran testimoniales, sin ningún efecto jurídico. Basado en los principios de justicia universal, sin embargo, Garzón acusó a los represores de delitos de “genocidio y terrorismo” cometidos en “340 centros clandestinos de detención, tortura y exterminio” y de la apropiación de “500 recién nacidos sustraídos a sus madres detenidas”.
La orden de captura estaba vigente para todo el mundo, porque los delitos investigados eran considerados de lesa humanidad, excepto en la Argentina, donde existía un régimen de impunidad legal garantizada para los asesinos de una generación completa. Aunque, lentamente, el consenso del olvido y la impunidad comenzaba a resquebrajarse.
Mientras crecían los cuestionamientos al modelo menemista y los casos resonantes de corrupción —como el Swiftgate o el caso IBM-Banco Nación— ganaban la tapa de los diarios, Menem consiguió —con el concurso de Alfonsín, que de paso lo convenció de incorporar a la Carta Magna tratados internacionales, como el Pacto de San José de Costa Rica— modificar el artículo de la Constitución Nacional que le impedía competir por otro mandato. En 1995 obtuvo su reelección, hecho significativo que los analistas atribuyeron al “voto cuota”, el “voto licuadora” o directamente “vergonzante”, como se bautizó al sufragio de tomadores de créditos para compra de electrodomésticos, o incluso de viviendas, que querían asegurar la continuidad del sistema justo cuando comenzaban a advertirse síntomas de agotamiento de ciclo.
El modelo económico, apalancado en las privatizaciones de grandes empresas públicas, la emisión de deuda y una Ley de Convertibilidad que ataba el peso al dólar en situación de paridad, venía apagando sus motores. La inflación, que había llegado a ser hiperinflación entre 1989 y 1990, ya no era el problema principal, pero las disputas de Menem con Domingo Cavallo sobre la paternidad de los logros obtenidos, las críticas de Eduardo Duhalde sobre el costo social de las medidas, la pérdida del superávit fiscal y los coletazos del efecto Tequila, en apenas un año de su segundo mandato, se llevaron buena parte de las reservas, derivando en una recesión y en un enrarecimiento del clima político.
La profundización de la crisis, agravada por el síndrome del “pato rengo”, que ataca a los presidentes en retirada y sin posibilidad de ser reelectos, generó un nuevo escenario donde comenzaban a discutirse las formas, los alcances y los eventuales candidatos del posmenemismo. De pronto, aunque la política todavía seguía siendo hegemonizada por el posibilismo, la sociedad descubría que había una Argentina a gobernar después de Menem. La historia seguía su curso, a pesar de Fukuyama. Las mayores críticas al oficialismo, por entonces, hay que decirlo, eran estéticas: irritaban sus modales, sus corruptelas y sus amistades.
El partido de la Convertibilidad, que tenía características transversales, no sabía cómo continuar con el “uno a uno” y tampoco cómo desligarse de esa atadura para licuar los déficits. Las condiciones externas e internas habían dado un vuelco inesperado. Aun así, las advertencias sobre las consecuencias del modelo en el tejido industrial y productivo ocupaban un lugar secundario en la agenda pública.
Otra Argentina nos esperaba
Mientras Menem quedaba cada vez más aislado, dos grandes espacios políticos comenzaron a articularse en oposición a sus deseos personales de eternizarse en el cargo. Por un lado, la Alianza, donde compartían terreno la UCR y el Frepaso, cuyas demandas eran más institucionales, con eje en la lucha contra la corrupción y la transparencia en la gestión de gobierno. Por el otro, un peronismo conservador pero no neoliberal, de sesgo productivista y mercadointernista, decidido a llevar como candidato a Duhalde.
Sepultado el sueño reeleccionista de Menem, un gobernador sureño desconocido por el gran público, Néstor Kirchner, fue el que con mayor énfasis apoyó el proceso de ruptura del bonaerense con el riojano. A mediados de la segunda mitad de los 90, Kirchner lanzó el Grupo Calafate, un think tank crítico del menemism