Introducción
EL REGRESO DEL HÉROE
Vengo de un hogar muy pobre, pero también muy culto. En mi casa jamás faltaron los libros. Tal vez sí faltaba la comida, literalmente, porque tengo un origen realmente humilde, pero siempre recuerdo una biblioteca atiborrada de páginas y de volúmenes de todos los tamaños y colores. Se ve que a mis padres su biblioteca les marcó el viaje. Eran personas que estaban en la cultura, no necesariamente en la espiritualidad, pero sí en eso que podemos llamar “la cultura”. Vivíamos en un lugar chiquito, en el centro, y yo iba al colegio sobre la calle San Martín, a unas veinte cuadras de casa. Para que se entienda a qué humildad me refiero: mis padres me daban muy poco dinero, y yo podía elegir: o usaba esa plata para el colectivo o me compraba un alfajor. Desde luego, terminaba siempre caminando hasta el colegio, de ida y de vuelta.
Y en casa me esperaban los libros, que yo también amaba. En esos anaqueles había de todo: no solo mitología grecorromana; también estaban los grandes autores, Shakespeare, José Hernández, Lope de Vega, Calderón de la Barca, Molière, Victor Hugo, Edgar Allan Poe, y hasta los clásicos de Agatha Christie y Sherlock Holmes. Libros, libros, libros. Era obvio que yo aprendería a leer y a escribir pronto. Efectivamente, a los tres años ya me enchufaron el mandato de leer y de escribir. De forma rudimentaria, por supuesto. Me habían enseñado la relación entre las letras, entre las sílabas, y creo que a los cuatro años ya estaba leyendo solo. También me llenaron de idiomas extranjeros. Eso me encantaba. Seis idiomas, también de muy chiquito. No es que los dominaba a la perfección, pero me las arreglaba perfectamente. Mi madre me llevaba a los concursos y yo ganaba siempre respondiendo las preguntas en inglés, en francés.
Esa fue, de niño, mi vida “de cultura”. Pero, en definitiva, de toda esa cultura lo único que me gustaba con verdadera pasión y que pedía con insistencia eran el Martín Fierro y la mitología griega. Ahí estaba mi gusto real. Adoraba esas historias. Todas. Y con eso me criaron, y con eso me machacaron viendo que a mí tanto me gustaban: la Guerra de Troya, los viajes de Ulises, los dioses del Olimpo, los trabajos de Hércules, Teseo, los Argonautas, Agamenón, Prometeo… Esa fue mi infancia. Eso era parte de mi vida cotidiana.
Sin embargo, y desde luego, nunca nadie me explicó esas historias desde lo espiritual, sino solo desde lo mítico-heroico. Lo más espiritual sería la lucha entre el bien y el mal. La lucha entre los héroes y los malvados. Y a mí me sorprendía mucho cómo esos dioses —que de dioses no tenían nada, porque estaban llenos de connotaciones humanas— se dividían por su rencor, por sus pasiones, por sus deseos de venganza, por sus calenturas sexuales. Esos eran los dioses del Olimpo. O cómo armaban bandos para defender a los mortales. Eso se ve perfectamente en la Ilíada, donde se cuenta la mítica Guerra de Troya. Los dioses tomaban partido, y ayudaban o perjudicaban a los mortales según sus caprichos y sus afinidades, sus gustos, sus envidias. Es decir, una especie de simbiosis entre divinidades y seres humanos que luego percibí como rasgo común en otras culturas y en otras religiones. “Yo y el Padre somos uno y ustedes están hechos a imagen y semejanza, yo los llevo a la divinidad”, anunció Jesús. Vale decir, el hombre baja a Dios a su imagen y semejanza, y los dioses también tienen tus rencores, tus anhelos, tus deseos. En cuanto a mí, en aquel momento ese gusto por las historias mitológicas me llevó por otro camino, no por el espiritual. Era, después de todo, un niño, parte de un hogar donde no había una gran conversación espiritual, por no decir ninguna. Pero el saber cultural sí estaba, y lo usé. A los nueve años me anoté en el programa de televisión de mayor rating de aquella época —Odol pregunta—, y gané el millón de pesos que había de premio.
