Prólogo
Aquí me pongo a cantar,
al compás de la vigüela,
que el hombre que lo desvela,
una pena estrordinaria,
como la ave solitaria,
con el cantar se consuela.
Martín Fierro, José Hernández
El 5 de marzo de 1946, en un memorable discurso pronunciado en el Westminster College de Fulton, Missouri, Winston Churchill fue el primero en alertar que “desde Stettin en el Báltico hasta Trieste en el Adriático, una cortina de hierro ha descendido a través del continente”. Con esa expresión, que quedaría acuñada para siempre, el gran estadista británico —que años antes también había puesto al descubierto las intenciones expansionistas de Adolf Hitler— se refería a la barrera impenetrable que la Unión Soviética había tendido para dedicarse sistemáticamente a erigir un imperio en Europa oriental. Una vez más estaba en lo cierto. Los comunistas rusos ya habían tomado el poder en Polonia, Hungría, Yugoslavia, Rumania, Bulgaria y Albania. El victorioso Ejército Rojo ocupaba Berlín y gran parte de Austria, mientras grupos de guerrilleros dirigidos por Moscú trataban de apoderarse de Grecia.
Eran señales ominosas que presagiaban el advenimiento de un nuevo conflicto. La realidad estaba al alcance de todos, pero por entonces muy pocos estaban dispuestos a percibirla sin autoengaños. Después de tanta lucha, después de tanta destrucción y de los millones de muertos que dejó tras de sí la Segunda Guerra Mundial, nadie quería ni siquiera pensar en la posibilidad de otro enfrentamiento. La amenaza rusa para el Occidente permanecía en estado de latencia, pero todavía no había llegado a alarmar más que a unos pocos que ya vislumbraban cuál podía ser el porvenir bajo la dominación del régimen soviético.
Los vientos de izquierda soplaban fuerte. Con Alemania dividida y en ruinas, los partidos comunistas en Italia y Francia pregonaban la necesidad de un estrecho entendimiento con el Kremlin, en tanto que, en elecciones libres, disputaban el poder a los sectores verdaderamente democráticos.
La Guerra Fría, sustituto de un conflicto armado entre los vencedores de la Alemania nazi, todavía no había comenzado oficialmente. Faltaban un par de años para que a raíz del Golpe de Praga de febrero de 1948 —que reemplazó la democracia parlamentaria por la dirección del partido único en la entonces Checoslovaquia— ya no hubiese duda alguna para nadie en las potencias occidentales de que el peligro soviético debía ser enfrentado. El continente europeo, que apenas había empezado a restañar las heridas de la conflagración mundial, volvió a ser el escenario de una importante crisis internacional.
Todos los factores apuntaban en esa dirección. Los Estados Unidos habían lanzado el Plan Marshall, destinando inmensas sumas de dinero para ayudar a la recuperación de las devastadas economías de sus aliados (20 mil millones de dólares de esa época). En represalia, la URSS estableció el bloqueo de Berlín, que emergía como una isla rodeada por la Alemania comunista. Resulta pertinente recordar que la antigua capital alemana estaba dividida en cuatro sectores ocupados cada uno por fuerzas norteamericanas, francesas, inglesas y rusas, respectivamente. En la práctica, el bloqueo tenía por obvia finalidad aislar a los occidentales, impidiendo el paso de transportes terrestres o fluviales. Para solucionar esa situación, Washington dispuso un constante puente aéreo a fin de abastecer de todo lo necesario a la población alemana y a los ejércitos aliados. Durante 322 días y mediante 277.728 vuelos, la Fuerza Aérea norteamericana transportó 1.600.000 toneladas de víveres. El récord se alcanzó el 16 de mayo de 1949, cuando 1344 aviones trasladaron 12.940 toneladas, una cifra equivalente a la capacidad de 22 trenes de 50 vagones cada uno. El permanente arribo de aviones cargados de mercancías resultó una operación muy negativa para los soviéticos. Significaba que los Estados Unidos tenían el completo dominio del aire y a nadie le pasó inadvertido que, así como llevaba productos, también podía cargar bombas para lanzarlas sobre sus enemigos.
Moscú cambió rápidamente de política y buscó la manera de enmendar su error. La vía de escape la proporcionó el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, que, alarmado por la proporción del peligro, intervino para acercar una salida que resultara aceptable para ambas partes. A la Argentina, en la persona de su ministro de Relaciones Exteriores, Juan Atilio Bramuglia, que presidió el Consejo, le correspondió desempeñar un papel muy importante, dado que tuvo en sus manos aportar la solución buscada.
Al mismo tiempo que todo esto ocurría, en simultáneo con los sucesos de Praga, las potencias occidentales dieron otro paso crucial en su propósito de frenar la expansión soviética: la creación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Se trataba de una estructura eminentemente militar con un comando único y establecía que, en caso de un ataque a cualquiera de sus miembros, éste debía ser considerado como un ataque al conjunto. Los rusos retrucaron formando el Pacto de Varsovia, integrado por las llamadas “democracias populares”: es decir, todos los países de Europa oriental sometidos al arbitrio de la entonces URSS.
Una excepción fue la Yugoslavia liderada por el mariscal Josif Bros, “Tito”, quien resistiendo el brutal intento de Joseph Stalin de sojuzgar a aquel país, denunció las ac