Nuevas historias secretas de Córdoba

Jorge Camarasa

Fragmento

1

Si no fuera por ese menhir de Quinquela Martín, esa figura esbelta de mujer tallada en piedra que marca el ingreso, el lugar pasaría inadvertido.

Después de todo, Losa Corral no es más que un paraje sobre un camino polvoriento y olvidado del norte cordobés, entre Ischilín y Ongamira, donde una casa entre jardines escalonados es el elemento dominante. A su alrededor hay árboles, estanques y fuentes que alimenta una represa invisible, y los frutales y los canteros con flores suben y bajan entre acequias y desniveles que abrazan la construcción de ladrillo a la vista.

La casa es sólida y europea, y esos jardines, en el paisaje de sequedad y nada y sierras que empiezan a enrojecer como si atardecieran, parecen un espejismo. En el frente hay arcos moriscos y pequeñas almenas encastilladas, ventanas verticales con marcos y postigones pintados de verde, un altillo en el primer piso, sobre la puerta de entrada, y un alero de chapa que la protege del sol.

Adentro, la carpintería es de madera noble y los pisos están hechos de tablas de pino. En la pared de la sala de música, habitada por un viejo piano donde han sonado Bach y Beethoven, hay un mural inconcluso con dos escenas: un hombre empequeñecido ante la cordillera, y el mismo hombre echado a la sombra junto a un arroyo serrano.

El cuarto principal tiene una mecedora y tres ventanas que absorben la luz, y en los once ambientes y dos baños hay libros, muebles, objetos, fotografías, cartas y cuadros. Muchos cuadros. Están en las paredes, en atriles, apoyados en las mesas o como olvidados en los rincones, y hay espátulas, pinceles, paletas y pomos de pintura reseca que hace tiempo han perdido el color.

A la casa y los jardines, el hombre que en 1919 los construyó con sus propias manos los llamó Huerta Encantada, y si no fuera una pretensión absurda, el conjunto podría parecerse a la casa que Claude Monet tenía en Giverny.

El hombre que la hizo levantó primero dos cuartos de piedra y adobe para vivir con su familia, luego el taller donde trabajaba, y después la cochera para guardar su imprescindible Ford T. La vivienda propiamente dicha recién vino al final, y se ensambló al paisaje en una armonía insólita.

Una década más tarde, a principios de los años treinta, ese mismo hombre iba a escribir: “Los pintores de la ciudad creen que pintar un paisaje es venir a estos lugares, plantar de inmediato el caballete y ponerse a pintar. La naturaleza no se entrega de inmediato. Y el paisaje no sólo se ve, sino que también se conoce. Para mis cuadros, me he dedicado durante años a conocer el medio [...]. Antes de pintar la tierra, la he arado: más de una vez he interrumpido mi trabajo de pintor para tomar el arado y removerla. El vapor que se levanta de la tierra recién abierta es también un elemento del paisaje [...]. Nuestra tierra, en su inmensidad, es inmensamente sola y silenciosa. Quien haya andado años de su vida en sus campos y sierras, con una emoción que exceda al nivel común, puede advertirlo. Esa emoción y ese silencio caen en el alma y la nutren. Y ya no se necesita ni la cercanía de gentes ni el sonido de la voz humana. Mi obra pictórica encierra esa característica de nuestra tierra”.

Cuando Fernando Fader llegó a Losa Corral y empezó a edificar esa casa, hacía cuatro años que estaba desahuciado: en 1915 le habían pronosticado seis meses de vida, pero viviría allí los dieciséis años siguientes.

2

¿Dónde hubiese querido nacer Fernando Fader?

Cuando alguien le preguntaba por el sitio de su llegada al mundo, él respondía que era mendocino, y cuando se casó en 1906 declaró que había nacido en Buenos Aires. Psicoanálisis aparte, ninguna de las dos cosas era cierta: había nacido en Burdeos, un puerto al sudoeste de Francia, el 11 de abril de 1882, y mucho después, cuando algunos críticos se ocuparon de su obra, pretenderían que el engaño había sido una proclamación de identidad: que Fader era un pintor nacional y que representaba al arte argentino.

Quién sabe.

Su padre, Carlos, era un ingeniero alemán, y su madre, Celia de Bonneval, una vizcondesa francesa que vivía en Buenos Aires; ella tenía 26 años, y se habían conocido paseando por el Tigre. Fader padre había llegado a la Argentina a fines de 1870, y había empezado a especializarse en la incipiente industria del petróleo. Para cuando nació Fernando el matrimonio ya tenía cinco hijos varones, y en 1888, apenas cumplidos los seis años, lo enviaron a casa de sus abuelos paternos, en Alemania, para cursar el colegio.

Aunque la primaria la hizo en Francia, viviendo en casa de los Bonneval, diez años después, en 1898, volvería con un título de bachiller extendido por el muy teutón Liceo del Palatinado. En su equipaje, además, traería algo intangible pero determinante para su futuro: una formación alemana de su personalidad, que le brotaría en su técnica de pintor, en su trabajo de hecho como ingeniero (aunque nunca ejercería la profesión), en las piezas que interpretaba en su piano, y en la devoción casi mística que iba a sentir por la naturaleza. Todavía treinta años después, por añadidura, se haría enviar a su casa serrana de Losa Corral ingentes cantidades de leberwurst y salchichas para el chucrut, que pacientemente le iba a conseguir su marchand alemán en Buenos Aires.

Aquel mismo año del regreso, los Fader, convocados por Emilio Civit, se mudarían a Mendoza, y allí Carlos intentaría una empresa desmesurada: montar primero una compañía petrolera, luego una planta de gas y finalmente una usina hidroeléctrica en plena cordillera. Fernando, aunque parecía el menos apto, terminaría haciéndose cargo del faraónico proyecto hasta su estrepitoso final.

Antes, sin embargo, le había puesto la firma a su única vocación.

3

En 1898, cuando se instalaron en Mendoza, a los Fader se les hizo evidente que el menor de sus hijos no encontraba un lugar en el proyecto familiar.

Desde que había vuelto de Europa había empezado a pintar, y de ese año son una acuarela con su primer autorretrato, varias versiones de un óleo al que llamó El viejo piojoso, y el dibujo Retrato de seis artistas célebres. Dos años más tarde, en 1900, viendo que Fernando no había terminado de adaptarse a ese ejército de hermanos que se pasaba los días en Cacheuta domando ríos y corrigiendo cerros para instalar turbinas, Carlos, el padre, decidió darle una oportunidad.

El futuro pintor le contaría años después a su amigo José León Pagano: “Mi padre se proponía hacer de mí un ingeniero. Él lo era. Mis hermanos también [...]. Con todo, empecé muy pronto a emborronar lienzos y a empastar colores, y a pesar de ello, quiso mi padre someterme a una prueba: me envió a Europa para que viajara un año. Si transcurrido ese lapso persistía en mi propósito, daría él su consentimiento. Había residido hasta entonces en Mendoza. Es fácil imaginar el estremecimiento de mi espíritu al ponerme en contacto con el arte europeo. Vivía, puede decirse, visitando pinacotecas y exposiciones. Al término del año, le escribí: ‘Persisto’. Y mi padre, observador capaz, me contes

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