Y no fue idea de mis padres. Se me ocurrió a mí. Un día me enteré de la existencia de ese programa y del millón de pesos que había para el ganador, entonces me fui a averiguar cuánto era un millón de pesos, y me di cuenta de que con eso pagábamos todas las deudas familiares, lo que suponía un inmenso alivio para todos. Me anoté sin dudarlo. Empecé a mandar cartas al edificio Odol, que quedaba en la esquina de Viamonte y Paraná. Nunca me contestaban. Nunca. Mandaba carta tras carta, dos años enteros mandando cartas. Y nadie me respondía. Un día me harté tanto de esperar que fui caminando hasta el edificio. Me recibió el portero. Un tipo grande, alto, enorme. O esa es la imagen que conservo porque yo era chiquito. Me le planté adelante y le dije que mandaba cartas todo el tiempo para participar pero que esa gente no me contestaba jamás. ¿Por qué?, lo increpé. ¿Porque soy chico no me contestan? Estaba enojado, y tanto insistí que fue a averiguar. Levantó un teléfono interno y llamó al piso 14. Les explicó la situación. Les dijo que había en la entrada un chiquito muy enojado porque jamás le contestaban las cartas que mandaba para participar del programa. Y la secretaria le respondió que sí, que efectivamente recibían esas cartas, pero que las tiraban porque creían que era una broma. El portero le explicó que no, que era cierto, y que el chiquito ese estaba ahora ahí en persona, esperando. “Hágalo pasar ahora mismo”, le dijeron del piso 14. Y ahí fui. Me acuerdo perfectamente de todo. Entré en una gran sala, donde estaba el director y un montón de gente más.
“¿Así que vos sos ese chiquito Domínguez que dice que sabe?” “Sí, ustedes se ve que le contestan a la gente grande solamente”. Y me senté. Entonces empezaron a probarme: “¿Dónde nació Homero? ¿Qué islas se disputan el honor de haber sido su cuna? ¿Cómo empieza la Guerra de Troya? ¿De dónde vienen Menelao y Agamenón? ¿Dónde estaba el talón de Aquiles?”. Y entonces uno dijo: “Bueno, basta, que empiece la semana que viene y que salga al aire”. Y ese día me cambió la vida para siempre.
Una sola vez había participado un menor en Odol pregunta. Un chico de quince años que había contestado sobre Borges. No había sido una experiencia muy feliz, porque había perdido, y a los productores del programa les había quedado una imagen triste de un adolescente que había llorado en cámara, desconsolado. Entonces no estaban tan seguros de querer invitar a otro chico, pero yo les expliqué que para mí eso era un juego, que no me lo tomaba muy en serio, y que no iba a llorar. También les aclaré que no iba a llorar porque pensaba ganar. Por supuesto, me probaron más exhaustivamente. No aceptaban a cualquiera. Primero había que demostrar que uno efectivamente sabía sobre el tema acerca del cual quería responder. Durante un mes me habrán hecho unas quinientas preguntas, para asegurarse de que estaba apto para salir al aire sin hacer papelones. Después de todo era un programa de televisión. Tal vez el más visto de aquel momento. Un éxito verdaderamente inmenso. Por eso, si uno más o menos sabía esas quinientas preguntas iniciales, luego era difícil que los interrogantes durante el programa mismo se alejaran demasiado de eso.
De todos modos no era para nada sencillo, porque había preguntas bien complicadas. O, más que complicadas, capciosas. Cuando querían que algún participante perdiera porque el rating no los favorecía, fabricaban una de esas preguntas enredadas y confusas, y a otra cosa, que pase el que sigue. La mecánica del show indicaba que cada participante jugaba por todo o nada. O bien podía plantarse allí y retirarse con lo ganado. A mí en aquel momento ese premio de un millón de pesos me parecía la salvación absoluta para mi familia. En cierta medida lo era, porque nos iba a ayudar muchísimo. Y tanto empeño le puse a la mitología y a mi participación en el programa que al final gané, tal como les había advertido a los productores. Tenía nueve años. Y fue una experiencia bisagra para mí, porque se me abrieron mil puertas inesperadas.
