Sombras en la Luna

Gloria V. Casañas

Fragmento

Corporativa

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A mi hijo Pablo, que comparte

la pasión por el western.

¡Y el espíritu de Navidad!

“Aunque el capullo tenga sabor amargo, dulce será la flor.”

WILLIAM COWPER,

Himnos de Olney,
siglo XVIII

PRÓLOGO

Ismael se detuvo frente a la oficina de diligencias, en cuya puerta se apiñaban las carretas y los pasajeros que pretendían cruzar el Mississippi. Ancho y caudaloso, el río les advertía que más allá se extendía la tierra desconocida, la de los grandes cielos, la de los desiertos infinitos. Su sola mención causaba desasosiego y también entusiasmo. Era el nuevo desafío, una vez que el lado oriental del río había sido conquistado por los asentamientos de colonos.

Una pancarta estampada en la pared sucia de marcas rezaba: “Vete al Oeste, joven, y crece en el país”.

Al pie figuraba el nombre de Horace Greeley, autor de la arenga que en los últimos años movilizaba legiones de pobladores desde las tierras herbosas del Este hacia las praderas áridas del Oeste.

Ismael arrancó la lámina y entró con ella a la posta de carretas.

El interior destilaba aromas de tabaco y sudor. Había más bullicio adentro que afuera, pues tanto los postillones como los empleados discutían a los gritos el precio del pasaje y las condiciones del viaje con los entusiastas colonos, que creían resolver sus vidas atravesando cinco estados hasta el anhelado Oregón.

—Su mujer está de encargo, y parirá en el camino. Son casi seis meses de viaje –decía uno de los empleados tras el mostrador, mientras se rascaba la cabeza bajo la visera de cuero que le apretaba las sienes.

—¡Eso es cosa mía! —bramaba el esposo, enfurecido.

Le habían dicho que existía oro en aquellas montañas lejanas, y él no desperdiciaría la ocasión de hacerse rico, por fin. La esposa, una mujercita delgada y macilenta, callaba, muerta de miedo ante los cuentos que escuchaba a diestra y siniestra. Torrente, cañón, mesa, pradera eran palabras desconocidas para ella, así como las referencias a personas bestiales que al parecer pululaban en aquel espacio aterrador.

—Dicen que son indios salvajes, que nadie los ve ni los escucha hasta que caen sobre las diligencias con los cuchillos entre los dientes.

—Y que coleccionan cabelleras, sobre todo las de las damas rubias.

Esto último fue dicho con malicia por un gordinflón que ambicionaba un puesto en la caravana y esperaba que aquella pareja no consiguiese ocuparlo. Miró de reojo a la mujer y sonrió satisfecho al comprobar que su comentario había dado en la diana. La joven esposa comenzó a tirar de la manga del marido, ansiosa por disuadirlo de aquella empresa.

Ismael se acercó al mostrador con aire reservado. Él también deseaba transitar la ruta de Oregón, aunque sus motivos distaban mucho del de la mayoría de aquellos hombres. Siempre supo que sería un lobo solitario, como los que se alejan de la manada para evitar la lucha que implica disputar el poder al macho de su propia sangre. Dos lobos alfa no podrían convivir. Hasta su pelaje lo volvía distinto. Llevaba los estigmas de una enfermedad que le perdonó la vida a cambio de repulsivas cicatrices por todo el cuerpo y el rostro, marcas que ahuyentaban a los hombres y, por supuesto, a las mujeres.

Salvo a Juliana. Ella no había reparado en sus feas marcas de viruela, y si lo había hecho, no lo demostró jamás. Claro que Juliana Balcarce no era una mujer corriente, era una Mujer Medicina. Él lo notó en el primer momento que la vio, ofendida por el maltrato de David Amherst. El recuerdo de su medio hermano le arrancó una sonrisa breve. Se habían criado juntos sin saber que compartían la vena del padre, el orgulloso tercer barón de Amherst.

A Ismael poco le importaba la pérdida de su atractivo varonil, eso era nada comparado con la de su mundo ancestral, su tierra boscosa rodeada de agua. Wendat, la confederación de los Hurones, la Huronie de los franceses cazadores de pieles. Muchos extraños habían pisoteado su suelo sagrado hasta convertirlo en lotes que se vendían al mejor postor. Y ahora pretendían hacer lo mismo con aquella tierra inhóspita que se extendía hacia las Rocallosas, tan lejana que casi nadie sabía nada de ella. Dudaba de que aquel territorio recalentado por el sol se pareciese a los lagos profundos que reflejaban la sombra de los venados, o que tuviera el perfume de los bosques envueltos en niebla. Tampoco debía de haber allá árboles de raíces gigantes donde el castor construyese puentes y cascadas.

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