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NOTA PRELIMINAR
Una excursión a los indios ranqueles de Lucio Victorio Mansilla se publicó, como era frecuente, antes en la prensa que en libro. Las cartas que lo componen las dio a conocer La Tribuna, el periódico de Héctor Varela, gran amigo del autor. Fue allí, de hecho, donde Mansilla escribió la crónica de su expedición de dieciocho días Tierra Adentro, de la que había regresado un mes antes tras concertar un tratado de paz con los ranqueles. Si bien una primera serie de cincuenta y cuatro cartas salió regularmente entre el 20 de mayo y el 7 de agosto de 1870, a partir de la siguiente las entregas se espaciaron hasta concluir el 7 de septiembre con la número sesenta y seis, con lo cual las dos últimas cartas y el epílogo se conocerían recién a finales de año directamente en libro.
En ese nuevo soporte, Una excursión a los indios ranqueles produce un efecto de lectura diferente, ya que ahora cada entrega, antes familiarmente firmada por “Lucio” y dirigida a su amigo “Santiago”, es un capítulo. De allí que la carta funcione como marco de todo el texto, y Santiago Arcos como un destinatario cuya importancia es solo inicial (explícita, por su amistad con Mansilla, e implícita, por declararse a favor de la guerra contra el indio). El libro incorporaba también algunos elementos que ya no estarían en las siguientes ediciones al cuidado del autor. En primer lugar, dos textos típicos de las relaciones de elite: una “Carta a Orión”, el seudónimo de Varela en la prensa, que escribía Mansilla agradeciéndole la publicación en volumen, y una nota de Varela a Mansilla devolviéndole los elogios. Además, los acompañaba un retrato del autor y un mapa desplegable de las tierras recorridas, junto con una advertencia anticipando las cartas: “Para comprender algunas de ellas, es menester estar al cabo de la vida política y social de la República”. La frase se refería, antes que al contexto, a cierta información personal que se vuelve imprescindible: mientras salían las cartas, Mansilla fue destituido de su cargo militar por el presidente Domingo F. Sarmiento al encontrarlo responsable de un fusilamiento en el puesto de fronteras que comandaba. Esa tensión con Sarmiento, de quien Mansilla había impulsado la candidatura presidencial, está latente en todo el relato.
Unos años después de su primera edición, en 1875, Una excursión a los indios ranqueles fue premiada en el Congreso Internacional Geográfico de París como mejor ensayo. El premio destaca cuál fue la lectura predominante e impulsa la edición alemana de Leipzig, de 1877, como parte de una colección de textos en lengua española difundidos junto con una extensa noticia biográfica del autor. Finalmente, en 1890, se realiza la última edición autorizada, a cargo de la imprenta de Juan A. Alsina, quien a la par publicó en volumen las causeries que Mansilla escribía para la prensa. Además de un prólogo en francés firmado por su sobrino Daniel García-Mansilla y de un retrato litografiado, la edición llevaba ilustraciones del pintor español José Bouchet, que trabajaba entonces en la decoración del Museo Nacional de La Plata, lugar de destino de algunos indios e indias tomados prisioneros en la campaña bélica del gobierno nacional en 1879.
Leído a modo de tratado etnográfico o de texto de geografía, Una excursión a los indios ranqueles se fue convirtiendo, en el último tercio del siglo XX, en un clásico alternativo que, en pleno debate sobre la ocupación territorial y antes de la consolidación del Estado, había dejado ver las fisuras de la configuración nacional y advertido sus irreparables contradicciones.
ALEJANDRA LAERA
PRÓLOGO
En mayo de 1870, cuando los lectores del diario La Tribuna de Buenos Aires se enteran de que el coronel Lucio Victorio Mansilla se adentró en zona india, ese otro mundo bárbaro que la época llamaba Tierra Adentro —así, con mayúsculas—, hacía más de un mes que la excursión más célebre de la literatura argentina había terminado y apenas una semana que su autor, cerca de cumplir los cuarenta, había vuelto a Buenos Aires desde Río Cuarto, en la provincia de Córdoba, donde había pasado un año y medio como comandante de Fronteras.
Publicadas según el sistema de entregas del folletín, las sesenta y ocho cartas que terminarían componiendo Una excursión a los indios ranqueles producen un efecto temporal extraño: nunca pretenden haber sido enviadas desde las tolderías, jamás fingen ser contemporáneas de lo que narran. Pero tienen el tempo a la vez alerta y cansado, en carne viva y reflexivo, del despacho de guerra, que el corresponsal redacta muy poco después de haber temido por su vida en el frente de batalla, ya lejos de las balas pero no de sus ecos, que aún le zumban en los oídos, ni de los estragos sangrientos que vio con espanto que sembraron.
Mansilla sabe que todo “tiempo real” es puro artificio, pero sabe también, ahora que se acerca a la mitad de su vida, que todo lo que diga sobre los dieciocho días que pasó en tierra ranquel, con una tropa de diecisiete hombres y casi sin armas, irá perdiendo eficacia a medida que la aventura se deje disipar por el tiempo. Si el siglo XIX argentino, que entonces entraba en su recta final, tenía poco que ofrecer —aparte de un incipientísimo telégrafo— en materia de emoción live, Mansilla es quizás uno de los personajes de la época que más en carne propia parecen sufrir esa desgracia, y sobre todo uno de los más infatigables a la hora de tratar de compensarla. De ahí, sin duda, los artilugios de esa retórica repentista, improvisacional, sensible a todos los estímulos que le salen al cruce, no importa si genuinos o inventados por él mismo, con la que pretende inyectar un poco de presente en una experiencia fatalmente mortificada por el paso del tiempo. Darle a su crónica una forma epistolar es básicamente darle a su voz, tan propensa al monólogo, un interlocutor, dotarla a la vez de una dirección y una expectativa, una figura que espera lo que tiene para decir y que lo alienta o lo objeta, pero con la que Mansilla dialoga siempre ahora, en un presente fraguado, que no es el de su estadía entre los indios ni el de la redacción de las cartas pero le permite gestionar la economía temporal de su relato como si estuviera sucediendo en el momento en que lo escribe. “Y como sigue lloviendo y estoy mojado hasta la camisa”, dice en una de las primeras entregas, “me despido hasta mañana”.
Mansilla inventa esta ficción de presente por una necesidad dramática, para preservar, fingiendo revivirla, la intensidad de una odisea única. Pero también por una cuestión de imagen personal: las cartas están dirigidas a su amigo Santiago Arcos, un interlocutor con el que puede permitirse la complicidad y la confidencia —dos registros constitutivos de la retórica conversacional—, pero que encarna una posición de la que le importa distinguirse. (Arcos, que en 1860 había publicado Cuestión de indios. Las fronteras y los indios, era partidario de “resolver” el problema indígena mediante una política ofensiva drástica, sin medias tintas; Mansilla, como se verá, milita por una alternativa de asimilación pacífica: la “cristianización”.) Por otro lado, el coronel busca imponer un autorretrato atractivo, fascinante, intrépido, magnánimo, en el mismo momento en que una noche imprevista —aunque no del todo inexplicable, dado su historial— obscurece el panorama de su vida. Si Mansilla, hasta entonces absorbido en Córdoba por la vida militar de frontera, se pone a escribir Una excursión a los indios ranqueles, es en rigor porque no tiene otra cosa que hacer: está sin trabajo, prácticamente sin horizontes. Acaban de sumariarlo como responsable del “monstruoso crimen” de Avelino Acosta, un quíntuple desertor al que ordenó fusilar un año antes, y en vez de defenderse —porque argumentos no le faltan— ha preferido desafiar a sus jueces, entre ellos el mismísimo ministro de Guerra de la nación, con quien se insolenta enviándole una carta personal que ni el padre más susceptible osaría escribirle al hijo más tarambana. Destituido, Mansilla se ha quedado sin sueldo y sin carrera militar. (La buena noticia es que tiene mujer y tres hijos.)
La expedición al desierto es un éxito, pero un éxito enmarcado por dos decepciones aciagas. Una, la que prologa la aventura, en 1868, es la que le inflige el flamante presidente Sarmiento —cuya candidatura Mansilla ha trabajado mucho por promover— cuando lo destina a la línea de frontera Córdoba-San Luis-Mendoza, premio consuelo o burla cruel al lado del ministerio con el que Mansilla soñaba que sus buenos oficios serían recompensados. La segunda, que la epiloga, es su pase a planta disponible por el affaire Acosta, que lo deja fuera del juego político cuando más se creía con derecho a jugarlo (y con posibilidades de ganarlo). “En este momento de mi vida represento el papel de un concurrente que no halla lugar, ni de pie, en la gran representación política que él mismo ha organizado”: la amarga comprobación, formulada en 1868, cuando Sarmiento lo archiva en la frontera, vale también para mayo de 1870, cuando decide distraer su ocio de militar cesanteado redactando el libro por el que pasará a la historia de la literatura. Pero en el fondo es la sinopsis cruda de toda su vida pública.