A mis once años, además, se hizo un repechaje de Odol pregunta, una rueda de los grandes ganadores anteriores, y me ofrecieron ir nuevamente. Y gané otra vez. Participé junto con un hombre muy conocido en aquel momento, que respondía sobre aves. Un tal Marateo, que conocía todos los pájaros argentinos. Y se hizo tan famoso que hasta circulaba una frase popular basada en él: “¿Qué pájaro sos que Marateo no te conoce?”. Ese segundo programa de Odol potenció mi vida aún más. Casi no nos dejó dinero, porque lo usamos para saldar deudas, pero sí me dio el regalo divino de conocer el mundo. ¿Por qué? Porque me dieron ciento diez pasajes de avión, para ir adonde yo quisiera. Conocí lugares, gente, culturas. Vi en directo lugares sobre los que solo había leído, y que jamás había soñado siquiera con visitar. Fui al Partenón, a las pirámides de Egipto, al carnaval de Río. Y todo eso antes de cumplir siquiera los quince años. Viajaba con mi abuela o con mi madre. Durante cinco años llegamos a usar apenas la mitad de esos pasajes. Fuimos a todos lados. Eso me transformó en otra persona. Me abrió posibilidades de estudio y de trabajo. García Ferré, por ejemplo, el genio de la animación para chicos, me ofreció escribir para Anteojito, la revista infantil más popular de aquella época. ¿Y sobre qué escribí? Sobre mitos griegos, claro, adaptados para el público infantil. Así de compenetrado estaba con el tema. Me fascinaba. “Cuando el mundo era niño” se llamaba la sección. Fue una experiencia única que recuerdo con mucho cariño. Tal vez mi primer acercamiento a la palabra escrita.
A pesar del éxito y del reconocimiento popular, jamás dejé la escuela. Seguí estudiando, pero también continué con esa especie de vida pública que se había abierto para mí y me resultaba interesante, y que aceptaba con agradecimiento.
Es que ese programa de preguntas de Odol era realmente un éxito masivo. Eran épocas más simples que las de ahora. Había apenas tres canales, en blanco y negro. Y los miércoles a las 22, cuando se emitía Odol pregunta, atraía la atención de todo el país. Además, estaba conducido por verdaderos ídolos de la televisión: Cacho Fontana es tal vez el más recordado, pero estaban también Antonio Carrizo, y D’Agostino, y Bonardo. Antes de que yo me sumara, cuando Fontana me conoció, me auguró: “Lo tuyo va a romper todo”. No porque yo fuera más inteligente que los otros (toda gente culta que respondía sobre ópera, o los Beatles, o fútbol, o pintura), sino por mi edad. Y así fue. Un día hasta le ganamos en rating a una pela de boxeo entre Monzón y Benvenuti, un evento deportivo que literalmente paralizaba al país. También llegamos a ganarles en cantidad de audiencia a transmisiones de misiones espaciales desde la NASA, algo que también captaba muchísimo la atención durante aquellos años. Todo esto para explicar la masividad que adquirí durante esa época por el solo hecho de haber participado de ese programa de televisión, y que en definitiva es un poco el primer paso que me llevó a estar ahora escribiendo estas líneas. Le debo mucho a aquellos años.
La televisión me dio una fama inusitada, que yo acepté con inocencia. Me acuerdo de que los padres me usaban como modelo para sus hijos. Los atormentaban con mi ejemplo: tenés que ser estudioso como él, y los chicos me odiaban por eso. Y para muchos, y esto no me avergüenza para nada porque es parte de mi vida, sigo siendo “el chico de Odol”. Muchos de esos niños que ahora son hombres a veces se me acercan y me dicen: “Ahora te quiero porque estuviste con la Madre Teresa, pero antes te detestaba porque querían que fuera inteligente como vos”.
Odol pregunta me acompañó, entonces, muchos años más. No solo como participante, sino también como conductor. A mis dieciocho años un productor entendió que podía ser una idea interesante ponerme al frente del programa. Fue como un guiño para la audiencia: el chiquito que antes participaba respondiendo ahora hacía las preguntas. Y funcionó muy bien. Fue también un momento grato para mí.
Pero antes, de más pequeño, a raíz de mi primera aparición en el show, y aprovechando también la repercusión positiva en el público, recuerdo que Alejandro Romay, el director de Canal 9, que era muy astuto y muy inteligente, me eligió para participar de un ciclo que se llamaba La mesa redonda de los niños, un programa de debate infantil donde se tocaban distintos temas. No fue una experiencia que recuerde con especial adhesión, pero creo que era parte del paquete mediático que encaré con una cierta dignidad en aquella época. Eran mis primeros pasos.
De todos modos, más adelante sí logré divertirme genuinamente. Porque vino la parte histriónica, que me resultó muy gratificante. Fue otra idea de Romay, que me hizo participar en una telenovela que se llamaba ¿Dónde estás, papá? Era la versión a la criolla de Corazón, de Edmundo de Amicis, la famosa De los Apeninos a los Andes, ese chiquito que buscaba a su papá por los caminos del mundo. Y me gustó mucho. Nos divertimos enormemente durante un año con eso. Pusieron a grandes actores en esa tira: Susana Campos, Nora Cárpena, Bebán, los mejores de esa época. La pasé muy bien.
