Correr para vivir, vivir para correr

Santiago García

Fragmento

1. CÓMO ALGUIEN EMPIEZA A CORRER

Esta es la pregunta que se nos hace con mayor frecuencia a los corredores: ¿cómo empezaste a correr? Que no por repetida deja de ser digna de respuesta. Un filósofo dijo que la vida se vive hacia adelante pero lamentablemente se entiende hacia atrás. La biografía de todo corredor comienza con su primera carrera, aunque mucho antes de ello hay una historia, la de los primeros entrenamientos sistematizados. Y antes que eso está el origen de todo, las pistas que, entendidas desde hoy, nos indican que un corredor apasionado siempre fue corredor. Para quien ya es corredor o comienza a serlo, un buen ejercicio consiste en repasar aquellos momentos en los que el correr estuvo asociado con algo de nuestras propias vidas.

Entonces, a esa pregunta respondo: con mi primera carrera. Pero cuando pienso en mi vida, encuentro el running mucho antes, en mi infancia. Empecemos con una confesión disparatada: yo nunca gateé, jamás. Los bebés suelen gatear, se desplazan en cuatro patas. Pues yo no. Yo siempre me desplacé erguido, sentado y moviendo brazos como remos y las piernas como para dar pequeños saltos con la cola. Mi madre dice que gateaba así; yo no lo recuerdo, aunque me lo imagino perfectamente. Me veo por mi casa pasando a toda velocidad, pero sin gatear. Posiblemente este sea mi comienzo como corredor.

Luego vinieron, con el correr de los años, otras pistas. Y acá hago otra confesión: nunca caminé despacio. Siempre troté o corrí de un lado a otro, cualquier excusa era buena para salir corriendo. Como todo niño del conurbano, la bicicleta estaba siempre a mano, pero cuando no había bicicleta, yo iba corriendo de un lado a otro. Nunca lo superé, aún sigo corriendo de un lado a otro. Siempre me costó caminar a velocidad normal. Con los años, esto fue objeto de burla de amigos y vecinos, algo que me avergonzaba un poco, aunque no lo suficiente como para hacerme cambiar ese ritmo veloz. En la escuela primaría nunca fui un fan del deporte, prefería jugar a la pelota, correr de un lado a otro o andar en bicicleta. Nunca pude funcionar en equipos de fútbol de clubes, y no me interesaba tener un entrenador. Era un lobo —lobito— solitario. Muy solitario. Recuerdo que una vez mi mamá me llevó a una clase de atletismo. Me gustaba la clase, pero mi timidez era legendaria y no logré integrarme. Además, no me gustaba mucho usar pantalón corto. Pero un día llegó una prueba irrefutable para mi conexión con el running. En la escuela primaria nos hicieron un test. No sé ni en qué consistía, eran algunas vueltas a la manzana, tal vez era el famoso Test de Cooper; no lo sé con certeza. Sí recuerdo bien una locura: ¡yo estaba en jeans! (la clase de educación física era en mitad de la jornada estudiantil). Pero igual corrí. No era verano, se podía tolerar, por más absurdo que fuera. Corrí fuerte y les saqué a todos los demás una ventaja ridícula. El profesor me dijo que tenía que competir. Mi primera respuesta fue, por supuesto, negativa. Tengo el no fácil, es un hecho. Algunas idas y venidas más tarde, corrí en una competencia. Era en el Parque Domínico, partido de Avellaneda. Fui en pantalón largo (destaco esto porque hoy me causa gracia y me resulta absurdo). El problema es que llovió y mi pantalón largo (de gimnasia, bien pesado) se transformó en una carga insoportable. Igualmente fui feliz corriendo. Salí sexto. No sé cuántos éramos; había muchos. Ahí termina la etapa infantil de mi vida de maratonista. Ojalá me hubieran insistido en aquellos años para seguir corriendo. Pero todo parece indicar que no era el momento.

Con la adolescencia no me volví deportista, aunque retrospectivamente hoy sé que eso se debió a mi falta de sociabilidad más que porque no me gustara el deporte. Aun así, seguí jugando al fútbol en el barrio de forma desaforada, como hacían los chicos por aquellos años. Tomar la pelota e ir a la plazoleta a jugar al fútbol hasta que se hiciera de noche. En el colegio secundario, cada test de resistencia era para mí un momento para destacarme. Luego, junto con un grupo de amigos decidimos buscar un deporte. No probamos fútbol porque eso era para los realmente talentosos; “probarse” en un club no era ir a practicar un deporte. Pasamos por el vóley, el básquet, el handball y finalmente caímos todos en el rugby. El rugby nos enganchó inmediatamente. El entrenamiento nos resultó intenso y divertido, y en menos de lo que pensábamos ya estábamos jugando partidos. Visto desde hoy, esto era de una irresponsabilidad alarmante. Nunca fui un buen jugador de rugby e insólitamente mi única gran habilidad era tirar los line out. Tal vez por eso terminé jugando de hooker, un puesto para gente más fornida que yo. ¿Debo explicar que el físico entre un hooker y un maratonista es casi opuesto? Sé que no falté a un solo entrenamiento en los tres años que practiqué rugby. Mi padre me iba a ver a muchos partidos; mi madre se conformaba con que no me lastimaran. En las clases de educación física del colegio secundario mi resistencia era notable. Fui a entrenar golpeado, lastimado e incluso con una faja debido a un terrible dolor en las costillas que tuve en un partido y que me acompaña aún hoy (no la faja, sólo un poco de dolor en la zona de las costillas). Las radiografías nunca encontraron nada.

En paralelo a mi pequeña vida deportiva había surgido en mí una profunda vocación por el cine, y era muy común que luego de los partidos del domingo, fuera al cine a ver clásicos en alguna sala de mala muerte, pero igualmente adorada, en el centro de la Capital Federal. Con todos los dolores del partido, me sentaba y veía uno, dos y hasta tres clásicos en continuado. El cine era —y es— mi gran pasión. Bueno, hoy es una de mis dos pasiones. En los entrenamientos, mis compañeros me preguntaban por los estrenos de cine, una costumbre que no se perdió al pasarme al running: sigo hablando de cine mientras corro. Cuando las categorías juveniles llegaron a su fin, quedarme en el club era jugar con los mayores. Ahora bien, llámenme conservador o incluso pusilánime, pero pensaba —y pienso— que pisarle la cabeza a otra persona con el fin de tomar una pelota era demasiado para un hombre adulto. Tengo recuerdos imborrables de aquellos años que tanto disfruté. Amé profundamente el rugby, pero con la misma seguridad supe en ese momento que ese no era mi deporte. Con algo de tristeza —y sabiéndome constante pero mediocre en la práctica— no volví más. Me había quedado, una vez más, sin deporte. Sólo el fútbol —a partir de ese momento, fútbol cinco en canchas sintéticas o de cemento— quedaría presente.

¿Y el running? El running parecía perderse, pero no. Me gustaba correr, seguía caminando rápido. Jamás pensaba en términos de entrenamiento y, por lo tanto, no salía a correr, salvo como complemento para el rugby, pero no siempre. Sin embargo, un día el running salió al rescate. El primer agradecimiento que le debo a correr fue el sacarme de la depresión. Algunos toman alcohol para olvidar las penas de amor. Yo corría. Sin el calzado adecuado, sin las medias adecuadas, con cualquier remera y con cualquier pantalón corto (casi siempre de fútbol, y en ese caso, siempre de Independiente)

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