“Éxito”, en rigor, quiere decir que Mansilla y su comitiva vuelven de tierra indígena sanos y salvos, y que el objetivo de la misión parece cumplido: Mariano Rosas y Baigorrita, los dos principales caciques ranqueles, han ratificado el tratado de paz que Mansilla les hizo firmar un año atrás, y que el tiempo que se tomaba el Congreso para implementarlo empezaba a poner en peligro. Eso es, en concreto, lo que Mansilla va a hacer a las tolderías: explicar la engorrosa maquinaria de requisitos, mediaciones y formalidades que sostiene al orden político cristiano, fundado en el principio de la representación indirecta. No es una apuesta fácil, y no solo por la impaciencia con que los ranqueles esperan el dinero, los animales, los regalos y las raciones de “vicios” — yerba, aguardiente, tabaco, harina— que el tratado les garantiza si cumplen con su parte del compromiso: liberar veinticinco leguas de tierra (que es lo que ganan los cristianos si la línea de frontera se desplaza del río Cuarto al río Quinto) y deponer los malones. Sociedad sin Estado, los ranqueles funcionan al revés, como una democracia “directa”, a partir de un consenso horizontal que hace que el cacique nunca tenga más poder que el que le confía su tribu, un poder precario, siempre provisorio, y deba refrendarlo, antes de tomar cualquier decisión que comprometa a la tribu, convocando juntas donde todo el mundo parece tener voz y voto. Eso es lo que más le cuesta explicar a Mansilla en las tolderías: por qué tarda tanto en aplicarse un tratado que ya lleva la firma de la máxima autoridad de la república, y por qué los escrúpulos institucionales que lo dilatan brillan por su ausencia a la hora de ocupar tierras indias por la fuerza.
Mansilla hace pedagogía. Traduce, divulga, se toma el trabajo de justificar las peculiaridades del sistema parlamentario occidental, aunque es evidente que su funcionamiento dilatorio lo exaspera tanto o más que a los caciques ranqueles. Su delirio de protagonismo se lleva mal con toda forma de institucionalidad. También lo sacan de quicio los protocolos ranqueles, pródigos en reglas, jerarquías y ceremoniales, y si los respeta y hasta sobreactúa es por una cuestión estratégica, de cálculo, para entrar en esa economía de la confianza sin la cual sabe que su misión corre el riesgo de naufragar. Mansilla es un personaje novelesco y espectacular —no en vano la prensa satírica de la época goza caricaturizándolo con las facciones de don Quijote—, pero sus performances, no importa las intenciones que las respalden, suelen contradecir la lógica de Estado a cuyo servicio declaran ponerse.
De hecho, el texto de Una excursión a los indios ranqueles es el efecto colateral, equívoco pero inspirado, de la lógica profundamente asimétrica que articula la actuación —en el sentido más teatral de la palabra— de Mansilla y los dos contextos más o menos formales en que se mueve entre 1860 y 1880: el ejército y la carrera política. Todos los desplantes que funcionan bien en el texto de Una excursión… (iniciativas particulares, apuestas contraintuitivas, exabruptos, comportamientos paradójicos, temeridades, etc.) disfuncionan como errores, faux pas, ingenuidades fatales o impertinencias de desubicado en su contexto más o menos inmediato, ese backstage real donde Mansilla juega sus cartas con algún tipo de rentabilidad futura en mente (promoción militar, influencia, acceso al poder político). Toda la secuencia que va del Mansilla capitán de 1865, al mando de un batallón en la guerra del Paraguay, hasta el Mansilla destituido de 1870 parece guionada por un experto en pasos de tragicomedia política.
En Paraguay, a la cabeza del décimo segundo de Infantería, Mansilla multiplica sus esfuerzos, su compromiso, su eficacia en el reclutamiento de soldados y la organización militar. Pero las recompensas tardan en llegar, y una nube cada vez más densa de desconfianza lo envuelve. Hace la guerra al mismo tiempo que la escribe, aunque sus aportes como corresponsal de La Tribuna tampoco mejoran su imagen. “Dan náuseas ver y leer las cosas que se escriben sobre el teatro de la guerra”, señala el ministro de Guerra, Gelly y Obes, “y entre ellas, en primera línea, las que escribe Mansilla, a quien yo he dicho por varias veces y en presencia de varios que es un traidor […]. Todo lo echa a la chacota y a la broma, siguiendo cada vez más insensato en su modo de apreciar los sucesos y nuestras cosas”. (Ejecutando al pie de la letra la apreciación del ministro, Mansilla, como lo confiesa en Una excursión…, se hace famoso por su método para desautomatizar la percepción del frente de batalla en los momentos de tedio: se para en el filo de la trinchera, de espaldas al enemigo, se pliega entero hacia delante y se pone a contemplarlo por entre sus piernas.) Más tarde tiene la suerte, o el sentido de la oportunidad, de estar cerca del hijo de Sarmiento cuando este cae en la batalla de Curupaití, lo que le gana la gratitud del padre y el célebre cheque en blanco (todo “lo que un padre puede ofrecerle al amigo, compañero y jefe del hijo malogrado”) que Mansilla malinterpretará, cegado por la ambición, o Sarmiento, por temor, preferirá cajonear una vez elegido presidente. Mansilla el loco, Mansilla el traidor: cualquiera sea el diagnóstico, el cuadro siempre es el mismo: Mansilla se excede. Es él, de hecho, el que se pone a hacer campaña por Sarmiento en La Tribuna: él en persona, por su cuenta, sin siquiera la venia del candidato al que promueve.
Mansilla hace siempre de más, como si su función, en la Argentina en mutación que le toca vivir, a caballo entre la anarquía de las montoneras y el país “moderno”, unificado, integrado al mercado capitalista mundial, fuera saturar la situación con una prestación inesperada, que la situación acaso pide pero no prevé y que finalmente acepta, aunque al precio de excluir de ella al prestador. La prestación sin duda es valiosa, pero es precisamente su dimensión de exceso la que hace que su retribución sea imposible o insensata. Sarmiento —otro excesivo— ve bien el problema cuando una noche, ya presidente electo, mientras prepara su discurso de asunción, escucha aldabonazos en su puerta, sale al balcón y se topa con Mansilla, que ha ido a proponerle el elenco de ministros que satisfará a los patrocinadores (él entre otros) de su candidatura. Si no es cierta, la anécdota, contada por un sobrino de Sarmiento, es un verdadero hallazgo: Sarmiento iza con una cuerda el papel con la lista de nombres del gabinete y la lee a la luz del candil. Ve nombres que no desaprobaría, pero cuando llega al ministerio de Guerra y Justicia descubre el de Mansilla y exclama: “¡Usted, ministro! Hombre, necesitaré un ministerio muy sesudo para morigerarme a mí mismo. Nos tildan de locos; a usted menos que a mí, tal vez, por no haber adquirido méritos para ello todavía. Juntos seremos inaguantables...”.
Por frustrantes que sean, las limosnas que Mansilla recibe por sus prestaciones no bastan para desanimarlo. Su comandancia de la frontera Córdoba-San Luis-Mendoza es un prodigio de hiperactividad. Además de restablecer la disciplina en la tropa y adelantar la frontera —las dos órdenes puntuales con que llega a Río Cuarto a fines de 1868—, el teniente coronel se congracia con los ranqueles con políticas de convivencia muy parecidas al Negocio Pacífico de Indios, que su tío Juan Manuel de Rosas aplicó treinta años atrás, un régimen de alianzas, intercambios y coopciones que incluye el apadrinamiento de hijos más o menos mal habidos (así conquista a una de las emisarias que le envía el cacique Mariano Rosas, la bella y astuta Carmen, que dos años más tarde será una informante clave para la expedición Tierra Adentro) o alardes de intrépida y espectacular generosidad como el rescate de Linconao, hijo del cacique Ramón, golpeado por un ataque de viruela y abandonado hasta por los suyos, a quien Mansilla le salva la vida cargándoselo a los hombros y llevándolo en carretilla hasta su casa. Sale él mismo a cazar desertores (a uno de los cuales ordena fusilar e indulta a último momento ante la tropa), se pasa día y noche escribiendo, dictando a su equipo de amanuenses informes y documentos con los que luego abruma al ministro de Guerra, y hasta se hace tiempo para publicitar sus proezas y proyectos civilizadores (escuelas, hospitales, iglesias) en las páginas de La Tribuna, en artículos que, firmados con seudónimos diversos, Sarmiento, no sin razón, interpreta como llamados de atención que le están personalmente dirigidos.