De todos modos fueron simples guiños; nada de eso marcó mi vida más que en lo mediático popular.
Durante esos años también empecé a recorrer el país para hablar en las escuelas, y para dar mi testimonio en las cárceles. Eso sí me resultaba muy notable y estimulante. Me pareció también muy conmovedor. Por primera vez entendí que había gente que creía que sus historias estaban truncas, pero que a pesar de eso se podían abrir puertas creativas. Y ahí vi también que mi propia vida había estado tocada por la varita mágica. Fue un contraste brutal para mí. Siempre tuve un lindo crecimiento. Sin grandes errores. Más bien mundano hasta los treinta años, luchando contra el ego de la figuración, y recién de los treinta en adelante encaré una búsqueda interior más sesuda, concienzuda.
Como dije antes, nunca dejé de estudiar. Terminé el secundario, como corresponde. Y después hice la facultad, pero libre. Nunca cursé una materia. Estudié Derecho y Ciencias Políticas. Pero cuando terminé me dije: “¿Para qué diablos hice esta carrera si no quiero experimentar la vida diplomática?”. En un momento, mi anhelo había sido estudiar diplomacia, nunca trabajar de abogado. Pero cuando empecé a ver, en mis viajes, cómo eran las embajadas nuestras en el exterior, me dije: “Esto ya no es para mí”.
Apelé entonces a mis idiomas, a mi cultura, a mi saber acumulado. Me dediqué al periodismo. Nacía una nueva faceta en mí. Me inventaba de nuevo. Fui entonces el típico gran cronista de las noticias del mundo. Hice viajes extraordinarios, y los idiomas me resultaron de gran utilidad, me abrieron puertas en tantísimos lugares. Cada vez que había que cubrir la entrega de los Oscar de Hollywood, o el Festival de Cannes, o seguir a Favaloro en un congreso médico, o entrevistar a Jimmy Carter cuando le daban el premio Nobel de la Paz, ahí estaba yo, dispuesto a viajar para buscar la noticia. Literalmente, recorrí el mundo entero con una cámara y un micrófono. Trabajaba para los grandes canales de televisión de la Argentina. Lo hice sin pausa, durante muchos años. Visité lugares extrañísimos.
También en esa época empecé a escribir ficción. Hice guiones bastante bravos. No textos burdos, pero sí provocadores. Ficciones que tenían que ver con un vuelo de agresiones en el mundo que yo canalizaba en esa escritura. La marca del deseo, Noche eterna, Ciudad prohibida. No eran relatos plácidos. Algunos hasta protagonizaron algún escándalo mediático. Eran relatos que tenían que ver con egos exacerbados batallando en el mundo. Se ve que yo hacía ahí mi última gran catarsis antes de cambiar otra vez de rumbo. Cosas que ni siquiera había vivido en mi vida privada diaria, las volcaba en aquellas páginas.
Pero fueron también años divertidos. Querían contratar mis historias, y yo las escribía feliz. Me sentía guionista, y trabajaba con rigurosidad y con entrega. También fueron momentos de íntima vinculación el cine, ya que yo era distribuidor de películas, algo que amaba profundamente y que fue mi sustento económico durante bastante tiempo. Me di grandes gustos. Compré películas que terminaron siendo enormes éxitos de público. Viajé a festivales, vi todo el cine del momento, tuve algunos aciertos que me colmaron de felicidad.
Ya en una etapa posterior, siendo más grande, junto con el nacimiento y el auge de los canales de cable (señales como Plus Satelital o Argentinísima Satelital), empezó una nueva etapa para mí: era hora de conducir mis propios programas. En ese momento me dije: “Vamos a virar hacia lo espiritual. Vamos a utilizar los mitos, la cultura, el héroe, la búsqueda de la dicha, el regreso del hijo pródigo, todo eso que tan bien supe de niño, para aplicarlo en lo espiritual”. El ciclo que inicié allí se llamó Un mundo mejor, y fue una etapa maravillosa y llena de felicidad. Salí de la cultura para entrar en la espiritualidad práctica. Pero nunca en esos años abandoné mi espíritu viajero ni mis ganas de ejercer el periodismo. Entrevisté a la Madre Teresa, a Sai Baba, a Juan Pablo II, al Dalai Lama.
