Amor en acción

Claudio María Dominguez

Fragmento

Yo crecí con la idea de que el mundo solo tiene los límites de la imaginación, lo que puesto en otras palabras significa, lisa y llanamente, que nada es imposible.

Hay seres sublimes que derraman luz y permiten que su energía despierte en otros la fascinación por la vida. Para eso utilizan las armas más nobles: el Amor y el Servicio.

Siempre supe que conocería a la Madre Teresa y además pensé que ese encuentro sería en Calcuta, el lugar que ella eligió para vivir y asistir a “los más pobres de entre los pobres”.

Cuando ella recibió el Premio Nobel de la Paz, yo tenía dieciocho años, y sus palabras expresadas con pudor me hicieron comprender que el verdadero milagro era cambiar la percepción de la realidad, y una vez que logramos descorrer los velos del alma, la vida se muestra en toda su plenitud.

De sus labios arrugados brotaba el amor, el más puro y generoso amor incondicional. Es seguro que, a través de los televisores del mundo, una dosis de ese amor se instaló en millones de hogares y quizá nunca más se fue.

Esa mujer diminuta que hizo llorar al comité de preclaros que la premiaban cuando pidió que se cancelara la cena de gala en su honor y que ese dinero se utilizara para adicionarlo a la ayuda concreta de carecientes y enfermos, se convirtió en ese instante, y formalmente, en el poder social y político más extraordinario del mundo espiritual.

Esa mujer que, a punto de cumplir setenta años, en ese acto, explicó que las únicas posesiones con que contaban ella y sus misiones de caridad eran tres saris (vestidos blancos con bordes azules acorde a la tradición india, uno para el día, otro para lavar y el tercero de recambio) echó por tierra, en ese instante, la tradicional ostentación eclesiástica que durante siglos fue ahuyentando en masa a los fieles de la Iglesia.

Yo supe que la conocería y me derretiría de amor. Me vi besándole las manos y agradeciéndole cada latido de su existencia. Solo que para eso tuve que esperar dieciséis años más.

El año 1995 fue el mejor de mi vida. El año en que empecé a vislumbrar con placer y aceptación todo lo que la gracia de Dios continuaba dándome. El año en que vi mi propia naturaleza en el espejo, y el corazón abierto ante prodigios frente a los cuales no existen palabras lo suficientemente ricas para expresarlos. A un año así, solo podría tocarle un final inolvidable.

El viaje a la India, a mediados de noviembre, fue ese premio. Era la segunda vez, en pocos meses, que llegaba a la India. La primera había sido en junio, para explorar el enigma de Sai Baba, y fueron tanto el deslumbramiento y las revelaciones que decidí volver pocos meses después para conocer a la Madre Teresa.

Sentí que ese sería el momento, y, aunque las frases de aquellos con quienes lo comentaba conspiraban para el desencanto, yo sabía que debía ir de todos modos.

Organismos oficiales, periodistas amigos y no tanto, devotos y voluntarios, productores e investigadores, todos habían deseado entrevistarse con ella y a todos les había sido sistemáticamente negado. Es más, cada referencia situaba a la Madre Teresa en una latitud diferente y en lugares alejados del globo: en Roma junto al Papa; en Nueva Jersey recibiendo un doctorado; en Cocorote, Venezuela, primera misión de caridad fuera de territorio Indio; junto a la viuda del hijo de Indira Gandhi en recorrida por las aldeas más humildes de Kerala. No había seguridad sobre la ubicación de la Madre Teresa. Finalmente conseguí el teléfono de la Misión Central de la Madre en Calcuta. Una monjita correcta pero firme me atendió y, ante mi pedido, llamó a una asistente directa de la Madre, quien me confirmó que en los próximos días la Madre Teresa no se movería de la ciudad. Frente a mi pedido incómodo de una entrevista personal, y, para colmo, para la televisión, solo obtuve la siguiente respuesta:

—Hace años que no se otorgan entrevistas, pero usted en lo personal y sin la presión de un reportaje puede acercarse hasta nuestra Misión y quizá conocer a la Madre.

Bastaron esas palabras y una sensación envolvente para confirmar en los minutos siguientes mi viaje a la India. La fecha coincidía con el cumpleaños número setenta de Sai Baba y decidí pasar primero por su ciudad para asistir al espectáculo que se anticipaba único, de millones de personas procedentes de naciones del mundo entero acercándose para ver a su guía espiritual. Desde allí podía trasladarme a Calcuta y cumplir el deseo de tener frente a frente a la mujer más admirada y amada del planeta.

Ya en el ashram de Sai Baba, logré lo que más ansiaba, refirmar los prodigios vividos en mi primer viaje junto a él, pudiendo recoger testimonios apasionantes. El pico de bendiciones de mi segunda estadía en Prashanti se concretó la noche en que soñé con ella.

En mi sueño me despertaba llevado por un anhelo, llegaba hasta un teléfono y discaba el número del hogar de la Madre.

Sin tiempo de espera ni tensión, una voz reconocible y perfecta respondía del otro lado de la línea:

—Habla la Madre Teresa. Te estoy esperando.

Al escuchar estas palabras, me desperté, con la perturbación de quien ha vivido un sueño mágico pero incompleto, y dejé que mi mente y mi cuerpo me llevaran en instantes hasta el locutorio de la ciudad de Baba, a escasos metros de donde yo me hospedaba.

En las primeras horas del 21 de noviembre, con el calor ya excediendo en mucho la marca habitual de esa época del año, disqué el número de la Misión, casi con miedo. Miedo por mis propias dudas, y por el desborde de la emoción de las imágenes soñadas que todavía no se desvanecían. Segundos después, una voz disipó las tormentas, diciendo textualmente:

—Buen día. Habla la Madre Teresa.

Yo me quedé mudo, y lo peor fue que cuando intenté reaccionar y responder, la emoción me bloqueó la garganta y solo atiné a emitir un balbuceo incomprensible.

—Habla la Madre. ¿Quién es? —insistió la voz del otro lado de la línea, en un inglés que se entendía perfectamente.

En pleno llanto pude pedirle que perdonara mi emoción, que nunca hubiera imaginado ser atendido por ella, que era un visitante argentino en la India, que estaba investigando los fenómenos espirituales y deseaba entrevistarla para la televisión. Mientras soltaba la frase, en mi más íntima convicción, le expresaba cuánto la amaba y que me concediera la bendición de verla.

No tuve que esperar su réplica. Con la cadencia infinita de la música me dijo:

—Me llega tu emoción y la comparto en Dios. Hay un cerco muy difícil de salvar que es el de las hermanas de la Misión, quienes no permiten que se me entreviste porque no he estado bien de salud, pero si logras convencerlas yo estaré feliz de recibirte mañana.

—¿A qué hora le parece, Madre querida? —pregunté entre lagrimones, reaccionando apenas ante sus palabras.

—A las 16. Tenemos un ratito, nada más.

—Allí estaré. Gracias. Gracias, de todo corazón.

—¡Que Dios te bendiga!

Lo primero que hice fue llamar a mi esposa y mis

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