Mezcla de pionero, aventurero y colono (“Voy a penetrar, al fin, en el recinto vedado”, dice a las puertas de Leubucó, sede de la toldería de Mariano Rosas: “Los ecos de la civilización van a resonar pacíficamente por primera vez donde jamás asentara su planta un hombre del coturno mío”), Mansilla es ante todo una presencia. Todo lo hace él en persona, con sus propias manos, sin delegar, soslayando incluso a los expertos que se supone deberían asistirlo. Lo acompaña a la frontera un técnico competente, el coronel Czetz, que además es su concuñado, pero Mansilla da rienda suelta a sus ínfulas de topógrafo y prefiere salir solo, vestido con la extravagante capa militar argelina que se hizo traer de Europa, y galopar él mismo seis mil leguas en un año y medio para conocer y estudiar el inmenso territorio ranquel del que terminará bocetando un minucioso croquis topográfico. Como escribe en la carta que inaugura Una excursión…: “No hay un arroyo, no hay un manantial, no hay una laguna, no hay un monte, no hay un médano donde no haya estado personalmente para determinar yo mismo su posición aproximada y hacerme baquiano, comprendiendo que el primer deber de un soldado es conocer palmo a palmo el terreno donde algún día habrá de tener necesidad de operar”.
Si Mansilla está insatisfecho con lo que le toca, se trata sin duda de una insatisfacción “a la japonesa”, que reemplaza la huelga de protesta o el repliegue resignado por una verdadera sobrecarga performática, síndrome praxopático que lo reclama siempre allí, de cuerpo presente, pero a la vez se duplica en una posteridad mediática equívoca, a mitad de camino entre la información y la leyenda, la única, sin embargo, capaz de depararle el capital de prestigio y publicidad que necesita, según cree, para mejorar su situación. (El texto de Una Excursión… es quizá la expresión más alta —y menos efectiva— de esa campaña de autopromoción.) Una vez más, sin embargo, lo que le dan no está a su altura. En marzo de 1869 lo ascienden a coronel efectivo, promoción meramente formal, puesto que solo confirma el grado militar que ya ejercía desde hacía tiempo. La respuesta del decepcionado no puede ser más ejemplar: el 22 de enero de 1870, como para festejar irónicamente el ascenso (atribuyéndole a su rango facultades que sin duda no tiene), Mansilla se toma la libertad de firmar un tratado de paz con los indios ranqueles, salteándose la condición, ineludible en la jerarquía militar, de consultarlo antes con su superior, el general Arredondo, y su gobierno.
Para sorpresa de Mansilla, el presidente Sarmiento aprueba el tratado pero exige modificaciones. Mansilla protesta; advierte que los ranqueles no las tolerarán, y que en ese caso se verá obligado a renunciar. Los ranqueles, inesperadamente, aceptan las enmiendas. El 5 de febrero de 1870, Mansilla escribe al ministro de Guerra y Marina, Martín de Gainza, avisándole que va rumbo a Buenos Aires el tratado aprobado y firmado por los caciques con “todas las modificaciones que indicó el Exmo. Señor Presidente”, y pidiéndole que se lo reenvíe “firmado y ratificado por quien corresponda [...] para que de acuerdo con lo estipulado no se demore la entrega a los indios de las yeguas, raciones, etcétera”. “Sería un mal comienzo no ser exacto”, alerta Mansilla: “Los indios están muy pobres, y una demora puede precipitarlos a alguna excursión a donde las fronteras están más débiles”.
Todo el problema está ahí, en la demora, a la vez obstáculo y valor, peligro y garantía, lastre y virtud. La demora no es una contingencia indeseable sino una pieza necesaria, el principio de un funcionamiento diferido que define el sistema constitucional, a cuyos códigos, precisamente, el poder pretende someter a los indios. Hay demora porque hay leyes, parlamento, división de poderes, etcétera. Para decirlo en los términos del gran dilema argentino del siglo XIX: hay demora porque hay civilización. En ese sentido, la figura del Mansilla maníaco, compulsivo, enfermo de acción, corporiza una paradoja notable, versión sofisticada de la que encarnaba el Sarmiento fascinado por el Quiroga bárbaro de Facundo (1845): es civilizado por origen, por clase, por convicción, pero su impaciencia, su intempestividad, su modus operandi espasmódico, hecho de iluminaciones, raptos, descargas súbitas, parecen ponerlo más bien del lado bárbaro, el del in promptu y lo inesperado, dos rasgos típicos, por otra parte, de esa bête noire de los cristianos que es el malón.
Si hay demora porque hay civilización, entonces el dilema civilización/barbarie adopta una modulación relativamente inédita, equidistante del “civilización y barbarie” que desvelaba al Sarmiento de Facundo y del “civilización o barbarie”, eslogan etnocida que menos de diez años después animará la ofensiva brutal de Roca y su campaña del desierto. Si hay demora porque hay civilización, entonces Mansilla representa una excepción curiosa, un híbrido, una especie de malón solista, tan refractario a los marcos y modales del buen proceder como un caballo cimarrón a los frenos, y los ranqueles, por su parte, emblemas cabales de civilización, en la medida en que el funcionamiento de su mundo social depende de un management temporal que rehúye la premura y los actos expeditivos y se regodea en esperar, tardar, postergar. De ahí la perplejidad de Mansilla cuando, ya en tierras ranqueles, descubre hasta qué punto la forma de vida “enemiga” —tanto como la civilizada que él cree representar— descansa en la repetición y el diferimiento, la inercia y la oblicuidad, la expectación y el rodeo, y cuánto hay en el arte ranquel del circunloquio, el exceso retórico y el asambleísmo — marcas distintivas del modo de estar juntos de los indios— de la pompa y el frenesí deliberacionista del parlamento cristiano. Si al cabo de las sesenta y ocho cartas de Una excursión… Mansilla puede decir que “la paz está hecha” y que él, que antes, con su cara, su cuerpo, sus guantes de castor, su puñal de oro y plata, era un “objeto raro”, en menos de veinte días es “mirado ya como un indio”, no es solo porque su tenaz vocación mimética le ha permitido no ser menos y embriagarse, debatir, intrigar, cabalgar, dormir a caballo, bañarse desnudo en lagunas heladas y comer a la misma escala desaforada que los ranqueles, sino sobre todo porque ha terminado por aprender los rudimentos de lo que él mismo se había propuesto enseñarles: la ética de un timing laxo, átono, que no concibe la acción sino diluida en el horizonte inestable de la promesa y la negociación. En ese sentido, Una excursión a los indios ranqueles es la crónica de un aprendizaje de y en el tiempo. Dieciocho días le lleva a Mansilla pasar del civilizado inquieto, intemperante, que se irrita ante el freno que los ceremoniales ranqueles oponen a su voluntad de acción, al Mansilla casi zen del final del libro, que, ya de regreso de la expedición, cuando todo está resuelto, sume a su comitiva en el desconcierto y en vez de acelerar el paso, como todos querrían hacer, tarda en volver, retrasa la llegada a la Laguna Verde, se detiene a esperar; dieciocho días para olvidar al rentista ofuscado por las pérdidas de tiempo que le ocasionan los remilgos de Mariano Rosas y convertirse en un artista del punto muerto que apuesta todo a ralentizar.
Este comportamiento insólito tiene una razón diplomática, desde luego: enterado poco antes de que un gaucho ladrón habría violado el tratado y maloneado la zona de San Luis, Mansilla quiere darle tiempo a Mariano Rosas para que, como lo prometió, se ocupe de resolver el problema. Pero la decisión de parar es más que un ardid estratégico; se vuelve máxima, consigna, forma de vida: festina lente. Se trata de no apurarse, dice Mansilla: no incurrir en ese defecto tan común de “lectores, caminantes y jinetes”, que recorren a toda prisa un libro, una ciudad o un país y “no ven nada bien”. Y cita el caso del viajero que galopa fuerte por el campo, se cruza con un gaucho y lo consulta sobre la hora en que llegará a su destino. “Si sigue al galope, llegará mañana”, contesta el gaucho; “si marcha al trotecito, llegará lueguito, no más”.