Fueron años de enorme crecimiento personal y de un terrible aprendizaje. Años de despertar y de buscar. Casi dos décadas dedicadas a la difusión y la adquisición de la espiritualidad. Porque, si bien empecé progresivamente a meterme en ese mundo, también entendí que era eso lo que de verdad me interesaba en esta vida. Trabajaba dignamente, y a la vez me iba abriendo un camino personal.
Esos momentos fueron un clic en mi vida. Sentí que todo aquello que me habían dicho que yo era, en realidad no era. Se me fue tornando seco y estéril el proceso de solo obtener el reconocimiento exterior. Entendí que el verdadero viaje era interno. Pero, si antes no hubiera viajado por todo el mundo, no habría captado que el verdadero viaje era interno. Por eso creo que es bueno, primero, que cada cual haga su experiencia de ignorancia para luego trascenderla. La pena más honda es quedarse en la ignorancia, vida tras vida. Trascender significa decir: Ya no me mueve más la obtención del halago o del Martín Fierro de afuera si no puedo captar cuál es el sentido de la vida.
Y a los treinta años, después de haber vivido eso, me dije: esto no tiene mucho gollete; a la noche, antes de dormir, surge el famoso vacío existencial, ese “lo esencial es invisible a los ojos”, y ahí la búsqueda de lo espiritual te va llevando más o menos a algo que empieza a llenar esa angustia y esa ansiedad, la noche oscura del alma. Sentía claramente que lo de afuera no me cubría, no me colmaba, y fue ahí cuando empezó toda una nueva etapa.
Pero es clave cómo los mitos y las leyendas que leí de chico fueron el disparador en mi vida para que se diera después el uso del héroe para captar el ego interior.
Gracias a Dios, este cambio no fue una ruptura con el pasado, sino simplemente un proceso de transición gradual y amoroso. Nunca quise romper brutalmente con nada. Y no es que busqué un nuevo camino porque había llegado a una frustración terminal con lo anterior. Había disfrutado mucho todas las etapas de mi vida, mis distintas actividades, mis varios personajes. Siempre me mantuve muy vital. Amaba las artes, el cine, la cultura, y todo eso fue perfecto mientras duró, porque tuvo una utilidad posterior. Fueron todas experiencias de aprendizaje. Pero sentía que ya no me colmaba, que necesitaba más, otra cosa. Un viaje más profundo, pero esta vez hacia mi propio interior. Necesitaba reinventarme, renacer transformado. Siempre con una mirada candorosa hacia mi pasado, hacia los valores en los que había sido formado.
Tal vez ahora hallaba en Sai Baba o en la Madre Teresa la misma excitación que antes me habían dado Céline Dion o Julie Andrews, Barbra Streisand o Robert De Niro, García Márquez o Paul McCartney. Cuando fui a entrevistar a García Márquez el corazón me latía. Pero ahora me pasaba lo mismo con los grandes maestros del espíritu. Pero mi búsqueda continuó, y ya un poco más adelante ni siquiera con ellos sentía esa excitación, porque entendí que un buen maestro es solo un apoyo temporal, y que la verdad genuina está dentro de uno, y no hace falta buscarla en otra parte porque está en el propio corazón.
En ese sentido, mi etapa del deslumbramiento había pasado. La historia es siempre la misma. El mito, en el fondo, es siempre idéntico. Se trata del hijo pródigo. Se trata de volver a ese mismo escalón desde donde salimos, porque —como en muchos juegos de tablero para niños— el casillero de llegada es también el de salida. Y el sendero que uno recorre no es una línea recta, sino un círculo. Y ni siquiera un círculo perfecto, sino más bien un camino curvo con recodos, giros y rulos internos.
Una búsqueda satisfactoria es aquella que va simplificando tu vida, la va haciendo más intimista. En los mitos pasa un poco lo mismo. El héroe empieza en la parafernalia del despliegue, y en el proceso tiene que vencer la gula, la lujuria, la soledad, el poder y la traición para entender finalmente que esos monstruos, esos fantasmas, son solo una representación clara de sus propios demonios interiores, de sus propias carencias y debilidades. A nosotros, los seres de carne y hueso, nos pasa exactamente lo mismo.
Esos monstruos interiores son los que te están corroyendo. Son los que devoran tus entrañas, como hacía el buitre con Prometeo encadenado. Es tu propio rencor el que te consume. Es el peso de tu propio pasado. Es tu ego el que te arrastra hacia abajo y no te deja ser libre. Contra eso luchamos. Los mitos clásicos son hermosos en su aspecto narrativo, pero también están llenos de verdad y de admoniciones morales, y ofrecen innumerables arista