El invierno con mi generación

Mauro Libertella

Fragmento

Nuestros profesores se dividían entre los que todavía tenían esperanza respecto a la posibilidad de moldear nuestro carácter y los que habían caído en un pozo de escepticismo y abulia. Estos últimos tenían suficientes razones para el desánimo. Posiblemente la institución pagaba buenos sueldos, y ese es un motivo atendible para que allí hayan recalado algunos profesores brillantes, pero rápidamente se daban cuenta de que nuestro curso era un pantano, en el que ninguna flor hermosa podía crecer. Se dedicaban por lo tanto a dejar pasar el tiempo y esperar el sueldo a fin de mes. A veces, sin embargo, sucedía algún chispazo. En las clases de literatura leíamos casi exclusivamente a Cortázar; “Casa tomada”, “Axolotl”, “Omnibus”, “Las puertas del cielo”, ese tipo de cuentos, el primer Cortázar, el escritor de la juventud. Las clases de física las impartía un gordo increíble, gritón e irascible, que parecía un hombre de sesenta años en el límite de un infarto, hasta que nos enteramos de que tenía 23 y había terminado la facultad hacía semanas con promedio de diez. Para los exámenes, los alumnos se esforzaban por estudiar lo menos posible. En los minutos previos, el aula era un hervidero. Una tarde teníamos prueba de literatura; el tema, Hamlet. Cinco minutos antes de que irrumpiera la profesora, el Negro le pregunta a Iván “de qué se trata Hamlet”. El reloj pasa: faltan tres, faltan dos minutos. El rumor de los compañeros desesperados aumenta, la temperatura del aula crece. A lo lejos se escuchan los pasos de la profesora que atraviesa el pasillo y viene hacia nosotros, tac-tac-tac-tac-, el sonido de sus tacos sobre la baldosa coinciden con el golpe del segundero en el reloj y, como en las películas de terror, evoca el sonido de un corazón que late. Consciente de que ya no hay tiempo, de que una cumbre de las letras anglosajonas no se puede condensar a contrarreloj, Iván le resume el concepto de este modo: “Es un poco como el Rey León, pero en Dinamarca y hace muchos años”. Cuando la profesora hizo la devolución pública de los exámenes, dijo que en líneas generales todo era muy malo, pero que había casos que le habían llamado la atención. Por ejemplo, el de un alumno que había escrito que Hamlet era la historia “de Mufasa y de Simba cuando viajaron a Dinamarca”. El Negro era un caso aparte en los exámenes. Su regla general era ir en blanco, sin haber estudiado una sola línea, confiado en que iba a recibir algún tipo de asistencia divina, encarnada por lo general en Iván, que se sentaba a su izquierda. Su problema era la literalidad. En las pruebas de historia, por ejemplo, había que contar el proceso de industrialización por sustitución de importaciones, un tópico clásico. Ante la pregunta por este tema, el Negro quedaba boyando en el aire. Yo escuchaba, a mis espaldas, el susurro, la plegaria: “Pasame la respuesta uno”. Iván entonces hacía un esfuerzo para resumir oralmente la respuesta, para ofrecerle un ovillo del que él pudiera tirar y llenar dos páginas manuscritas de hoja rayada. Le decía: “Dejan de entrar productos manufacturados de Europa, segunda guerra mundial, hay que montar industrias”. Pasaban entonces diez minutos de silencio reconcentrado y cuando creíamos que el Negro iba a pedir algún tipo de salvavidas para la segunda pregunta, susurraba: “Listo, ya escribí eso, ¿qué más?”. Entonces Iván miraba la hoja de su compañero y veía una única, una perfecta línea que decía: “Dejan de entrar productos manufacturados de Europa, segunda guerra mundial, hay que montar industrias”. Ay, el Negro, qué inagotable fuente de alegrías. Después de un examen de geografía, la profesora dijo: “Hubo casos malos, otros muy malos, y un alumno escribió mal su apellido”. El Negro no se dio por aludido, y eso lo hacía grande. “Usted vive de la caza y de la pesca, alumno”, le dijo una profesora alguna vez, de modo profético.

Algunos de los profesores parecían, por lo demás, haber tomado demasiadas drogas duras en su juventud. Diego, que daba literatura en cuarto año, había quedado flotando en un viaje de ácido lisérgico. La primera vez que lo vimos, una compañera hizo una pregunta, a Diego le gustó la voz y la hizo cantar un tema de Charly García. Terminamos cantando todos, un karaoke frenético a las nueve de la mañana. “Ya nadie escucha Sumo, son todos unos pelotudos”, sentenciaba, y se quedaba colgado, completamente abstraído, uno o dos minutos de silencio inquietante mirando a la nada. En escenas como esa quedó atrapada mi educación.

El Negro vivía en un piso diecisiete en una torre construida a finales de los años ochenta, en pleno barrio de Belgrano. Todos los días bajaba a la calle a las siete y media de la mañana, se fumaba dos cigarrillos en ayunas y compartía un taxi al colegio con amigos de otros cursos. Llegaba al aula y no hablaba, no se sacaba la campera, no abría la mochila, casi no abría los ojos; el Negro, simplemente, estaba. Podría decir, incluso, que el tipo no hablaba nunca. Sin embargo, era una presencia constante en el grupo y se reía con frecuencia de lo que hacían y decían los demás. Sus padres le daban todos los gustos, así que cultivaba un look perfectamente paradojal: ropa cara, pero ropa rota. Su pelo era una mata mugrosa, elaborada con la paciencia y el amor con el que nos concentrábamos a esa edad en no lavarnos el pelo. El Negro era probablemente uno de los alumnos con menos promedio de duchas mensuales en el colegio, pero también en eso sabía pasar desapercibido. Vivía con su madre y con su padre, aunque era adoptado y había nacido en Misiones de una familia que nunca conocería. Cuando terminamos el colegio, tomó la decisión de guardar una cámara de video en un bolso, subirse a un micro e irse a su ciudad natal a reconstruir, en un documental de sus orígenes, la historia de su linaje biológico. Quizás porque no se animó, quizás porque le pareció que no era el momento, el asunto es que llegó a mitad de camino, dio la vuelta y volvió a Buenos Aires. Esa primera orfandad moldeó, sin dudas, su carácter.

Al principio tuve con él una amistad tenue, pero con el tiempo nos hicimos muy cercanos y nos empezamos a mimetizar. Mucha gente nos preguntaba si éramos hermanos, la versión morocha y la versión blancuzca de una misma especie. Nos gustaban las mismas bandas —el rock barrial de la época: La Renga, Los Piojos, Los Redondos—, y se nos podía confundir también por las remeras alusivas y la mochila pintada. Cuando estábamos solos no hablábamos, y en esos casos yo adoptaba su mutismo, me plegaba a su silencio. Él podía tener ciertos arranques de mal humor, pero en general estaba tranquilo, como sedado. Los alumnos de otros cursos le decían “Tuca”, porque tenía

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