¿Qué ve Mansilla en el mundo ranquel? ¿Qué ve que lo fascina tanto, hasta el punto de dedicarle casi quinientas páginas y arrinconar todos los datos duros del problema —que los ranqueles son entre ocho y diez mil almas repartidas entre cuatrocientos y seiscientos toldos, que esa cifra incluye entre seiscientos y ochocientos cautivos cristianos, que ocupan unas dos mil lenguas cuadradas, etc.— en un epílogo que casi se cae del libro, como quien se limita a cumplir con una obligación penosa? Ve todo lo que ven Sarmiento y los demás partidarios del programa de exterminio que no tardará en ponerse en marcha: los ranqueles son una fuerza salvaje, arcaica, improductiva, refractaria a un modelo de país que exige liberar las tierras que ocupan para la explotación económica y la expansión del trazado ferroviario y liquidar de manera definitiva la amenaza que representan para el proyecto de unificación y centralización política, de modo de integrar el país al sistema internacional como granero del mundo. Pero ve también todo lo que ellos no ven. Lo ve en principio con los ojos del evangelizador, cuya “intuición de alteridad” (la expresión es de Sylvia Molloy), bastante perspicaz, está siempre al servicio de un programa de asimilación —la famosa “cristianización” a través de la industria, el trabajo, la lengua— que fatalmente disciplinará cualquier heterogeneidad. Pero agazapadas en el evangelizador están también la intriga, la paciencia, la fruición, el humor y el sentido del detalle de un etnógrafo amateur descabellado, atento a todo, confiado en extenuar un objeto difícil y problemático (como esa nube de arena que Mansilla ve formarse de pronto en el desierto, acercase y alejarse, achicarse y agigantarse simultáneamente), sometiéndolo a una variedad extraordinaria de registros narrativos —crónica, anécdotas, historias de vida, chismes, descripción de costumbres, testimonios, reflexión filosófica, debate político—, que permite o no puede evitar que lo que ve vibre y viva, interrogue y signifique más allá, mucho más allá del designio domesticador que anima al sujeto que ve.
El trabajo de campo es impecable y exhaustivo. Economía, organización política, usos matrimoniales y sexuales, etiqueta, creencias, arquitectura, dieta, ocio, modales, vicios, medicina y farmacopea, lengua, oratoria y conversación: no hay orden de la vida ranquel, por frívolo que sea, que Mansilla deje sin observar y describir, ya sea porque se ve directamente implicado en ellos (cuando debe negociar, cuando apadrina hijos o hijas de caciques, cuando participa de los interminables torneos alcohólicos en los que descansa la sociabilidad) o como observador, porque le llaman la atención por una singularidad exótica o perturbadora (el precio que cuestan las mujeres solteras, por ejemplo, o el robo como pilar de la economía). Pacientes, minuciosos, esos recortes tienen un valor intrínseco y se leen como postales de un mundo ofrecido a la mirada cristiana con una mezcla inédita de extrañamiento y familiaridad. Pero en rigor son el estímulo, la materia prima sorprendente que activa en Mansilla una pulsión comparatista incesante, su instrumento “etnográfico” primordial. El esquema se repite: Mansilla detecta algo que le llama la atención, lo describe desde afuera, fenomenológicamente, apelando a algún informante (los lenguaraces, por lo general) para profundizar la comprensión, y al final, cuando el cuadro ya está listo, procede a comparar el uso, la práctica, el procedimiento que observó, con su equivalente en el mundo cristiano, y saca conclusiones.
¿Dónde se duerme mejor, entre salvajes o en ciertos hoteles? ¿Quiénes son más bárbaros: los cristianos, que matan a la vaca degollándola, o los ranqueles, que la atontan antes con un bolazo? ¿Dónde hay más civilización: en el rancho del gaucho, pobre y sórdido, sin puertas, ni cubiertos, ni platos, o en el toldo del indio, con sus camas cómodas, sus ollas, sus “divisiones para evitar la promiscuidad de los sexos”? Es el dilema civilización/barbarie, otra vez, el que está en el horizonte de este ejercicio contrastivo, alentando las comparaciones y procesando sus consecuencias. “Me puse pues a comer con tanta gana como anoche en el Club del Progreso”, escribe Mansilla, satisfecho con el puchero que le han servido unas cautivas, y luego se pone a conversar en el toldo de Mariano Rosas “como en un salón”. Mansilla dice que compara, pondera, traduce y sopesa “para sacar de la ignorancia a nuestra orgullosa civilización”. En el balance final, hay que decirlo, los resultados no favorecen demasiado a los cristianos. Salvo en el rubro “baile”, cuya desenfrenada versión ranquel incluye iniquidades contra las mujeres y desagrada a Mansilla, en todos los demás el mundo llamado bárbaro parece igualar (en virtudes o defectos) al llamado civilizado o aun superarlo. El diagnóstico, sin embargo, tiene un límite, o está sobredeterminado: en la pluma de Mansilla, que los indios sean tan civilizados como los cristianos no es un argumento para dejarlos en paz sino más bien para no exterminarlos, y para doblegar, dando de ellos una imagen digerible, la resistencia o el escepticismo que despierta la política de integración pacífica promovida por Mansilla. ¿A quién se le ocurriría asimilar a los “enemigos de todos nosotros, tirios y troyanos”, como llamaba a los ranqueles Eduardo Wilde? ¿Quién no querría “eliminarlos pero en orden”, como sugería Estanislao Zeballos? Mansilla es cualquier cosa menos un radical, pero su tentativa de desdemonizar a los ranqueles nunca suena tan considerable como cuando en la última página de Una excursión…, invocando la cuestión de la raza, punto de apoyo de muchos contemporáneos para decretar la inferioridad de los indios y justificar su eliminación (“Puede ser muy injusto exterminar salvajes”, decía Sarmiento, “pero gracias a esta injustica, la América, en lugar de permanecer abandonada a los salvajes, incapaces de progreso, está ocupada hoy por la raza caucásica, la más perfecta, la más inteligente, la más bella y la más progresiva de las que pueblan la tierra”), se permite recordar que “todos los americanos tenemos sangre de indio en las venas” (porque descendemos de la cruza de los conquistadores españoles y las mujeres indígenas) y llama a la prudencia: “Los hechos que se han observado sobre la constitución física y las facultades intelectuales y morales de ciertas razas son demasiado aislados para sacar de ellos consecuencias generales, cuando se trata de condenar poblaciones enteras a la muerte o a la barbarie” (el subrayado es de Mansilla).
Nadie que lea Una excursión a los indios ranqueles puede desconocer la posición de su autor. Pero el libro es más que esa posición, mucho más que la puesta en forma literaria de esa posición. Hasta se diría que es la tensión entre esa posición (que Mansilla sostenía verosímilmente antes de escribirlo, y antes aun de emprender la expedición Tierra Adentro) y el efecto que el mundo ranquel produce en él, en el coronel con veleidades imperiales (en uno de los dos sueños que cuenta en el libro, Mansilla se sueña entrando en Salinas Grandes como Lucius Victorius Imperator, emperador de los ranqueles), en el Mansilla político (intrigante malogrado, siempre a la expectativa y siempre marginal) y sobre todo en el escritor (que arriesga todo su capital de egotismo en el mercado más radicalmente otro que puede ofrecerle la época). Allí, en esa desproporción interna, palpitan el carácter activo y vibrante, la respiración única de un libro que nunca es lo que debería o estaba llamado a ser, nunca lo que le dictan que sea el cálculo político o la tolerancia humanista o la misericordia, sino lo que va siendo a medida que se escribe, en esa ficción de vivo que la forma epistolar, a su manera, se empeña en poner en escena. En ese sentido, el libro excede todas las funcionalidades que lo sobredeterminan.
Más que a la formulación de una tesis, leyendo Una excursión… asistimos al proceso por el cual un sujeto centrado, dueño de sí, dotado de voluntad, convicciones, propósitos, entra en contacto con el mundo extraño del que se supone que debe dar cuenta y se expone a él, se deja afectar por él, hasta el punto no de convertirse (en Mansilla no hay metamorfosis: solo simulacros) pero sí de ceder a la evidencia de que la relación entre ese sujeto y ese mundo es mucho más compleja de lo que parecía, y pone en tela de juicio todas las coordenadas originales con que se la había pensado. Asistimos primero a una intrusión, después al nacimiento de un interés equívoco, a la vez condescendiente e intrigado, y después, poco a poco, a una fascinación singular, impura, compuesta, que nunca pierde la cabeza pero tampoco teme explorar ecos, resonancias, reflejos, formas de identificación inauditas.
A poco de empezar, cuando llega al Cuero con su escolta, Mansilla, rodeado de algarrobos “carbonizados y carcomidos”, piensa un instante “en el porvenir de la República Argentina el día en que la civilización, que vendrá con la libertad, con la paz, con la riqueza, invada aquellas comarcas desiertas, destituidas de belleza, sin interés artístico, pero adecuadas a la cría de ganados y a la agricultura”. Es el Mansilla en misión el que habla: el embajador gubernamental, que escanea todo lo que encuentra, territorio, flora, fauna, en función de rentabilidades futuras (explotación económica) y proyectos civilizadores (la línea ferroviaria Atlántico-Pacífico, que Mansilla traza imaginariamente allí mismo, sobre la línea del Cuero). Y lo que ve es déficit, escasez, pura negatividad; el desierto se define por todo lo que no tiene, todo lo que le hace falta, todo lo que solo puede aportarle la civilización. Pero pronto el desierto empieza a poblarse, primero con los ranqueles, luego con lo que Mansilla hace con ellos, ve en ellos, piensa y escribe sobre ellos, y las “comarcas desiertas”, que antes se reducían a un repertorio de carencias, se cargan ahora de una positividad intensa, desconcertante, a la que Mansilla no tiene gran cosa civilizada que agregar que no sean las palabras de su texto, forzado a menudo a constatar, no sin perplejidad, las diversas lecciones de civilización que los ranqueles tienen para dar a los cristianos.
Algunas de esas identificaciones de Mansilla son estratégicas; como muchos de los recursos histriónicos de su arsenal dandy, tienen la función específica de seducir a su público, incluso de obnubilarlo, y allanarse el camino para cumplir con su misión. Al aceptar, ya ebrio, el trago extra de aguardiente que le ofrecen, al desenfundar su puñal en plena junta y cortarse las uñas de los pies, al ser tan o más ranquel que los ranqueles, Mansilla “resuelve” las disimetrías que complican la relación y se gana la confianza necesaria para que los caciques ratifiquen el tratado de paz. Otras, que ese repertorio de poses de comediante no permite prever, parecen en cambio tomarlo por sorpresa, asaltarlo y poseerlo sin pasar por el filtro de su yo, más bien burlándolo, interpelando zonas de sensibilidad, puntos débiles que Mansilla no tiene del todo presentes o que le son desconocidas. Es lo que sucede, por ejemplo, en dos de los tramos más importantes del relato, cuando Mansilla y su comitiva no terminan de llegar a las tolderías de Mariano Rosas (la entrada a Leubucó insume cinco cartas consecutivas) y, más tarde, en la escena de la junta decisiva, cuando Mansilla debe defender ante los tres caciques, la plana mayor de capitanejos suspicaces y una pequeña turba de indios poco hospitalarios, los términos del pacto que la “máquina constitucional” retrasa peligrosamente. En ambos casos es el texto mismo —y ya no Mansilla— el que entra imperceptiblemente en el juego ajeno, el que “cae” en las redes de esos otros extremos que son los indios, adoptando su incontinencia digresiva y su exasperante gestión del tiempo, sometiendo al lector a la misma histeria de conformidad e impedimentos, anuencias y obstáculos, con que los ranqueles atormentan a la comitiva cristiana. (Gracias a esta escuela de suspenso, que el libro incorpora de manera fulminante, Mariano Rosas puede proponer un último yapaí de trasnoche y Mansilla aceptarlo... seis páginas más tarde.)
Es también lo que sucede poco antes de la junta, en el toldo de Baigorrita, cuando Mansilla, un poco ansioso por la instancia crucial que se avecina, no ve la hora de ensillar y rumbear hacia Añancué, y San Martín, uno de sus compadres en el mundo ranquel, lo sosiega con la promesa de un asado. Como es costumbre en el libro, la interrupción de un momento de estrés da lugar a un remanso reflexivo, y Mansilla y San Martín discuten las curiosas reglas del comercio entre los indios. El que no tiene nada, explica San Martín, pide siempre al que tiene más, que a su vez da sin condiciones, sin cobrar, sabiendo —y esta es la ley que deslumbra a Mansilla— que “lo que se da tiene vuelta”. El sistema de don, deuda y devolución es infalible y opera sobre la base de una memoria implacable: dar es recordar lo que se ha dado (“Un indio no se olvida jamás de lo que da ni de lo que le ofrecen”), y el que recibe (o sus sucesores o sus amigos) no puede no devolver, porque el día en que vuelva a faltarle algo nadie le dará nada.
Mansilla traduce: “Estos bárbaros, dije para mis adentros, han establecido la ley del Evangelio, hoy por ti, mañana por mí, sin incurrir en las utopías del socialismo; la solidaridad, el valor en cambio para las transacciones; el crédito para las necesidades imperiosas de la vida y el jurado civil; entre ellos se necesitan especies para las permutas, crédito para comer. Es lo contrario de lo que sucede entre los cristianos. El que tiene hambre no come si no tiene con qué”. La revelación es ejemplar, porque se da en un contexto dominado por la lógica del intercambio: el tratado de paz es la gran transacción alrededor de la cual gira el libro, y no es de las más sencillas, en la medida en que lo que el gobierno da (dinero, animales, regalos, vicios) y lo que exige a cambio (compromiso de paz, desocupación de tierras, alianza con el gobierno) no son bienes o prestaciones equivalentes, naturalmente intercambiables; a su vez, la presencia de Mansilla entre los ranqueles moviliza toda clase de ofrendas, agasajos, obsequios, flujo de liberalidad febril pero asimétrica que autoriza a cualquier ranquel, no solo a caciques o capitanes, a pedirlo todo, incluso lo que no contempla la dote de regalos estipulada por el ceremonial, y obliga a Mansilla a cederles prácticamente todos los efectos personales que lleva consigo (capa, guantes, pañuelos, revólveres) sin chistar. Pedir, regalar y hablar son las tres acciones más frecuentes de Una excursión a los indios ranqueles. Contra este fondo de asimetrías problemáticas, controladas pero potencialmente explosivas —los roces que Mansilla vive en su estadía en las tolderías derivan casi siempre de los efectos colaterales del tráfico de regalos—, la lógica sorprendentemente armónica, democrática, del comercio entre los ranqueles no puede sino deslumbrar a Mansilla, en parte por la simplicidad y eficacia con que resuelve cuestiones básicas de necesidad, compensación, equilibrio, ecuanimidad, y en parte, o sobre todo, por el papel de desvalido, incluso de víctima, que Mansilla tiene la convicción de jugar en esos espacios de intercambio inter pares que son la vida política y el mundo social.
Desconcertantes o extáticos, más o menos admirables, hay muchos de estos momentos de fascinación en Una excursión a los indios ranqueles. Son deslumbramientos pedagógicos, que problematizan o corrigen las arrogancias de la mentalidad civilizadora y las inducen a ceder, plegarse a una versión precoz (pero muy reconocible) de la corrección política. Su función, sin embargo, no es menor. Cada vez que Mansilla se ve obligado a admitirlas, los ranqueles se sacuden un poco el estereotipo que los domesticaba al principio del relato, dejan de ser esa barbarie deficitaria que carece de todo y se ponen a hablar, decir, articular un sentido, y lo hacen en algo que empieza a parecerse mucho a una “lengua propia”. (Irónicamente, uno de los momentos de contrición más notables del relato es cuando Mansilla, luego de desentrañar el significado del verbo cancanear —“penetrar en un toldo a deshora”—, se pregunta con toda seriedad si los indios les robaron la expresión a los franceses o si fueron los franceses quienes se la robaron a los indios. Una vuelta de tuerca bastante análoga a la que despliega en una de sus legendarias causeries de los jueves en el diario Sud América, cuando cuenta que, invitado a una comida en París, se hace tildar de “apetitoso” por los comensales locales y admirar por las mujeres al suspiro de: Comme il doit être beau avec ses plumes! “Naturalmente, yo, al oír aquel beau”, reacciona Mansilla, “me pavoneaba, je posais, expresión que no se traduce bien; pero al mismo tiempo decía en mi interior: ¡Qué bárbaros son estos franceses!”.)
Aunque Mansilla, para abordarlas, debe a veces movilizar todo su capital de hombre de mundo, su don de lenguas y de viajes, su fantástica cultura de clase, son siempre fascinaciones edificantes, que estabilizan el dilema civilización/barbarie en un espejismo de convivencia. Hay otras, en cambio, verdaderamente excepcionales, que lo desafían de un modo radical. Ya no es una rareza exótica lo que Mansilla tiene ante sí, ni un uso idiosincrático que lo escandaliza, como cuando se entera de que en el mercado ranquel una cautiva cotiza el valor de veinte yeguas, sesenta pesos bolivianos, un poncho de paño y cinco chiripás colorados. Es algo tan simple y tan vertiginoso como una incongruencia, verdadero misterio que pone a prueba su comprensión, sus esquemas morales y sus escrúpulos de cristiano civilizado, pero lo enfrenta con algo que parece venir de algún más allá desconocido, algo que no tiene nombre, al punto incluso de dejarlo mudo; lo que, tratándose de un logorreico como Mansilla, parece hasta entonces inimaginable.
El episodio del vestido de María (la hija de Mariano Rosas que Mansilla adopta como ahijada) pertenece a este orden de portentos únicos, verdaderos shocks de barbarie que, más que ideas o convicciones, lo que hacen zozobrar es la integridad de la presencia de Mansilla. La escena empieza como una ceremonia de apadrinamiento, otra de las varias que Mansilla protagoniza en el libro, con su etiqueta de latines y padrenuestros y María, de ocho años, hija de cristiana, trigueña, llorando primero “como una Magdalena” y calmándose luego en sus brazos, entre sonrisas. Pero para entonces Mansilla ya está en trance, poseído por una idea fija: el modo en que han vestido a la niña para el ritual. “Era un vestido de brocado encarnado bien cortado”, escribe, “con adornos de oro y encajes, que parecían bastante finos. A falta de zapatos, le habían puesto unas botitas de potro, de cuero de gato”.
Mansilla trata de calmarse. Piensa, como quien palpa un amuleto: “La civilización y la barbarie se estaban dando la mano”. Pero hay algo aberrante en la yuxtaposición del vestido y las botas, los adornos de oro y el cuero de gato: algo que no se deja reducir a esa confraternidad con la que Mansilla busca aplacarse. Se distrae, no logra seguir las palabras del sacerdote que preside el rito, abducido por la factura y el corte del vestido, las mangas a la María Estuardo. Está literalmente en otro lado. No, piensa: ese vestido no fue hecho Tierra Adentro, tampoco fue un regalo de cristianos, ni es el botín de un saqueo de estancia o diligencia. “Mi curiosidad”, escribe, “era sólo comparable a la incongruencia del traje y de las botas de potro”. Solo hay una cosa que quiere saber: de dónde ha venido ese vestido. A su lado, un cristiano con cara de forajido le contesta: es el vestido de la Virgen de la Villa de la Paz, lo trajeron de una invasión y se lo dieron al cacique. Mansilla, que casi deja caer a su ahijada, queda mudo. “Con unas pobres palabras humanas”, dice, “yo no puedo expresar el efecto extraño que hizo en mis nervios, la voz, el aire y la tonada de aquella revelación”.
El episodio del vestido es el momento verdaderamente crítico del libro, el único en el que Mansilla realmente parece perder pie, sacudido por una fuerza desconocida. Lo que ve allí, como él mismo balbucea, es más que una profanación o un sacrilegio, dos transgresiones que, por violentas que fueran, se inscribirían en el marco de un diferendo cultural que Mansilla conoce bien, y que por lo tanto no le costaría explicar y condenar. Lo que ve es una abyección, algo que está en el límite de lo inhumano y por eso es inaccesible a “unas pobres palabras humanas”. La impresión que ejerce es tan extraña, tan irreconocible como la de una aparición. “Me conmoví de una manera diabólica”, escribe Mansilla, “como en la infancia me imaginaba que se estremecía el diablo cuando le echaban agua bendita”. Brutal, la conmoción empuja a Mansilla al límite de la razón y deja en él una huella profunda, a tal punto que reconoce que ya no podrá ver una Virgen sin que “esos atavíos sarcásticos se presenten a mi imaginación”. El vestido de María es tan inasimilable como un objeto camp en medio del desierto argentino del siglo XIX: una monstruosidad fashion en la que las potencias del travestismo se trenzan con las de la blasfemia. Quizás rozar ese borde de la experiencia —ese cauchemar, como lo llama Mansilla en el texto— fuera el destino verdadero, secreto, que perseguía la expedición. Es el único, en todo caso, que presenta la disyuntiva civilización/barbarie sin pinzas ni coartadas, con la cruda violencia de un injerto frankensteiniano, al extremo de socavar, desublimándolos, los términos más razonables en que el mismo Mansilla venía presentándola y poner en peligro lo único que a lo largo de dieciocho días de viaje y casi cuatrocientas páginas de literatura Mansilla no pierde nunca: su propia consistencia de sujeto.
ALAN PAULS
Una excursión a los indios ranqueles
Estas charlas se publicaron cotidianamente en La Tribuna de Buenos Aires, empezando el 20 de Mayo de 1870.
Para comprender el sentido de algunas de ellas, es menester estar al cabo de la vida política y social de la República.
El autor escribe con c y s, con s y c, con c, c o simplemente con *** palabras que otros escriben con x: y siempre con jota las sílabas je, ji.
DEDICATORIA A HÉCTOR VARELA
Querido Orión:
Todos los escritores tienen una palabra favorita que los traiciona.
Esa palabra es como el metro para ciertos poetas.
En cuanto escribes, hay siempre, como piedras preciosas, incrustadas en el rico mosaico de tus producciones, palabras como estas: —«Aspiraciones nobles y generosas, amor purísimo, amistad constante, fraternidad universal».
¿Qué quiere decir esto?
Que tú, si hubieras sido poeta, habrías cantado como Miguel de los Santos Álvarez: «Bueno es el mundo, bueno, bueno, bueno!».
Que tú sabes amar y estimar a los que aman.
Pues bien, a ti, querido ORIÓN, mi amigo de tantos años, contra viento y marea, es a quien yo dedico mis cartas a Santiago Arcos, ya que te has empeñado en que haga de ellas un libro.
Decididamente alcanzamos unos tiempos raros, —realizamos todo menos lo que queremos.
Es un aviso a los caminantes que podría glosarse así:
En esta tierra los hombres son lo que quieren las circunstancias.
Les damos un consejo:
Lo mejor es vivir con el día.
¡Yo haciendo un libro, después de haber secado mi pluma hace dos años, con la firme resolución de no volver a las andadas; cuando prefiero galopar diez leguas a escribir una cuartilla de papel!
¿Por dónde saldrá el sol mañana, ORIÓN?
Tú no lo sabes, ni yo tampoco, y es posible que si lo supiéramos y lo dijéramos nos creyeran engualichados.
A pesar de todo, de nuestro aire riente, de nuestras exterioridades frívolas, nosotros sabemos varias cosas, —«que con el mal tiempo desaparecen los falsos amigos y las moscas»; que si el presente es de los egoístas y de los apáticos, el porvenir es de los hombres de pensamiento y de labor.
Si lo primero es una triste experiencia, adquirida a fuerza de dejar en el espinoso camino de la vida, la mejor lana del vellón, —lo segundo es una esperanza y un consuelo.
Un grito de desaliento puede salir del pecho mejor templado. Pero hay energías recónditas que sostienen hasta el fin al más humilde de los mortales.
Como Béranger a su frac, terminó ORIÓN diciéndote: Ne nous séparons pas!
L. V. M.
A LUCIO V. MANSILLA POR HÉCTOR VARELA
Amado hermano y cofrade:
Me dices que me has dedicado tu precioso libro, en el que como flores cogidas, al acaso, del ameno pensil de la República, para formar con ellas un ramo esmaltado, lleno de encanto y perfume, has coleccionado las cartas en que, peregrino fantástico de las soledades y el silencio, narras tu pintoresca excursión a los indios ranqueles.
Gracias por mí, querido Lucio, y gracias por la naciente, pero rica literatura argentina.
Por mí, porque en esa espontánea dedicatoria hecha a un hombre sin títulos, sin posición, sin tener en los labios una de esas sonrisas, que los cortesanos toman por una promesa, o una esperanza, creo escuchar cómo el murmullo suave y cadencioso de una voz misteriosa, que me regala blandamente el oído, diciéndome: «el autor de este libro es un amigo que te quiere y que te abraza en el cielo del pensamiento, como te abrazó siempre en el santuario de la más pura amistad».
Por la literatura argentina, porque me siento feliz de que tus cartas, publicadas día a día en esa hoja deleznable de papel llamada La Tribuna, no tengan la pobre e ignorada suerte de las producciones que sólo ven la luz en un diario, y en donde, como dice Castelar, «están condenadas a vivir lo que vive una rosa: una mañana».
La primera lectura de tus cartas ha encantado al pueblo argentino.
En un libro los va a saborear.
Fraternalmente colocadas bajo los auspicios de mi pobre nombre —rico para ti porque eres mi mejor amigo— yo estaba en el deber de emitir un juicio sobre esos trozos de literatura descriptiva, en que has hecho cruzar por el cielo de las letras argentinas, en brillante y turbulenta procesión, la majestad imponente de nuestras pampas y las costumbres primitivas de nuestros pobladores salvajes, enlazadas con las pompas brillantes del poeta, y las reflexiones severas del filósofo profundo.
Pero prefiero no hacerlo.
Al amor lo pintan ciego.
A la amistad, un diario de caricaturas la pintaba, hace ocho días, agitando en sus manos el incensiario.
Si yo dijese que este es uno de los más preciosos libros hasta ahora concebidos por el pensamiento argentino, escrito en un estilo florido y galano, útil y provechoso por los datos curiosos que en la armonía de su conjunto contiene, a la vez que seductor y poético por el lenguaje impregnado de luz en que está escrito, ¿se creería que emitía un juicio imparcial?
En una época en que los gobiernos pagan los servicios de sus leales amigos, destituyéndose brutalmente de los puestos en que supieron conquistarse fama y simpatía, ni todas las intenciones se aprecian, ni todos los sentimientos se comprenden.
Hoy hay una manía a cambiarlo y a modificarlo todo.
Una cosa, empero, tengo la certeza de que no ha de cambiar jamás: es la amistad pura y sincera que nos liga, y en cuyas corrientes, a manera de un puente levantado por invisible mano en mitad del camino de la Patria argentina, pasará modesto y silencioso este libro, en suyas páginas de oro se confunden misteriosamente los nombres de dos amigos que se quieren y que creen, con de Maistre, «que la amistad es el puerto sereno a que llega el alma fatigada, en sus días de infortunio.»
ORIÓN
I
Dedicatoria. Aspiraciones de un tourist. Los gustos con el tiempo. Por qué se pelea un padre con un hijo. Quiénes son los ranqueles. Un tratado internacional con los indios. Teoría de los extremos. Dónde están las fronteras de Córdoba y campos entre los ríos Cuarto y Quinto. De dónde parte el camino del Cuero.
No sé dónde te hallas, ni dónde te encontrará esta carta y las que le seguirán, si Dios me da vida y salud.
Hace bastante tiempo que ignoro tu paradero, que nada sé de ti; y sólo porque el corazón me dice que vives, creo que continúas tu peregrinación por este mundo, y no pierdo la esperanza de comer contigo, a la sombra de un viejo y carcomido algarrobo, o entre las pajas al borde de una laguna, o en la costa de un arroyo, un churrasco de guanaco, o de gama, o de yegua, o de gato montés, o una picana de avestruz, boleado por mí, que siempre me ha parecido la más sabrosa.
A propósito de avestruz, después de haber recorrido la Europa y la América, de haber vivido como un marqués en París y como un guaraní en el Paraguay; de haber comido mazamorra en el Río de la Plata, charquicán en Chile, ostras en Nueva York, macarroni en Nápoles, trufas en el Périgord, chipá en la Asunción, recuerdo que una de las grandes aspiraciones de tu vida era comer una tortilla de huevos de aquella ave pampeana en Nagüel Mapo, que quiere decir «Lugar del Tigre».
Los gustos se simplifican con el tiempo, y un curioso fenómeno social se viene cumpliendo desde que el mundo es mundo. El macrocosmo; o sea el hombre colectivo, vive inventando placeres, manjares, necesidades, y el microcosmo, o sea el hombre individual, pugnando por emanciparse de las tiranías de la moda y de la civilización.
A los veinticinco años, somos víctimas de un sinnúmero de superfluidades. No tener guantes blancos, frescos como una lechuga, es una gran contrariedad, y puede ser causa de que el mancebo más cumplido pierda casamiento. ¡Cuántos dejaron de comer muchas veces, y sacrificaron su estómago en aras del buen tono!
A los cuarenta años, cuando el cierzo y el hielo del invierno de la vida han comenzado a marchitar la tez y a blanquear los cabellos, las necesidades crecen, y por un bote de cold cream, o por un paquete de cosmético, ¿qué no se hace?
Más tarde, todo es lo mismo; con guantes o sin guantes, con retoques o sin ellos «la mona aunque se vista de seda mona se queda».
Lo más sencillo, lo más simple, lo más inocente es lo mejor: nada de picantes, nada de trufas. El puchero es lo único que no hace daño, que no se indigesta, que no irrita.
En otro orden de ideas, también se verifica el fenómeno. Hay razas y naciones creadoras, razas y naciones destructoras. Y, sin embargo, en el irresistible corso e ricorso de los tiempos y de la humanidad, el mundo marcha; y una inquietud febril mece incesantemente a los mortales de perspectiva en perspectiva, sin que el ideal jamás muera.
Pues, cortando aquí el exordio, te diré, Santiago amigo, que te he ganado de mano.
Supongo que no reñirás por esto conmigo, dejándote dominar por un sentimiento de envidia.
Ten presente que una vez me dijiste, censurando a tu padre, con quien estabas peleado:
—¿Sabes por qué razón el viejo está mal conmigo? Porque tiene envidia de que yo haya estado en el Paraguay, y él no.
Es el caso que mi estrella militar me ha deparado el mando de las fronteras de Córdoba, que eran las más asoladas por los ranqueles.
Ya sabes que los ranqueles son esas tribus de indios araucanos, que habiendo emigrado en distintas épocas de la falda occidental de la cordillera de los Andes a la oriental, y pasado los ríos Negro y Colorado, han venido a establecerse entre el Río Quinto y el Río Colorado, al naciente del Río Chalileo.
Últimamente celebré un tratado de paz con ellos, que el Presidente aprobó, con cargo de someterlo al Congreso.
Yo creía que siendo un acto administrativo no era necesario.
¿Qué sabe un pobre coronel de trotes constitucionales?
Aprobado el tratado en esa forma, surgieron ciertas dificultades relativas a su ejecución inmediata.
Esta circunstancia por un lado, por otro cierta inclinación a las correrías azarosas y lejanas; el deseo de ver con mis propios ojos ese mundo que llaman Tierra Adentro, para estudiar sus usos y costumbres, sus necesidades, sus ideas, su religión, su lengua, e inspeccionar yo mismo el terreno por donde alguna vez quizá tendrán que marchar las fuerzas que están bajo mis órdenes —he ahí lo que me decidió no ha mucho y contra el torrente de algunos hombres que se decían conocedores de los indios, a penetrar hasta sus tolderías, y a comer primero que tú en Nagüel Mapo una tortilla de huevo de avestruz.
Nuestro inolvidable amigo Emilio Quevedo, solía decirme cuando vivíamos juntos en el Paraguay, vistiendo el ligero traje de los criollos e imitándolos en cuanto nos lo permitían nuestra sencillez y facultades imitativas: —¡Lucio, después de París, la Asunción! Yo digo: —Santiago, después de una tortilla de huevos de gallina frescos, en el Club del Progreso, una de avestruz en el toldo de mi compadre el cacique Baigorrita.
Digan lo que quieran, si la felicidad existe, si la podemos concretar y definir, ella está en los extremos. Yo comprendo las satisfacciones del rico y las del pobre; las satisfacciones del amor y del odio; las satisfacciones de la obscuridad y las de la gloria. Pero ¿quién comprende las satisfacciones de los términos medios; las satisfacciones de la indiferencia; las satisfacciones de ser cualquier cosa?
Yo comprendo que haya quien diga: —Me gustaría ser Leonardo Pereira, potentado del dinero.
Pero que haya quien diga: —Me gustaría ser el almacenero de enfrente, don Juan o don Pedro, un nombre de pila cualquiera, sin apellido notorio —eso no.
Y comprendo que haya quien diga: —Yo quisiera ser limpiabotas o vendedor de billetes de lotería.
Yo comprendo el amor de Julieta y Romeo, como comprendo el odio de Silvia por Hernani, y comprendo también la grandeza del perdón.
Pero no comprendo esos sentimientos qué no responden a nada enérgico, ni fuerte, a nada terrible o tierno.
Yo comprendo que haya en esta tierra quien diga: —Yo quisiera ser Mitre, el hijo mimado de la fortuna y de la gloria, o sacristán de San Juan.
Pero que haya quien diga: —Yo quisiera ser el coronel Mansilla —eso no lo entiendo, porque al fin, ese mozo ¿quién es?
Al general Arredondo, mi jefe inmediato entonces, le debo, querido Santiago, el placer inmenso de haber comido una tortilla de huevos de avestruz en Nagüel Mapo, de haber tocado los extremos una vez más. Si él me niega la licencia, me quedo con las ganas, y no te gano la delantera.
Siempre le agradeceré que haya tenido conmigo esa deferencia, y que me manifestara que creía muy arriesgada mi empresa, probándome así que mi suerte no le era indiferente. Sólo los que no son amigos pueden conformarse con que otro muera estérilmente… y en la obscuridad.
La nueva línea de fronteras de la Provincia de Córdoba no está ya donde tú la dejaste cuando pasaste para San Luis, en donde tuviste la fortuna de conocer aquel tipo que te decía un día en el Morro: —¡Yo no deseo, Sr. don Santiago, visitar la Europa por conocer el Cristal Palais, ni el Buckingham Palace, ni las Tullerías, ni el London Tunnel, sino por ver ese Septentrión, ¡ese Septentrión!
Está la nueva línea sobre el Río Quinto, es decir, que ha avanzado veinticinco leguas, y que al fin se puede cruzar del río Cuarto a Achiras sin hacer testamento y confesarse.
Muchos miles de leguas cuadradas se han conquistado.
¡Qué hermosos campos para cría de ganados son los que se hallan encerrados entre el Río Cuarto y Río Quinto!
La cebadilla, el porotillo, el trébol, la gramilla, crecen frescos y frondosos entre el pasto fuerte; grandes cañadas como la del Gato, arroyos caudalosos y de largo curso como Santa Catalina y Sampacho, lagunas inagotables y profundas como Chemeco, Tarapendá y Santo Tomé constituyen una fuente de riqueza de inestimable valor.
Tengo en borrador el croquis topográfico, levantado por mí, de ese territorio inmenso, desierto, que convida a la labor, y no tardaré en publicarlo, ofreciéndoselo con una memoria a la industria rural.
Más de seis mil leguas he galopado en año y medio para conocerlo y estudiarlo.
No hay un arroyo, no hay un manantial, no hay una laguna, no hay un monte, no hay un médano donde no haya estado personalmente para determinar yo mismo su posición aproximada y hacerme baquiano, comprendiendo que el primer deber de un soldado es conocer palmo a palmo el terreno donde algún día ha de tener necesidad de operar.
¿Puede haber papel más triste que el de un jefe con responsabilidad, librado a un pobre paisano, que lo guiará bien, pero que no le sugerirá pensamiento estratégico alguno?
La nueva frontera de Córdoba comienza en la raya de San Luis, casi en el meridiano que pasa por Achiras, situado en los últimos dobleces de la Sierra, y costeando el Río Quinto se prolonga hasta la Ramada Nueva, llamada así por mí, y por los ranqueles Trapalcó, que quiere decir agua de Totora, Trapal es Totora y co, agua.
La Ramada Nueva son los desagües del Río Quinto, vulgarmente denominados la Amarga.
De la Ramada Nueva, y buscando la derecha de la frontera sur de Santa Fe, sigue la línea por la Laguna Nº 7, llamada así por los cristianos, y por los ranqueles Potálauquen, es decir, laguna grande: potá es grande y Lauquen, laguna.
Siguiendo el juicioso plan de los españoles, yo establecí esta frontera colocando los fuertes principales en la banda sur del Río Quinto.
En una frontera internacional esto habría sido un error militar, pues los obstáculos deben siempre dejarse a vanguardia para que el enemigo sea quien los supere primero.
Pero en la guerra con los indios el problema cambia de aspecto, lo que hay que aumentarle a este enemigo no son los obstáculos para entrar, sino los obstáculos para salir.
El punto fuerte principal de la nueva línea de frontera sobre el Río Quinto se llama Sarmiento. De allí arranca el camino que por Laguna del Cuero, famosa para los cristianos, conduce a Leubucó, centro de las tolderías ranquelinas.
De allí emprendí mi marcha.
Mañana continuaré.
Hoy he perdido tiempo en ciertos detalles creyendo que para ti no carecerían de interés.
Si al público a quien le estoy mostrando mi carta le sucediese lo mismo, me podría acostar a dormir tranquilo y contento como un colegial que ha estudiado bien su lección y la sabe.
¿Cómo saberlo?
Tantas veces creemos hacer reír con un chiste y el auditorio no hace ni un gesto.
Por eso toda la sabiduría humana está encerrada en la inscripción del templo de Delfos.
II
Deseos de un viaje a los ranqueles. Una china y un bautismo. Peligros de la diplomacia militar con los indios. El indio Linconao. Mañas de los indios. Efectos del deber sobre el temperamento. ¿Qué es un parlamento? Desconfianza de los indios para beber y fumar. Sus preocupaciones al comer y beber. Un lenguaraz. Cuánto dura un parlamento y qué se hace en él. Linconao atacado de las viruelas. Efecto de la viruela en los indios. Gratitud de Linconao. Reserva de un fraile.
Hacía ya mucho tiempo que yo rumiaba él pensamiento de ir a Tierra Adentro.
El trato con los indios que iban y venían al Río Cuarto, con motivo de las negociaciones de paz entabladas, había despertado en mí una indecible curiosidad.
Es menester haber pasado por ciertas cosas, haberse hallado en ciertas posiciones, para comprender con qué vigor se apoderan ciertas ideas de ciertos hombres; para comprender que una misión a los ranqueles puede llegar a ser para un hombre como yo, medianamente civilizado, un deseo tan vehemente, como puede ser para cualquier ministril una secretaría en la embajada de París.
El tiempo, ese gran instrumento de las empresas buenas y malas, cuyo curso quisiéramos precipitar, anticipándonos a los sucesos para que éstos nos devoren o nos hundan, me había hecho contraer ya varias relaciones, que puedo llamar íntimas.
La china Carmen, mujer de veinticinco años, hermosa y astuta, adscrita a una comisión de las últimas que anduvieron en negociados conmigo, se había hecho mi confidente y amiga, estrechándose estos vínculos con el bautismo de una hijita mal habida que la acompañaba y cuya ceremonia se hizo en el Río Cuarto con toda pompa, asistiendo un gentío considerable y dejando entre los muchachos un recuerdo indeleble de mi magnificencia, a causa de unos veinte pesos bolivianos que cambiados en medios y reales arrojé a la manchancha esa noche inolvidable, al son de los infalibles gritos: ¡padrino pelado!
Sólo quien haya tenido ya el gusto de ser padrino, comprenderá que noches de ese género pueden ser realmente inolvidables para un triste mortal sin antecedentes históricos, sin títulos para que su nombre pase a la posteridad, grabándose con caracteres de fuego en el libro de oro de la historia.
¡Ah!, tú has sido padrino pelado alguna vez, y me comprenderás.
Carmen no fue agregada sin objeto a la comisión o embajada ranquelina en calidad de lenguaraz, que vale tanto como secretario de un ministro plenipotenciario.
Mariano Rosas ha estudiado bastante el corazón humano, como que no es un muchacho; conoce a fondo las inclinaciones y gustos de los cristianos, y por un instinto que es de los pueblos civilizados y de los salvajes, tiene mucha confianza en la acción de la mujer sobre el hombre, siquiera esté ésta reducida a una triste condición.
Carmen fue despachada, pues, con su pliego de instrucciones oficiales y confidenciales por el Talleyrand del desierto, y durante algún tiempo se ingenió con bastante habilidad y maña. Pero no con tanta que yo no me apercibiese, a pesar de mi natural candor, de lo complicado de su misión, que a haber dado con otro Hernán Cortés habría podido llegar a ser peligrosa y fatal para mí, desacreditando gravemente mi gobierno fronterizo.
Pasaré por alto una infinidad de detalles, que te probarían hasta la evidencia todas las seducciones a que está expuesta la diplomacia de un jefe de fronteras, teniendo que habérselas con secretarios como mi comadre; y te diré solamente que esta vez se le quemaron los libros de su experiencia a Mariano, siendo Carmen misma la que me inició en los secretos de su misión.
El hecho es que nos hicimos muy amigos, y que a sus buenos informes del compadre debo yo en parte el crédito de que llegué precedido cuando hice mi entrada triunfal en Leubucó.
Otra conexión íntima contraje también durante las últimas negociaciones.
El cacique Ramón, jefe de las indiadas del Rincón, me había enviado su hermano mayor, como muestra de su deseo de ser mi amigo.
Linconao, que así se llama, es un indiecito de unos veintidós años, alto, vigoroso, de rostro simpático, de continente airoso, de carácter dulce, y que se distingue de los demás indios en que no es pedigüeño.
Los indios viven entre los cristianos fingiendo pobrezas y necesidades, pidiendo todos los días; y con los mismos preámbulos y ceremonias piden una ración de sal, que un poncho fino o un par de espuelas de plata.
Tener que habérselas con una comisión de estos sujetos, para un jefe de frontera, presupone tener que perder todos los días unas cuatro horas en escucharles.
Yo, que por mi temperamento sanguíneo-bilioso no soy muy pacienzudo que digamos, he descubierto con este motivo que el deber puede modificar fundamentalmente la naturaleza humana.
En algunos parlamentos de los celebrados en el Río Cuarto, más de una vez derroté a mis interlocutores, cuyo exordio sacramental era: —Para tratar con los indios se necesita mucha paciencia, hermano.
No sé si tenéis idea de lo que es un parlamento en tierra de cristianos; y digo en tierra de crist